Cuando se tiene
un amigo, se tiene un hermano.
Así
me dijiste aquel día al salir del estadio.
La multitud acompañaba nuestros pasos y la tarde era tan diáfana como la
luna del barrio. Había, además, una cierta oquedad en el paisaje. El estadio y las
calles se iban quedando vacíos y el empedrado de la ciudad de Avellaneda
brillaba debajo de la suela de nuestros zapatos.
Nada
te amedrentaba Ricardo, ni siquiera lo cursi y trillada que fuera una frase.
–Un
amigo es un hermano que se elige. –repetías.
Y
todo resultaba casual entre nosotros.
Éramos vecinos y habíamos nacido el mismo día, del mismo año. Simpatizantes del
mismo club de fútbol, vivíamos en la misma cuadra y habíamos sido compañeros de
banco en la escuela primaria.
Aunque
aquel día, al salir del estadio, los dos contábamos ya con veinte años.
Y
la sombra de Martha nos acechaba.
Yo
la conocí en el baile de la primavera del año 74. En los bosques del Parque Pereyra Iraola. Ella era tierna y a la vez sensual, de nariz
respingada y de flequillo rubio y lacio. Bailaba las canciones de Los Beatles
haciendo ondular su minifalda. Y era tan bella que a veces al mirarla, lastimaba.
Una
tarde le hablé a Ricardo de Martha en el jardín delantero de mi casa.
Los dos
bebiendo a la vera del rosal mayor una cerveza que con los años iba a tornarse
legendaria. El jardín era amplio y muy cuidado por mi madre. Lo rodeaba un
cerco de ligustrina que nos guardaba de
las miradas indiscretas de los que pasaban. En el centro, el camino de baldosas
lo separaba en dos partes bien diferenciadas. De un costado, los rosales y del
otro los jazmines de Francia.
Una
noche de Carnaval, sin embargo, tuvimos una fuerte discusión con Martha y
terminamos separados. Yo acabé bebiendo en una de las mesas del club y ella se
la pasó bailando con Ricardo toda la noche. Ya de madrugada, volvimos juntos
caminando hasta casa y casi sin decir palabra. Y en mi caso personal, estaba
medio borracho y tenía un fuerte dolor en el alma.
Ricardo
me dijo:
–
¿No te importa si salgo con ella?
–No
–Le contesté- para nada.
Y
así comenzó a pasar el tiempo en aquel Buenos Aires de rock y militancia.
Ricardo
fue sorteado para el Servicio Militar y le tocó hacerlo en la Marina. Dos años
rigurosos de milicia y además, en la distancia. Yo me salvé por número bajo
pero a él lo enviaron a Puerto Belgrano, en las afueras de Bahía Blanca.
Nos despedimos
una tarde en la Estación Constitución. Ricardo partía en aquel tren y yo me
quedaba en el barrio, que es como quedarse en la patria. El convoy comenzó
finalmente a moverse y entonces nos dimos un abrazo. Y desde el estribo del
último vagón me gritó:
– ¡Cuidala
mucho por favor! ¡Cuida mucho de Martha!
Hasta que su
figura fue haciéndose pequeña en la distancia.
Lo que pasó
después no tiene demasiada explicación.
Me reencontré
con Martha una tarde de domingo a la salida del cine. Yo estaba saliendo y ella entraba. Fue en el
Cuyo del barrio de Boedo, cuando reestrenaron Submarino Amarillo de Los
Beatles.
Me causó tanto
impacto volver a verla que tomé un café en el bar de la esquina y me dispuse a
esperarla hasta que terminara la función. Cuando salió, acompañada por una
amiga, me miró con sorpresa entre la multitud que colmaba la antesala del cine.
– ¿Qué estás
haciendo acá? –preguntó.
–Vine a
cuidarte. –le dije.
Entonces llevó
a su amiga hacia un costado, le comentó algo al oído y la amiga se fue y nos
dejó solos entre la gente.
–Mis viejos
viajaron a Europa –murmuró– vamos a casa.
Y yo le dije
que sí, sin la menor duda, sin el menor remordimiento, sin la menor vergüenza y
cargando sobre mis espaldas el futuro peso del arrepentimiento.
Es que Martha era
tan bella y los dos éramos tan jóvenes que luego los años me enseñaron que jamás hubiera podido hacer otra cosa.
Ricardo regresó
cuatro meses después. Era infante de
marina y siempre andaba entrenando. Ni bien se enteró, Martha decidió pasar
unos días en el campo para no encontrarlo.
A mí me tocó la dolorosa tarea de la simulación. Nos vimos en un bar de
la calle principal y me preguntó por ella.
–No sé dónde
está. –Le dije– Hace rato que no la veo.
–Le escribí
varias cartas –agregó– y no me contestó ninguna.
Después nos
separamos y ya no volvimos a encontrarnos durante casi un año. Ricardo
regresaba un par de veces por semestre y yo siempre lo evitaba. Martha
finalmente viajó al exterior junto a sus padres a instalarse en Europa y a Ricardo lo dieron de baja justo en la
semana de su cumpleaños.
Nos vimos en
uno de esos bares que a los dos tanto nos gustaban. No solo era su cumpleaños
sino también el mío y la verdad es que lo noté muy cambiado. Más serio, más
aplomado. Dos años de milicia cambian a cualquier persona.
Charlamos un
largo rato acerca de la vida y de las cosas que nos habían pasado. También
acerca del rumbo divergente que iba tomando nuestra existencia. Yo pronto
viajaba a Nueva York y el iba a comenzar a trabajar en el negocio del padre.
Nos dimos un
abrazo en la puerta del bar y Ricardo, con una mirada extraña, me dijo:
– Cuando se
tiene un amigo, se tiene un hermano.
Y les juro que nunca pude descifrar ni el tono ni la
intención de sus palabras.
He pasado la
vida sin saberlo y tampoco quise averiguarlo.
Y hoy que han transcurrido
tantos años a veces me pongo a recordarlo con un cierto recato. En especial
cuando íbamos a la cancha y cuando al salir del estadio las calles se iban
quedando vacías y el empedrado de la ciudad de Avellaneda brillaba debajo de la
suela de nuestros zapatos.
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