Hace un
cierto tiempo me visitó Cesare Pavese.
Era una
hora bastante extraña, cerca de las dos de la mañana.
Yo estaba sentado en el patio de mi
casa y bebiendo el sorbo de un whisky sin hielo cuando escuché el timbre en la
punta del pasillo.
El escritor piamontés se anunció con
una voz ajada detrás de la puerta y entonces yo le franqueé la entrada. La verdad es que a mí me costaba
entender lo que pasaba. Pavese llegó, como siempre, vestido con uno de sus impermeables grises y
con los anteojos puestos y tenía también el pelo algo alborotado.
A mí me sorprendió mucho verlo. No
siempre a uno lo visita Cesare Pavese.
Se sentó junto a mí en uno de los
sillones de junco y aceptó enseguida beber conmigo.
-No pensaba. – dijo – que en Buenos
Aires hacía tanto frío en invierno. La imaginaba como una ciudad más benévola. Pero se ve que
mi fuerte no es la geografía.
-Este es un país contradictorio hasta
en el clima –contesté–. Tal vez debió conocerlo antes, como millones de sus
compatriotas. Y no sé si usted sabe, Pavese, que Argentina es como una hija de
Italia.
-Linda madre han elegido...- dijo
llevándose el vaso a la boca.
Y después empezó a sonreír por su
propia ironía.
Yo lo traté de usted, tal como
correspondía, pero llamarlo por el apellido tal vez me pareció un exceso.
-No sé si conoce – me dijo por lo bajo– que siempre he considerado que el ser humano es,
de cualquier modo, un exiliado en la tierra. Así que, cuando alguien emigra,
simplemente se traslada de un lugar a otro y nada más. Todos somos exiliados,
no importa en qué lugar del mundo nos encontremos. Abandonar el entorno físico
y cultural supone un desgarramiento, eso es verdad, pero sólo a nivel de las
cosas del mundo. Desde un punto de vista existencial somos todos exiliados en
la tierra.
Aquella frase me dejó pensativo y
estuve un rato sin contestarle.
-Me gusta mucho su libro El Oficio de
Vivir –dije–. Hasta he llegado a hacerle algunas relecturas. Pienso que su
visión de la vida en general es parecida a la mía. Bastante escéptica, acaso, y
condescendiente con el comportamiento de la gente. Ahora existe la Internet
–agregué– y circula mucho su poema más
famoso. Ese de “...vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Pero yo, sin
embargo, sigo prefiriendo su prosa.
El italiano me escuchó con atención y
se explayó luego acerca de algunos de sus temas preferidos. Habló de la
infancia, de la muerte y del exilio. Hizo muchos comentarios de su niñez en
Santo Stéfano Belbo y también habló de la traición de una mujer y del fascismo.
Y yo lo escuché con mucho interés
porque en aquel tiempo en que recibí su visita deseaba ser escritor (y si era
posible deseaba -ingenuamente- ser un escritor famoso).
Ya casi de madrugada le ofrecí el
penúltimo whisky y Pavese aceptó.
–Solamente el agua se deja de beber
cuando se acaba la sed. –dijo.
Luego lo tomó de un solo trago y se
levantó del sillón con la intención de marcharse.
Después lo acompañé hasta la puerta
de entrada con una cierta ternura y le estreché las manos.
–Gracias por venirme a visitar –dije.
–Es una concesión. –contestó– que se
nos da de tanto en tanto.
– ¿Usted sabe que está muerto; no es
cierto Pavese?
–Por supuesto –dijo–. No se olvide
que me he suicidado. Aunque ahora, sin embargo, quiero decirle algo antes de
irme. Y quiero también que lo tome de una manera estricta: La muerte no es
otra cosa que un mito.
Aquello me desconcertó.
– ¿Un mito? –pregunté.
–Así es. –contestó.
–"E un mito e sempre simbolico”
–agregó luego en italiano.
Después se retiró y se fue caminando
despacio por la vereda de la avenida Castañares. Yo regresé a sentarme en el
patio al amparo del rocío y a protegerme del frío.
Todo estaba en orden para mí.
La noche insistía en no terminar y
algunos pájaros extraños volaban en la oscura dirección del río.
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