Hace ya
varios años, durante una helada noche de invierno en el Bajo Flores, mi padre
hizo referencia a una historia muy extraña. Durante mucho tiempo la he guardado
en la memoria pero ahora estoy dispuesto a contarla. Sucedió en Buenos Aires,
en el cabaret Chantecler.
Corría
el año 1955 y el país se sacudía por tristes convulsiones políticas y
militares.
El tango había iniciado
(aunque nadie lo sabía) el comienzo de su cuesta descendente en la hegemonía de
los gustos musicales populares. Aquel año la orquesta de Pichuco llevó adelante
una breve temporada en Chantecler. El
local de la calle Paraná 440 era reducto habitual de Juan D’Arienzo y por eso
la actuación de Pichuco constituyó una novedad. Mi padre tenía por entonces 35
años y era un admirador confeso de Aníbal Troilo. Concurrió varias veces a
escucharlo y hasta se le permitió permanecer detrás del palco durante el rato
en que ellos no actuaban. Era amigo de uno de los violinistas principales y era
también un hombre discreto que jamás ocasionaría problemas en el grupo. Lejos estaban
de esa clase de gente los comportamientos violentos e histéricos de ahora.
Aquel conocimiento del entorno favoreció su presencia allí y también le
permitió acceder a algunas costumbres de los músicos. Junto con él permanecían,
a veces, otros tres o cuatro admiradores más y hasta un quinto hombre muy serio
y parco que casi no hablaba con nadie. Mi padre reparó en él varias veces. Le
intrigaba la actitud imperturbable y la carencia de gestos de su rostro pálido.
Ni siquiera sus ojos resultaban vivaces
y tampoco demostraba demasiado interés por el tango. Simplemente estaba allí,
como una presencia latente e inexpresiva y acaso carente de propósito alguno.
El día de la actuación de despedida
la orquesta se encontraba excitada y alegre. Troilo hizo un bis de Quejas de
Bandoneón y luego se retiró ovacionado. Detrás del palco el ambiente era de
euforia y hasta hubo quien descorchó champagne. La intención general de los
músicos, sin embargo, era otra. Pensaban ir a comer al restaurante Yapeyú de la
calle Maipú, donde siempre los atendían bien y además les hacían descuentos de
precio.
En esos momentos el hombre que nunca
había hablado caminó unos pocos pasos hasta el lugar donde se hallaba Troilo y
cuando se acalló el murmullo le dijo en voz clara y alta:
-Vengo
a anunciarle que usted morirá de manera exacta veinte años después del día de
hoy.
La
frase, que se escuchó con claridad en todo el recinto dio la impresión de ser
por completo innecesaria y además impertinente. Muchos de los allí presentes se
indignaron con el desconocido y hubo algunos que lo insultaron. El cantor Jorge
Casal le dio varios empellones y estuvo por agredirlo pero el propio Troilo lo
impidió. El hombre hizo entonces un gesto que oscilaba entre la indiferencia y
el desprecio, luego levantó del piso su sombrero gris (que había caído a causa
del tumulto) y al final se fue sin saludar a nadie.
Mi
padre tuvo en ese momento un impulso irrefrenable y se largó detrás del hombre
para seguirlo adónde sea. No sabía muy bien cual era el motivo de ese impulso
pero igual caminó varias cuadras detrás de aquel individuo. Su persecución terminó cuando el hombre entró
con rapidez a una vieja casona del barrio de Congreso.
Todo
esto me lo refirió mi padre aquella noche helada en el bajo Flores.
La
historia continuó, por supuesto, pero ahora dejaré que sea mi propio padre quien
la relate.
Estas
son sus palabras:
“Yo
soy un hombre sencillo. No tengo grandes obsesiones ni tormentos mentales. Me
jacto de ser una persona moderada y sensata. Es obvio que siento angustia y
también miedo de morirme como cualquier persona pero en general soy equilibrado
y de pensamiento positivo. Descreo de la magia, de los curanderos y del
fenómeno OVNI. No me agrada el oscurantismo y tomo antibióticos si tengo
fiebre. Así soy yo, a grandes rasgos.
Aquel
día en que ese hombre le anunció la muerte a Aníbal Troilo tuve, sin embargo, una actitud inesperada y
diferente. Algo incierto y muy difuso que todavía no puedo llegar a precisar me
impulsó a seguirlo de la manera en que lo hice. Iba detrás de él obsesionado
por el misterio y cuando lo vía entrar a la vieja casona de la calle Solís
anoté la dirección de inmediato.
De
regreso a casa tuve que enfrentar demasiadas cuestiones.
¿Porqué
razón aquel hombre había actuado de ese modo? ¿Qué lo llevó a decirle a Troilo
en su propia cara nada menos que el día en que iba a morir’ y además ¿Porqué se
arrogaba conocer lo que nadie conoce?
Ninguno
de esos interrogantes tenía respuesta.
Entonces
tomé una decisión sin precedentes en mi vida de hombre común y corriente. Me
propuse seguirlo y averiguar quien era y qué hacía en realidad ese individuo
tan extraño. Para eso decidí utilizar una corta licencia que tenía en el
trabajo. Podía, de esa manera, llevar adelante la empresa y no contarle nada a
mi mujer, ya que evaluaba lo sorpresivo de mi actitud y temía que ella pensara
que me había vuelto loco.
El
primer día fue decepcionante.
Hice
casi ocho horas de guardia cerca de su domicilio pero no pude detectar
movimiento alguno. Mi presencia, por suerte, pasaba inadvertida ya que podía
mezclarme con facilidad entre la multitud de gente que concurría a la Caja
Nacional de Ahorro Postal.
Al día
siguiente lo vi.
Salió
caminando de la casa con cierta parsimonia y eso me permitió seguirlo de cerca
y no perderle pisada. Subió a un trolebús en la calle México y yo subí detrás
de él. Cuando llegamos al Bajo se desocuparon los asientos y nos sentamos uno
detrás del otro. Era un hombre en cierto modo enjuto y muy formal. Su traje era
gris oscuro y la camisa sencilla y blanca pero sin el cuello almidonado.
Yo
aproveché la cercanía para mirarlo, todavía, con mas detenimiento. Llevaba una
especie de cadena de oro con una medalla extraña que aparentaba ser una cruz
inscripta en un círculo. Eso era bastante
inusual en aquel tiempo ya que solo las mujeres lo llevaban de ese modo.
Cuando
llegamos al Correo Central el hombre bajó y entró al edificio.
Yo lo
seguí lo mas cerca que pude y cuando aceleró el paso me esmeré en no perderlo
de vista. Caminábamos de una manera rítmica, el adelante y yo detrás, y tuve, de pronto, la sensación de ser
arrastrado por aquel personaje. Fue entonces que los latidos de mi corazón se
aceleraron. Finalmente entró a una oficina y cerró la puerta. Entonces
permanecí parado debajo de la bóveda del enorme edificio sin saber bien qué
hacer. Indagué luego en algunos sectores aledaños a esa puerta y así me pude
enterar que aquel hombre era Jefe de una de las secciones de distribución de
correspondencia. Un funcionario de escasa categoría que tenía poco personal a
cargo y una mediana responsabilidad en el área de giros y telegramas.
Su
nombre era Atilio González y al parecer se le consideraba como un jefe severo y
estricto.
Estuve
pensando un largo rato acerca de la manera de abordarlo pero el propio González
me ahorró el trámite y envió un empleado para invitarme a pasar a la oficina.
Me
senté frente a él con singular expectativa. Nos separaba un gran escritorio de
madera, como se solían usar entonces en cualquier repartición estatal. Primero
ordenó café y luego le solicitó a su
secretaria que nos dejara solos.
El
diálogo que mantuvimos fue el siguiente:
-He
observado – dijo – que hace un par de días que me sigue.
-Así
es – contesté- Me llamo Santiago Hermida y ando detrás suyo.
-¿Se
puede saber porqué? – preguntó.
-Mire,
a decir verdad no estoy muy seguro. El principio deseaba hablarle de lo que
ocurrió el otro día en Chantecler.
-Ah –
dijo- me lo imaginaba.
-¿Porqué
le habló usted de esa manera al gordo Troilo?
-Bueno...-contestó-
Lo que primero le diré es que esta conversación que vamos a mantener en los
próximos minutos será obligadamente parcial y no demasiado extensa. Hay preguntas
que no voy a poder responder. Ésta que me acaba de hacer, por ejemplo. Aunque
puedo, sin embargo, revelarle una parte de lo que en general la gente supone
que es la “Verdad”.
-Le
escucho. –dije.
-Yo he
sido nombrado Anunciador hace ya algunos años. Es una profesión muy poco
conocida pero tan vieja como el mundo y que
en la actualidad se desempeña de manera conjunta con otras tareas. En mi caso, por ejemplo, soy funcionario de
Correos y a la vez Anunciador. Aunque no siempre fue así. Hubo épocas en que el
Anunciador sólo podía ser Anunciador y Mago.
-¿Y a
usted quien lo nombró?
-¡Por
favor, amigo! – replicó – Ya le he dicho que hay cosas que no voy a poder
contestarle.
-Bueno
– dije – entonces siga.
-Todas
las culturas tuvieron su Anunciador. Los judíos ya conocían el concepto desde
las épocas en que vagaban nómades por Samaria. La Biblia en general está
plagada de citas de profetas. Pero no hay que confundirse. La profecía está
destinada a la humanidad y a los pueblos. Al Anunciador solo se dirige a los
seres humanos. Los pueblos nórdicos de Europa hablaban del sunbörjk. Lo
hacían mucho antes de su choque cultural con los romanos y los cristianos.
También hay numerosas pruebas de su presencia en América. Los mayas en incluso
los guaraníes y hasta los tehuelches tuvieron el suyo. En la Edad Media los
cátaros lo reverenciaban. Y los griegos afirmaban que el Anunciador aparecía
siempre en las cercanías del ágora. En fin, la lista sería interminable.
En
esos momentos Atilio González, el Anunciador, detuvo su charla y bebió un sorbo
de café.
-Supongo
–dije- que si le pregunto por aquel que le encomienda el mensaje que debe
anunciar tampoco va a contestarme.
-Supone
bien. –replicó.
-¿Acaso
es usted -insistí- el que sabe lo que va
a pasar y decide anunciarlo?
-De
ninguna manera – dijo - Yo soy sólo un
instrumento. Nada más que un mensajero que hace su trabajo.
-¿Y
siempre anuncia la muerte? Pregunté.
-Siempre
no. –contestó- A veces anuncio otras cosas y todas en tiempo exacto. Aunque la
muerte, es verdad, es lo que más suelo anunciar.
-¿Y
eso sirve para algo?
-No lo
sé. –contestó- La utilidad del anuncio no depende de mí sino de quien lo
recibe. Pero piense usted ahora lo siguiente. Si todos conociéramos el día en
que vamos a morir manejaríamos nuestra vida mucho mejor de lo que lo hacemos
ahora. Seríamos, tal vez, menos violentos y tomaríamos mejores decisiones. En
lugar de ser esclavos podríamos ser dueños de nuestro propio destino.
González
terminó de ver su café y yo hice lo mismo con el mío.
Durante
largos segundos lo miré fijamente a los ojos pero debo aceptar que no logré ver
su alma.
-Quiere
que le diga una cosa. –dije- Para mí es mejor no saber nada. Me parece más
apropiado a la condición humana.
El
Anunciador esbozó en esos momentos una leve sonrisa y se levantó como dando por
terminada la charla. Yo hice lo mismo y lo saludé con un apretón de manos.
-¿Nos
volveremos a ver? -pregunté.
-Nunca
se sabe –dijo – Acaso algún día me toque anunciarle algo,no lo sé.
Después
de esa frase salí otra vez al enorme salón principal del Correo Central.
Estaba
muy desorientado.
¿Acaso
sería aquel hombre un fabulador? ¿Habría algo de verdad en sus palabras? ¿O
todo aquello no era más que el delirio escapista de la vida rutinaria y opaca
de una persona como él?
Todas
esas preguntas no tenían, a decir verdad, una respuesta clara. Yo me encontraba
exactamente igual que antes de la charla y era evidente que González había
manejado toda la entrevista a su antojo.
Caminé
luego varias cuadras sin un destino fijo porque no sabía muy bien qué hacer.
Pensaba en un principio en dedicarme a olvidar todo el asunto pero también
evaluaba que me iba a costar mucho desconocer lo que había pasado.
Al
llegar al Obelisco tomé, sin embargo, la súbita decisión de ir a hablar con
Troilo.
Fui
hasta el Hotel Castelar y lo encontré a Pichuco en los baños turcos del hotel.
Estaba vestido con una bata de toalla, rodeado de amigos y con un vaso de
whisky en la mano.
Mi
decisión había sido otra vez tan repentina que al encontrarme allí comencé a
dudar un poco de la determinación que había tomado. Pensaba que si contaba lo
que había descubierto tal vez iban a pensar que estaba loco o desequilibrado.
Entonces me alejé a un sector apartado y sentado en un sillón de cuero pensé
mucho en lo que había pasado. Al final tomé la decisión de ir a saludarlo y
charlar un rato con él.
Troilo
me atendió con deferencia y estuvimos juntos hablando algunos minutos apoyados
en la barra del bar.
Antes
de irme le pregunté:
-Dígame
Pichuco ¿Qué pasó el otro día en Chantecler?
¿Cuándo?
–dijo el gordo.
-Hace
unos días – insistí- al final de su actuación. Hubo un tipo que lo agredió con
un mensaje o algo así...
-Ah
claro –contestó- ahora lo recuerdo. ¿Sabe lo que pasa? A un hombre conocido y
famoso como yo se le acercan muchos locos. Es algo a lo que estoy acostumbrado.
Después
lo saludé y me retiré del lugar.
Una
vez en mi casa estuve charlando un rato con mi mujer pero tampoco le aclaré en
demasía lo que había pasado. Entonces decidí quitar en lo posible ese episodio
de mi vida y dejarlo arrinconado en un rincón de la memoria para siempre. Ya
casi jamás he vuelto a hablar del asunto con nadie, excepto una vez, durante
una sobremesa de invierno, cuando lo referí el asunto a mi hijo mayor.
Eso es
todo”
Aquí
termina el relato de mi padre.
Su
narración parece estar - desde todo punto de vista - estrictamente ceñida a los
hechos y a las circunstancias que le tocó vivir.
Yo
deseo, sin embargo, hacer algunos comentarios adicionales.
Mi
padre me refirió esta historia unos pocos días antes de la muerte del gordo
Troilo.
Tangueros
con los que hablé después negaron de manera terminante que Pichuco haya actuado
alguna vez en Chantecler. Otros creen recordar alguna actuación ocasional pero
no están muy seguros. Tampoco hay documentos, diarios o revistas que atestigüen
a favor o en contra de alguna de las dos hipótesis.
Si
fuera cierto que Troilo nunca actuó en Chantecler entonces es probable que mi
padre haya atravesado (sea del modo que fuera) las puertas a una realidad
paralela a la nuestra y dónde los hechos sucedieron de la forma en que los
relata.
Estas
puertas en diferentes universos estás asociadas al fenómeno del Anunciador y se
supone que son ellos quienes tienen la facultad de atravesarla.
Mi
padre falleció en 1988 y el secreto (si es que lo hubo) se lo llevó a la tumba.
Finalmente
– como es público y notorio- Aníbal Troilo murió el 18 de Mayo de 1975.
Exactamente veinte años después de la incierta noche en que le fuera anunciado.
©2019
Excelente, Néstor, un relato con una trama apasionante. Y está contado con un ritmo que va llevando al que lee en modo sutil y sereno hacia la actividad del Anunciador, de modo que el lector no se sorprende por la ocupación de Atilio, sino por el contrario, está ávido de seguir leyendo para saber en qué termina esta aventura alucinada. Un texto impresionante, escrito con todo el oficio. Felicitaciones, Néstor!!
ResponderEliminarAriel
Gracias Ariel. Comencé a escribir este texto allá cuando comenzaba a terminar el siglo anterior. Hemos sido una generación afortunada. Nos ha tocado vivir grandes cambios. Incluso el cambio de siglo. Sabrás que he realizado algunos pequeños cambios respecto al texto original. Aunque no demasiados. Gracias por ser tan consecuente con lo que publico. Un fuerte abrazo.
EliminarQué bueno Néstor. Lo comparto.
ResponderEliminarGracias Norber. Un abrazo.
EliminarUna historia increíble Nes, me fascinó por completo. Ese trasfondo del tango me gustó mucho.
ResponderEliminarGracias Carlita, siempre infaltable. Un cariño grande y gracias por la visita!
ResponderEliminar