A veces suelo pasar mis vacaciones en el norte del país.
Tomo mi bolso de mano y me subo
a un avión sin rumbo fijo. Seguramente en vidas anteriores he sido un amante
del desierto. Nada me gusta más que ver esa tierra yerma, plagada de arena y de
miles de breñas que se empecinan en crecer allí, apenas a un metro de distancia
y entre asperezas y rastrojos. Suelo mirarlas con un cierto asombro contenido.
Lo hago mientras circulo por la ruta que las contiene y enmarca. Y allá al
fondo, como si fuera poco, la montaña.
Este año, de casualidad, me tocó estar en La Rioja para
la época de la Chaya.
La Chaya es una fiesta que tiene
lugar en Febrero y rememora la leyenda de una indiecita ignorada por su amor y
que luego se perdió en el monte cercano. El culpable era un príncipe o algo
así, cuyo nombre en quechua no recuerdo. Lo cierto es que ella regresaba, todos
los Febreros, en espíritu, supongo, por el dolor de su amor no consumado.
Es una fiesta de increíble
intensidad, creo que superior al propio carnaval.
Comienza al amparo de un gran
muñeco que representa al príncipe del desamor. Aunque es bastante raro ver esa
especie de gordo imponente y que mira la fiesta desde arriba. No creo que la
indiecita se haya enamorado de él. Finalmente lo queman, como castigo, y eso da
por terminada la Chaya.
Yo paraba en un hotel de las
afueras de la pequeña ciudad de Villa Unión. Estaba realizando las excursiones
turísticas de rigor pero a veces también me largaba al senderismo y a lugares
poco conocidos e inesperados. Me había unido a un grupo de turistas europeos,
la gran mayoría eran alemanes y hablábamos (es una forma de decir) en inglés
para comunicarnos. También había en el grupo dos turistas francesas, sumamente
finas y muy amables. Yo solía hacer buenas migas con Evelyne pero ella estaba
junto a su amiga todo el día.
Hasta que un sábado les hablé de la Chaya.
Apenas se enteraron de la particularidad de
la fiesta ninguno quiso ir. Excepto Evelyne que hasta me rogó que la llevara “à
la partie”. Así que bueno, con algunas
dudas, resolví llevarla.
Era una noche cálida en Villa Unión.
Fuimos al club más agradable del pueblo,
evitando los patios y las plazas en las calles. Pensaba ingenuamente que allí
la fiesta sería más moderada. Nos sentamos a la mesa donde estaba nuestro guía
de turismo y su esposa. Pedimos vino torrontés y comimos empanadas.
Y luego comenzó la locura.
Alguien se acercó por detrás de Evelyne y
dejó caer algo así como un kilo de harina en su cabeza. Ella pegó un grito pero luego se calló. Creo
que no entendía bien lo que pasaba. Yo me levanté de la silla para ayudarla
pero una muchacha me tiró harina a la cara. Desesperado recurrí a una jarra de agua que se hallaba en la mesa
para despejarme la vista porque había quedado ciego y no veía nada. Al final opté
por arrojarme toda el agua a los ojos. Eso logró que pudiera ver de nuevo lo
que pasaba. Tomé de ambos brazos a Evelyne y como pude la saqué de allí.
Caminamos hasta la salida envueltos en una nube de harina. Yo le tapaba sus
ojos y agachaba mi cabeza mirando hacia abajo. Finalmente llegamos a la calle y
ella me abrazo. Se notaba que seguía sin entender lo que pasaba. Por suerte un
taxi nos sacó del lugar y nos llevó al hotel. Girando la cabeza miré lo que
dejábamos atrás y alcancé a ver centenares de personas arrojándose harina unos
contra otros mientras cantaban y bailaban.
Cuando llegamos preferí no entrar.
Nos
quedamos en unos jardines laterales y enseguida le quité a Evelyne la harina de
los ojos. Era un increíble y bello fantasma. Completamente blanca, temblando un poco. No estaba alegre, pero
tampoco enojada. Se alarmaba por su amiga Nicole
– Qui
va dire mon amie. – Repetía preocupada.
Evelyne no deseaba entrar en ese estado a la
habitación donde paraba. Entonces le ofrecí llevarla a la mía. Le expliqué lo
mejor que pude y la acerqué hasta la puerta. Y allí volví a repetirle: “Es mi
habitación” porque se le habían pegado otra vez los ojos y no veía nada. “Il est ma chambre”. Insistí chapurreando
en francés y ella asintió con la cabeza como dando a entender que entendía lo
que pasaba.
Una vez adentro le lavé los ojos con mucha
agua hasta que conseguí que recuperase la vista. Cuando se miró en el espejo y
vio su cabello enharinado se largó a
llorar desconsoladamente. Luego la ayudé
para que se duchara. Calculo que habrá estado por lo menos media hora lavándose
la cabeza. Enseguida se bañó otra media hora para quitarse la harina del cuerpo
y al final me llamó y le llevé una toalla.
–Los argentinos son todos locos. –dijo
marcando la erre de esa manera especial en que hablan los franceses
Entonces le acerqué una de mis camisas de
manga corta.
–Pero tú eres un verdadero caballero.
–insistió mientras me besaba.
Era finalmente el tiempo –pensé– de que los
hechos sucedieran de la forma que tuvieran que suceder. La noche se iba
haciendo larga en Villa Unión y resolví aceptar
al destino, tocara lo que tocara.
Al fin de cuentas, este tipo de cosas solo pasan
en La Rioja y en la Chaya.
©2016