martes, 23 de octubre de 2018

La muerte no es otra cosa que un mito


             Hace un cierto tiempo me visitó Cesare Pavese.
             Era una hora bastante extraña, cerca de las dos de la mañana.
Yo estaba sentado en el patio de mi casa y bebiendo el sorbo de un whisky sin hielo cuando escuché el timbre en la punta del pasillo.
El escritor piamontés se anunció con una voz ajada detrás de la puerta y entonces yo le franqueé  la entrada. La verdad es que a mí me costaba entender lo que pasaba. Pavese llegó, como siempre,  vestido con uno de sus impermeables grises y con los anteojos puestos y tenía también el pelo algo alborotado.
A mí me sorprendió mucho verlo. No siempre a uno lo visita Cesare Pavese.
Se sentó junto a mí en uno de los sillones de junco y aceptó enseguida beber conmigo.
-No pensaba. – dijo – que en Buenos Aires hacía tanto frío en invierno. La imaginaba  como una ciudad más benévola. Pero se ve que mi fuerte no es la geografía.
-Este es un país contradictorio hasta en el clima –contesté–. Tal vez debió conocerlo antes, como millones de sus compatriotas. Y no sé si usted sabe, Pavese, que Argentina es como una hija de Italia.
-Linda madre han elegido...- dijo llevándose el vaso a la boca.
Y después empezó a sonreír por su propia ironía.
Yo lo traté de usted, tal como correspondía, pero llamarlo por el apellido tal vez me pareció un exceso.
             -No sé si  conoce – me dijo por lo bajo– que  siempre he considerado que el ser humano es, de cualquier modo, un exiliado en la tierra. Así que, cuando alguien emigra, simplemente se traslada de un lugar a otro y nada más. Todos somos exiliados, no importa en qué lugar del mundo nos encontremos. Abandonar el entorno físico y cultural supone un desgarramiento, eso es verdad, pero sólo a nivel de las cosas del mundo. Desde un punto de vista existencial somos todos exiliados en la tierra.
              Aquella frase me dejó pensativo y estuve un rato sin contestarle.
             -Me gusta mucho su libro El Oficio de Vivir –dije–. Hasta he llegado a hacerle algunas relecturas. Pienso que su visión de la vida en general es parecida a la mía. Bastante escéptica, acaso, y condescendiente con el comportamiento de la gente. Ahora existe la Internet –agregué– y  circula mucho su poema más famoso. Ese de “...vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Pero yo, sin embargo, sigo prefiriendo su prosa.
            El italiano me escuchó con atención y se explayó luego acerca de algunos de sus temas preferidos. Habló de la infancia, de la muerte y del exilio. Hizo muchos comentarios de su niñez en Santo Stéfano Belbo y también habló de la traición de una mujer y del fascismo.
            Y yo lo escuché con mucho interés porque en aquel tiempo en que recibí su visita deseaba ser escritor (y si era posible deseaba -ingenuamente- ser un escritor famoso).
            Ya casi de madrugada le ofrecí el penúltimo whisky y Pavese aceptó.
           –Solamente el agua se deja de beber cuando se acaba la sed. –dijo.
           Luego lo tomó de un solo trago y se levantó del sillón con la intención de marcharse.
           Después lo acompañé hasta la puerta de entrada con una cierta ternura y le estreché las manos.
           –Gracias por venirme a visitar –dije.
           –Es una concesión. –contestó– que se nos da de tanto en tanto.
           – ¿Usted sabe que está muerto; no es cierto Pavese?
           –Por supuesto –dijo–. No se olvide que me he suicidado. Aunque ahora, sin embargo, quiero decirle algo antes de irme. Y quiero también que lo tome de una manera estricta: La muerte no es otra cosa que un mito.
           Aquello me desconcertó.
           – ¿Un mito? –pregunté.
           –Así es. –contestó.
           –"E un mito e sempre simbolico” –agregó luego en italiano.
           Después se retiró y se fue caminando despacio por la vereda de la avenida Castañares. Yo regresé a sentarme en el patio al amparo del rocío y a protegerme del frío.
           Todo estaba en orden para mí.
           La noche insistía en no terminar y algunos pájaros extraños volaban en la oscura dirección del río.



©2018

martes, 16 de octubre de 2018

El local de la calle Brandsen



Cuando promediaba la década de 1980 el licenciado y antropólogo Robert Chasing  daba clases de historia en un local de la calle Brandsen. El lugar no era demasiado amplio pero contaba con un patio y una habitación en el fondo.
Chasing era considerado como un hombre un tanto extravagante para el barrio. Usaba el pelo largo, bigotes delgados y pequeños anteojos. Y  aunque se vestía de manera normal  su aspecto recordaba, en el imaginario colectivo,  al de algunas décadas anteriores.
En su habitación del fondo disponía de manera desordenada, de una biblioteca de miles de ejemplares y de un telescopio que ciertas noches sacaba a la terraza. Apenas le quedaba lugar para una cama y un ropero donde guardaba su escasa ropa.
Robert Chasing dominaba y conocía varios idiomas antiguos, entre ellos el latín, el armenio y el griego clásico. Sus alumnos eran, en general, estudiantes secundarios pero por las noches recibía un grupo muy especial al que él llamaba Los Tres Hermanos.  El escribano armenio Alex Agopián y los gemelos, Néstor y Roberto Lavinio.  El primero era un filólogo apasionado y los restantes viajeros frecuentes y empleados en la Aerolíneas estatal desde su más temprana juventud.  Agopián reunía un enorme conocimiento del idioma natal y sus dialectos y los hermanos Lavinio habían recorrido gran parte del mundo, incluidos aquellos territorios que atraían fuertemente a Chasing.
Todo había comenzado en la noche de un año atrás cuando Chasing, leyendo en armenio la parábola del sembrador, notó que la frase Այդ օրը, Յիսուս դուրս է եկել տնից եւ նստեց ծովը podía superponerse y cambiar de significado mediante el uso del adverbio երբեւէ. También comprobó que combinando algunos términos particulares las oraciones adquirían otro tipo de sentido. Aquello lo conmovió profundamente. Y a partir de ese día comenzó a adentrarse en la interpretación de los textos.
Chasing sabía que la originalidad de las enseñanzas de հիսուս (Jesús) radicaba en la insistencia en el amor al enemigo así como en su relación muy estrecha con Dios a quien llamaba en arameo con la expresión familiar Abba (Padre).  Consideraba también que ni Marcos ni Mateo habían transmitido con exactitud el mensaje de la existencia de ese Dios que andaba en busca de  los oprimidos y los marginados.
Hablaba a veces de estos temas con el sacerdote a cargo de la Iglesia de Santa Felicitas  que quedaba a pocas cuadras de su local. Y el cura casi siempre lo remitía a los Evangelios. “Allí está todo”, le decía. Pero Chasing estaba seguro de que había algo más en la historia y que ese algo aún no había sido contado.
Sustentaba su teoría en las conocidas afirmaciones de muchos estudiosos de los años en blanco de հիսուս (Jesús), de los cuales no dicen nada los Evangelios y que alcanzan a dieciocho años de su vida. En general es aceptado que viajó a la India y que en el camino estuvo viviendo en algunos pueblos de Armenia pero la doctrina oficial de la Iglesia siempre se negó a aceptarlo.
Agopián pasaba muchas noches junto a Chasing reinterpretando los textos en armenio que los hermanos Lavinio le traían de sus viajes. Eran arduas sesiones de estudio de algunos ejemplares que no consignaban nota editorial y que Roberto Lavinio había conseguido en las afueras de Ereván, la capital de Armenia.
En el barrio circulaban rumores respecto de las actividades del grupo y algunos grupos reaccionarios comenzaron a hostigarlos y a pintar consignas en las puertas del local y a veces le arrojaban bombas de alquitrán contra las paredes.
Una mañana encontraron, para su sorpresa,  cierto pequeño ataúd con alfileres pinchados, en cuyo interior había tierra, sal y velas negras y rojas. Chasing omitió el temor y las preocupaciones porque consideraba que ese tipo de gente ya no se encontraba en condiciones de mandar a la hoguera a nadie. En ese momento no lo sabía pero estaba muy equivocado.
                                                                        

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Néstor Lavinio regresó un día de un viaje a Oriente y trajo consigo un libro inesperado. Tres meses después Chasing y el grupo comprendió que estaba en condiciones de anunciar al mundo la noticia más increíble de los últimos dos mil años. Sin embargo, por un cierto tiempo dudaron en hacerlo.
–Hay que andar con cuidado con estas cosas. –dijo Roberto– Van a crucificarnos.
–Tenemos las pruebas. –contestó su hermano.
Fueron semanas de incertidumbre y de toma de decisiones pero luego los hechos se precipitaron. Néstor Lavinio regresó a Armenia y visitó, no solo las afueras de Ereván, sino también algunos poblados donde հիսուս (Jesús) pudo haber estado. Lugares cercanos a la frontera con Azerbaiyán y tan exóticos para un occidental como sus propios nombres: Jermik, Shatin, Azatek y Sevarea.
Luego Néstor desapareció y el grupo estuvo más de una semana sin recibir noticias suyas. El filólogo Alex Agopián decidió entonces viajar y encontrarlo. Llevaba consigo la carga genética de sus ancestros y el increíble conocimiento de idiomas.
Robert Chasing comenzó a preocuparse.
Se reunía todas las noches con Roberto Lavinio intentando continuar clasificando materiales, mantener todo ordenado y empezar  a redactar un libro donde poder dejar constancia de los importantes hallazgos realizados.
Sin embargo, Alex Agopián también dejó de llamar y la preocupación entonces se tornó en alarma. Juntos fueron a denunciar la desaparición a la cancillería y luego de varias semanas lo encontraron.
Alex Agopián estaba internado en un sanatorio psiquiátrico de Ereván y aparentemente había perdido la razón. 
A Néstor Lavinio nunca pudieron hallarlo.
Una oscura sombra se abatía sobre el local de la calle Brandsen.
Robert Chasing comprendió que era la hora de informar la verdad y comenzó a llamar a los medios periodísticos más importantes del país. Los fue citando a todos para el día lunes pero fue un intento que nunca pudo llevar a cabo. Manos desconocidas incendiaron su propiedad y lo mataron. Terminó tirado en la vereda tratando de escribir con su propia sangre algún símbolo desconocido en la pared del local pero no pudo lograrlo.
De Roberto Lavinio no se supo nada más.
Algunos afirman que se retiró a algún lugar secreto del mundo donde no pudieran encontrarlo. Otros dicen que no soportó ser el único conocedor de la verdad y que se convirtió en poeta en el anonimato. Y también hay quienes comentan  por lo bajo que fue un traidor a su grupo y que por eso se mantiene vivo en algún sitio alejado.
Un par de años después se levantó en el lugar la traza de una nueva autopista. Decenas de bloques de manzanas fueron tiradas abajo. Y junto con ellas demolieron el local de la calle Brandsen.
La gente común siguió con su existencia  y sus afanes.
Las cosas volvieron a ser como fueron siempre. Y miles de automóviles comenzaron a pasar por el  lugar.  Todo volvió a ser cierto y cotidiano y la ciudad y la vida continuaron su curso normal.
Ya no quedaron rastros del sueño que un día reuniera a Robert Chasing y a los Tres Hermanos.  Ninguno se volcó en el barrio a la interpretación de antiguos textos. Nadie soñó con grandes revelaciones ni con reescribir la historia. No hubo quien que se ocupara de esas cosas y entonces todo el mundo comenzó poco a poco a olvidarlos.


                                                          
                                                                                                                             ©2018 

lunes, 8 de octubre de 2018

Don Casanova


     Hace unos 20 años atrás solía veranear con mi familia en Villa Gesell.
                En general nos quedábamos un mes entero allí y casi siempre lo hacíamos durante el soleado  transcurso de Enero. Por ese entonces se solía llamar a Enero como el mes de los abogados y de los psicólogos aunque para mí era el mejor de todos.
                La mayoría de la gente, no obstante,  prefería Febrero porque casi siempre era el mes de los Carnavales y había mucha más acción y diversión en toda la costa.
                Llegábamos en los últimos días de Diciembre y recién regresábamos a la tarde del 31 de Enero junto a toda la marejada de turistas. Lo hacíamos a conciencia y lo único que buscábamos era quedarnos en Gesell la mayor cantidad de tiempo posible.
               Mi esposa y mi hija iban desde temprano a la playa y yo acostumbraba a preparar la comida y a hacer las compras por la mañana. Nunca me ha gustado demasiado el sol y tan solo iba a la playa por la tarde como para cumplir con el ritual de cualquier turista.
                Aquella rutina me dejaba libres un par de horas que siempre utilizaba para ir a beber algunas copas y jugar a las cartas en el bar de doña Herminia, que estaba en el paseo 105 o acaso en el 106, la verdad es que no estoy seguro. A veces la memoria me juega un mal rato y se me confunden los números de las calles de Gesell.
Ese bar de doña Herminia era una verdadera pulpería, aunque no concurrían gauchos, porque no existían, sino gente del lugar, ajenos a los turistas que llegaban de visita.
              En aquellos tiempos fue que conocí a don Casanova.
              Era el típico paisano del campo argentino. Hombre del sur y de la pampa, atildado, cálido y a veces distante pero siempre correcto. Usaba un sombrero de ala angosta y unos sencillos bigotes blanqueados por las canas. Por alguna razón que desconozco, o  que sencillamente se debe al destino, comenzamos a jugar juntos al Truco. Lo hacíamos casi siempre frente a diferentes contrincantes y también por una razón que desconozco ganábamos siempre.           
Aquellos triunfos continuos hicieron  que forjáramos una relación muy especial, que si bien no llegaba a la amistad, se aproximaba mucho a eso.
              El era un paisano del campo de 70 y yo un hombre de la ciudad de 40 y sin embargo todo estaba bien entre nosotros. A mí me gustaba preguntarle acerca de algunas historias de su vida pasada en los pagos del Quequén o en Lobería pero él era siempre muy parco al respecto. Una vez, durante una partida le dije. “don Casanova, tómese una ginebra” y entonces me contestó. “No, gracias, yo la cura de giniebra ya me la hice”.
              Y así estuvimos cada verano durante unos cinco años. Era una relación de mucho afecto, aunque jamás llegamos a tutearnos.
              Yo arribaba a Gesell, me instalaba en la casa y al otro día me iba al bar de doña Herminia para iniciar la rutina de los años anteriores. Entonces lo veía a don Casanova y él me saludaba con una reiterada frase.”¿Cómo anda el porteño? para mí es un gusto verlo” Y yo lo abrazaba (aunque de forma leve) ya que don Casanova era un hombre de costumbres moderadas y no le gustaban mucho los excesos.
              Una vez me pidió que le enseñe a jugar al Dominó y aquello me causó algo de asombro. Luego comprendí que por las tardes -cuando yo estaba en la playa- se jugaba al Dominó en el bar por bastante dinero y el deseaba intervenir en las jugadas. Para mí fue un honor enorme que don Casanova me pidiera eso. Era una forma de sellar, de manera tácita, el vínculo de afecto que nos unía en aquel tiempo. Pero tuve una sorpresa más. El sencillo paisano del campo argentino, no solo aprendió a jugar al Dominó, sino que adquirió una destreza extraordinaria. Y siempre elaboraba la estrategia adecuada y muchas veces ganaba.
             Un año, finalmente, regresé a Villa Gesell al bar de doña Herminia. Pregunté por él y me dijeron que había muerto de una neumonía el invierno anterior.
             No creo que esta afirmación pueda sorprender a nadie.
             Lo cierto es que en ese momento sentí una fuerte contradicción en mi alma. La misma que suele provocar la muerte en cualquier persona. Por un lado la certeza de que esta es la ley de la vida y que debe cumplirse y por el otro lado la angustia y la desolación de saber que ya no veremos más a la persona que hemos amado. Entonces pregunté donde estaba enterrado y me dijeron que su tumba se hallaba en el Cementerio Municipal de Villa Gesell.
Y allí fui con un pequeño ramo de flores y le dije “Querido Viejo, el porteño ha venido a despedirse. Usted ha sido un amigo de gran felicidad para mí y espero verlo algún día si Dios así lo dispone” y entonces dejé los jazmines sobre la tierra apisonada.
               Aquí termina la historia de don Casanova, un hombre del campo argentino, sin grandes estridencias pero escrita con el alma.
Una historia que es un homenaje al futuro pero a través de las cosas que han sucedido en el pasado. Emotiva y sencilla tal vez, pero no tengan dudas que ha sido escrita de la manera en que a don Casanova le hubiera gustado.


©2018