lunes, 27 de febrero de 2017

Don Gregorio




Hoy estaba estacionado con mi automóvil en una sencilla calle de barrio de la Ciudad de Buenos Aires.  El sol caía detrás de mí, pero eso no impidió que llegara a ver por el espejo retrovisor  a un hombre parado en el medio de la calzada, allí donde una calle se cruza con la otra. Se hallaba de espaldas, cubierto por un abrigo y la verdad es que su actitud me desorientó un poco. Los coches avanzaron cuando el semáforo dio luz verde y todos lo fueron esquivando por el costado.  

Permanecí observando la escena porque no entendía muy bien que pasaba.

El hombre pareció darse cuenta de que se encontraba en una situación peligrosa e intentó caminar hasta la acera más cercana. Sin embargo, apenas dio el primer paso cayó de manera violenta contra el suelo. Su cabeza pegó en la vereda y el hombro en el cordón.

Por la forma en que cayó pensé que se había muerto.

Salí corriendo del auto para auxiliarlo y cuando llegué a su lado se  arrimaron otras tres o cuatro personas que también estaban cerca.  Un hilo de sangre caía de su frente y en la vereda había quedado el gorro y un audífono de esos que usan las personas que no oyen bien.  Un vecino aportó una silla y todos logramos sentarlo en la vereda.

Llamé al número de Emergencias desde mi celular y prometieron que la ambulancia llegaría lo más rápido posible.  Era un anciano de más de 80 años de edad. Tenía una pequeña bolsa plástica de un negocio de alimentos. Al parecer había comprado un litro de leche y dos pequeños panes en algún comercio cercano. Y allí estaba, con su historia y su humanidad a cuestas, no pudiendo expresarse y mirándonos como quien no entiende nada de lo que está pasando.     

Llegó la ambulancia y los médicos se lo llevaron.

Yo regresé a mi automóvil y me puse a pensar en la historia de aquel hombre.  ¿Qué habría sido de su vida y de su significado? ¿Cuántos hijos tuvo?  ¿Cuántas mujeres amó? ¿Cuántas quimeras guiaron sus pasos? ¿Cuántos sueños se cumplieron y cuántos no?  En fin, los interrogantes de siempre para cualquier persona.

Demasiadas preguntas para una vida atribulada como la mía.

Aquella noche dormí un sueño liviano en la penumbra del departamento donde vivía en soledad desde mi divorcio.  Un sueño extraño en el que la vigilia se mezclaba con la ensoñación y con  lo inexplicable y la incertidumbre reemplazaba  a la realidad más cruel y más amarga. Yo nadaba (en sueños por supuesto) en una especie de mar de recuerdos y de largas frases que me reiteraban, como al descuido, la palabra “Gregorio”.

Esa situación me confundió.

 Miré la hora en el despertador y noté que faltaban apenas unos pocos minutos para que sonara. Me levanté, me afeité mientras miraba casi sin ganas al espejo y reparé un café cargado y bien fuerte para beber y para que me espabilara un poco.

Entonces sonó el timbre de la puerta de mi casa.

–Es Gregorio  –pensé–  no puede ser otro.

Así que le abrí la puerta sin siquiera preguntar nada.

Gregorio entró y se sentó en una silla del comedor porque mi casa es muy pequeña y no tengo dónde recibir gente. Miró mi sencilla cama y la enorme discoteca y dijo con un cierto asombro:

– ¿A usted le gusta mucho la música, no?

No supe contestarle nada.  Le arrimé su gorra y el audífono y lo compuse de la mejor manera que pude.

–Soy Gregorio –dijo–  El hombre que usted auxilió ayer en la calle. Hace dos horas que he muerto y quise venir a visitarlo.

Y entonces, con toda dedicación, le serví el mismo café fuerte que había preparado para mí. Gregorio lo bebió con mucho  placer y luego comentó:

–He muerto muy viejo señor. Hace un par de semanas que cumplí 84 años. Usted sabrá que los años se me han pasado demasiado rápido;  casi sin que me diera cuenta y sin que lo hubiera notado. De joven era muy loco, demasiado insensato. Cometí muchos errores, me volqué hacia el juego y las emociones fuertes. Me enamoré de una mujer, que me dio dos hijos que luego se fueron por el mundo.  Y luego me enamoré también de otra, en fin, no quisiera abrumarlo con detalles.

– ¿Y qué hacía ayer en esa cuadra? – pregunté.

–Nada en especial, compraba las cosas de todos los días en los comercios del barrio, solo que el destino me estaba esperando en la esquina.

–Don Gregorio –le dije– tengo un poco de miedo, yo también me estoy viniendo grande.

– ¿No pensará que estoy en condiciones de darle una respuesta, no?  Sólo soy un  viejo que murió y que se va de viaje.

Entonces lo abracé como si estuviera abrazando a mi padre y el viejo se levantó y dejó el pocillo de café sobre el pequeño plato. Después se alejó hacia la puerta y dijo:

–Gracias por lo de ayer a la tarde.

 Caminó en la bruma y en la mañana de mi barrio y fue desapareciendo de mi vista poco a poco, hasta perderse en un horizonte incierto de niebla y de oscuridad desatada.

Y allí me quedé solo, mientras el viejo se alejaba.

No tengo mucho más que agregar.

Las cosas son como son y no cómo uno las supone.

Tan solo me dedico a solventar la soledad de mis años y cuando puedo lo hago a destajo. Todas las mañanas salgo de la manera que puedo, intentando evitar que los senderos de mi vida vayan siempre hacia abajo.

Y  luego, con una sonrisa forzada y con  los ojos un tanto cansados, me voy en silencio camino a mi trabajo.



©2017

miércoles, 22 de febrero de 2017

Across the Universe


Martín casi siempre me hablaba de cosas extrañas.

Por lo que en su momento pude entender, hacía mucho tiempo que lo acompañaba a todas partes un fantasma privado;  un demonio tan personal que tan sólo él veía.

Una vez, mientras escuchábamos Across The Universe en el bar del Vasquito me dijo que el fantasma estaba sentado a su lado. Era un alien al que llamaba “Nevado” y que le  proveía, por supuesto, la nieve.

Aquellos fueron años muy especiales y en cierto modo extraordinarios.

Los tiempos agitados del dinero y de las ambivalencias. Tenerlo todo y no tener nada. Aspirar la cocaína haciendo un tubo con un billete de cien dólares o quedarse dormido, al igual que un indigente,  en el banco de una plaza. Martín también lo entendía de ese modo. El poseía sus fantasmas personales pero yo, que tanto lo adoraba, no tenía de mi parte a ningún demonio.

Era simplemente un egoísta que aún acompañado se encontraba solo.

Martín resultaba el negativo de mi fotografía.

Yo necesitaba reflejarme en él para saber bien quién era y lo que estaba haciendo en este mundo.  Aunque  a mí me importaban algunas pocas cosas y a Martín, en el fondo, no le importaba nada.

Una tarde pasé con mi automóvil a verlo por la guardia del Hospital Durán. Tenía la presión arterial tan alta que no lo dejaban irse.  “Quiero irme, déjenme salir que yo no estoy preso”, le gritaba a la gente de la guardia hasta que al final los calmantes terminaron por hacerle efecto.

Un enfermero me dijo ése día que ninguno sabía bien por qué razón no murió.

El fantasma de la sobredosis lo acechaba más que sus demonios personales.

El año pasado estuve con él después de mucho tiempo sin vernos. Su pelo rubio tan claro estaba ahora bastante oscuro. Sin embargo, los conservaba estrictamente a todos y se burlaba de mi nostalgia por aquel pelo largo que tuve en el pasado.

Lo habían operado del corazón y al parecer la operación había sido exitosa.

Y hasta disfrutaba de las enfermeras que lo atendían y le cambiaban la ropa.

También me dijo que la anestesia había sido fabulosa. Se explayó acerca de sus variaciones de estado, de la última imagen que vio antes de que lo durmieran y de un cierto delirio místico en el que había atisbado algunas cosas.

– ¿Será de ése modo la muerte? –me preguntó.

Y la verdad es que no supe qué contestarle.

Hoy me acabo de enterar de que hace una semana que murió, justo en el día de cumplir cincuenta años. No suelo ir a ningún velorio pero en este caso lo hubiera hecho. Algunos conocidos me dijeron que lo enterraron con el mismo tipo de anteojos que usaba John Lennon en los tiempos en que escuchábamos Across The Universe en el bar del Vasquito.

En fin, hay muchos que dicen que cada existencia  es irrepetible y es única.

Lo cual no significa que la vida tenga sentido.

Y hoy que ya no lo tengo conmigo me he puesto  a escribir algunas líneas para exorcizar al hombre serio y formal que soy ahora.

Martín ha sido un gran amigo y hemos vivido juntos muchas historias.

El olvido, para mí, nunca ha sido una opción.

Nada me hace más libre que la memoria.


©Néstor

miércoles, 15 de febrero de 2017

Una mujer en la terraza


La muchacha que duerme bajo un cielo violeta
Es la misma que un día conocí en Mar del Plata
Y es la misma que ahora en la trama secreta
Descansa de este encuentro soñador y pirata.

La muchacha es también una mujer serena
Que me encontró de golpe en la calle Laprida
Ella me vio en el bar donde olvido las penas
Porque andaba buscando sanar alguna herida.

Esa muchacha extraña de mis años pasados
Es hoy una mujer que vuelve de las cosas
Está algo más delgada, con los ojos cansados
Pero aún se conserva, distinguida y hermosa.

Fue mi novia en un tiempo de sol y algarabía
Antes de que en la patria comenzara la guerra
Cuando todo giraba en torno a ideologías
Y cuando el propio Dios visitaba la tierra.

Fuimos locos y bellos en la era del beso
Un poco descarriados, insomnes e infinitos.
Fuimos algo compinches, convictos y confesos
Pero nos separamos por un hecho fortuito.

Hoy está junto a mí, durmiendo en la terraza
La muchacha que un día conocí en Mar del Plata
Y es la misma que ahora en la trama secreta
Descansa de este encuentro soñador y pirata.


©2017




viernes, 10 de febrero de 2017

Annabel


En verdad, Lolita no pudo existir para mí si un verano no hubiese amado a otra...
VLADIMIR NABOKOV
Lolita.


              En el verano de 1982 yo era un hombre joven que trabajaba para una empresa multinacional de productos de limpieza y también de  cuidado corporal. Viajaba bastante seguido al interior del país con mi Renault 12. Me sentía libre e independiente, ganaba un buen sueldo y vivía en un pequeño departamento del Barrio Norte de la ciudad de Buenos Aires. Mis relaciones con las mujeres duraban, a lo sumo, un par de meses. No por ninguna razón de cinismo sino porque de alguna manera sentía que ese tipo de conducta resultaba  natural en mi persona.
                Hasta que una cálida tarde de Enero conocí a Annabel.
                Fue en la ciudad de Reconquista, en el ardiente norte de Santa Fe.  Recorriendo su plaza central pude conseguir un hotel antiguo pero digno y allí me alojé. Pensaba permanecer unos dos días en la ciudad ya que con eso resultaba suficiente para mi propósito comercial pero luego la realidad (o el destino) se encargó de modificar mis planes.
El hotel disponía de un comedor lateral. Una especie de fonda muy antigua y con enormes y pesadas mesas de madera acaso centenarias. El piso era de parquet, un entarimado de madera no demasiado lustrosa pero presentable y disponía de una bodega importante. 
               Desde el techo colgaban algo así como una docena de jamones.
               Cuando bajé a cenar me sorprendió la importante concurrencia.  Quedaban muy pocos lugares para sentarse. Por suerte una familia muy amable me invitó a su mesa. El murmullo era bastante alto por el gentío y desde unos viejos altoparlantes sonaba música folklórica.
               Entonces la vi.
              Estaba parada cerca del mostrador principal y dirigía su mirada al salón con una expresión natural, austera y algo lejana. Enseguida me di cuenta que no era parte de la concurrencia ya que en ningún momento la vi sentada. Y casi me quedé sin habla. Era tan, pero tan hermosa que no podía dejar de mirarla. Su pelo lacio de color rubio, algo oscuro y sus grandes ojos negros perturbaron mi alma.
            Debo decir que su verdadero nombre no era en realidad Annabel.
Así la he nombrado, tan solo para este relato y por razones personales y literarias.
Tenía diecisiete gloriosos años y realmente los aparentaba. Era de hombros perfectos y de figura delgada. Su aparición en mi vida fue tan extraordinaria que ni  yo mismo sabía lo que me pasaba. Así que me quedé en Reconquista por un par de semanas.
Le llevaba diez años y estaba encandilado y nada me importaba.
Después de insistir varias veces al final logré invitarla. Fuimos en mi automóvil hasta la ribera del río Paraná y terminamos a los besos y luego a un hotel alojamiento que se hallaba sobre la ruta 11. Enseguida le dije que estaba loco por ella y que no se me cruzaba por la cabeza dejarla.
Pero Annabel era mucho más sensata. Y además era dulce, y serena y soñada. Con mucha ternura me dijo que eso resultaba imposible. Sus padres eran terratenientes de la zona y en el mes de Marzo, ni bien terminara el verano, la enviarían a estudiar abogacía a la Universidad Nacional de Asunción. Era gente de ascendencia paraguaya.
Aquello fue devastador para mí.  Me quedé con Annabel varios días más pero la realidad finalmente terminó por imponerse. Yo le di mi número de teléfono y le pedí, le imploré que me llamara. También le apunté la dirección de mi casa para que me mandara cartas. Y luego regresé a Buenos Aires.
A partir de aquel viaje mi vida cambió absolutamente. Tenía que enfrentarme con el hecho de no tenerla y me volqué hacia mi interior por completo. Viajaba mucho para la multinacional y ninguna otra cosa me importaba. Pero los meses pasaron y no recibí ni un llamado ni una carta. Hasta que en pleno invierno la empresa me envió de nuevo al norte de Santa Fe. Cuando estuve en Reconquista me alojé en el mismo hotel y bajé a cenar a la misma fonda donde la había conocido el verano pasado. Sentí una fuerte sensación de nostalgia y ni bien pude le pregunté al mozo por ella.
–Annabel murió en Asunción el mes pasado. –dijo– Pobrecita, la mató una enfermedad desconocida, volaba de fiebre y no pudieron salvarla.
En ese momento algo me estrujó la garganta. Una especie de mano oscura y sombría que pensé que me asfixiaba. Le dije al mozo que lo sentía y luego me retiré a la habitación para llorarla. Al otro día regresé a Buenos Aires.
Debieron pasar varios meses para que lograra salir del encierro del interior de mi alma. Pero más tarde el duelo pasó e intenté seguir viviendo. Un buen día conocí a otra mujer de la que me enamoré y que luego fue mi esposa y la madre de mis hijos.
Aunque siempre he pensado que si en aquel verano  ardiente no hubiera conocido a Annabel jamás me habría enamorado. Y hoy, que las décadas han pasado, ella es como una luz extraña y distante en mi memoria. Una especie de estrella que a medida que pasa el tiempo se va volviendo más chiquita y más lejana.