jueves, 20 de abril de 2017

Galtieri y Gardel


El día que el gobierno de Galtieri decidió invadir las Islas Malvinas yo estaba caminando por Primera Junta. El tipo habló con énfasis patriótico por radio y televisión y la gente saltó a las calles embargada por la euforia. El sol, clavado en el cielo de la bandera argentina decoraba su imagen en la pantalla del televisor, aunque a mí lo único que me dio fue una fuerte depresión. Entré enseguida a un bar muy sórdido que estaba ubicado en la misma vereda del Mercado del Progreso. Allí pedí una ginebra en el mostrador y luego de un tiempo se colocó a mi lado un hombre bastante viejo que pidió lo mismo que yo. Flotando sobre las cosas del bar y del otro lado de la barra un gallego nos miraba con desgano.

El hombre que se sentó junto a mí tenía todo el pelo canoso. Vestía con un viejo sobretodo gris y mordía entre los dientes los restos de un cigarro apagado. Tenía los ojos algo opacos y la  cara surcada por arrugas incontables y profundas.

Entonces me contó una historia que siempre suelo recordar.

–Nací con el siglo - dijo - en el 1901. En el mismo día en que murió Giuseppe Verdi se me dio por nacer a mí. Siempre fui un muchacho muy sociable. Me agradaba concurrir desde afuera a las fiestas de los ricos porque yo siempre escapé de las reuniones pobres de mi barrio, ésas  donde el cantor de la orquesta desafinaba hasta en la última nota del tango. Prefería lugares finos como el Palais de Glace y muchas veces vi arribar allí a Carlos Gardel. Llegaba casi oculto en el extremo detrás de la cabina de un carruaje. Aunque el jamás bajaba. Al contrario, se tiraba siempre hacia atrás para que nadie lo viera. La que bajaba era una joven rubia, de ascendencia italiana, llamada Giovanna Ritana. Recuerdo siempre su pelo brillante y luminoso y sus alhajas. Era hermosa de verdad.

–Mire que bien  –dije–. Así que usted conoció a Gardel.

Y lo dije mientras miraba la imagen de Galtieri en el televisor del bar.

–Si señor –replicó–. Aunque aquella noche, sin embargo, hubiera preferido no haberlo conocido. Dos hombres ocultos detrás de un árbol dispararon a mansalva contra el carruaje y luego salieron huyendo amparados en la sombra del lugar. Después fue el ruido del galope de los caballos que escapaban.  Giovanna salió corriendo hacia la puerta del local y algunas personas se acercaron al coche. Entonces vi que bajaban a Gardel sosteniéndolo por debajo de los brazos. Me acerqué guiado por el asombro y pude distinguir una gran mancha de sangre en el finísimo saco gris del zorzal criollo. La gente que lo ayudó lo fue acostando de a poco en el suelo y algunos minutos mas tarde llegó un carro ambulancia y se lo llevaron. Yo me subí luego a un soporte que se hallaba al costado del pescante y lo fui acompañando en aquel viaje que al final terminó en el hospital Rivadavia. Estuve allí hasta la madrugada, justo cuando una enfermera me indicó que Carlitos estaba fuera de peligro. Entonces me quedé tranquilo y me fui.

–Así que usted fue testigo –dije– de un episodio que hoy es legendario.

–Así es. Aunque a veces la gente no me cree demasiado.  –Quiero decirle, no obstante, que luego los años pasaron y que hasta el mismo Cadícamo nombra a aquella mujer en la letra de su tango "Chantecler", cuando dice: "...se acercaba siempre Madama Ritana cubierta de alhajas, bebiendo champagne..."

– ¿Y con Gardel que pasó? –pregunté.

–Enseguida se recuperó –dijo– y vivió hasta el resto de sus días con la bala alojada al costado del tórax.

Dicho lo cual terminó su ginebra y se alejó del bar.

Yo me quedé solo en la barra después de que Galtieri terminara de hablar. Más tarde pedí una penúltima ginebra con la intención de marearme un poco sin llegar a emborracharme del todo. Y al final también me fui del bar. Era una especie de sombra que caminaba por las oscuras calles de Primera Junta rumbo a mi casa


                                                                                                                    ©2017

miércoles, 12 de abril de 2017

Mi Pasado



Este texto está dedicado a mi hija Florencia

Soy porteño, naci en Parque de los Patricios. Pasé mi niñez en Valentín Alsina. Iba a la escuela pública de mañana, en invierno y con neblina. Bebí mate cocido sobre el pupitre. Tomé la escarcha con la mano. Tuve un perro. Miré a los aviones de la Revolución Libertadora pasar rasantes por el techo de mi casa. Jugué al fútbol en los potreros. Y en la tercera división del club Dock Sud. Fui a los bailes de carnaval de mi barrio. Arrojé papel picado. Tiré bombitas de agua. Veraneé en San Bernardo con mi vieja. Conocí, de chiquito, Mar del Plata. Alquilé botes en los lagos de Palermo. Anduve a caballo en el parque Pereyra Iraola. Fui a los picnics de primavera. Tuve un amor romántico adolescente. Vi actuar a Los Shakers, a Sandro y los de Fuego y a Leonardo Favio. Jugué al billar en el Café de Lamas. Y al papi-futbol en el club del Sindicato. Fui timbero, jugué póker con mis amigos hasta bien entrada la madrugada; y al monte y la lotería con mi familia en mi casa. Vi la tele en blanco y negro. Sé quién es el Cisco Kid. Mi viejo me llevó al Parque Retiro. Subí a la montaña rusa del Ital Park. Fui a comprar Revolver de Los Beatles a la disquería de mi barrio. Vi jugar a Corbatta y a Federico Sacchi. Estuve en la cancha de Racing viendo el partido final de la Copa del Mundo. Participé de los festejos en la Avenida Mitre. Vi en directo por TV el gol del Chango Cárdenas.  Me recibí en el colegio Carlos Pellegrini. Lo vi a Nicolino en el Luna Park. Hablé con Borges en la Biblioteca Nacional. Viajé a Paraguay y penetré en la selva con el auto. Crucé en balsa el río Bermejo  y pasé la frontera en bote por el río Pilcomayo. Me trepé a hormigueros gigantes en el Chaco. Viajé en un avión a hélice hasta Concordia. Caminé por la inundación de mi barrio con cables flotando y el agua hasta el cuello. Tuve una barra de amigos inolvidable. Un policía me apuntó con la pistola a la cabeza. Conocí Villa Gesell cuando no la conocía nadie. Hice fogones al atardecer mientras cantábamos al amparo del fuego. Le compré un disco a Barocela en la avenida Tres.  En una servilleta le escribí “Te quiero” al amor de mi vida, antes que ella partiera en el micro de  Antón. Me casé y tuve una hija. Intercambié correspondencia con Ernesto Sábato. Vi el estreno de El Último Tango en París cuando desalojamos la sala por amenaza de bomba. Conocí al Padre Mugica en tiempos muy duros. Y fui a su velorio.  Me tocó ver a Alberto Cortez, en el Coliseo, a su regreso de España. Y luego a Queen en el estadio de Vélez.  Y también a Paul en la cancha de River. Y a Sabina en el Luna. Y a Chico Novarro y a Eladia juntos en Gesell.  Y a Tom Jones en el Gran Rex.  Vi al negro Rubén Juárez en el Café Homero, al Polaco Goyeneche en Caño 14 y a Edmundo Rivero en El Viejo Almacén. Estuve en Montevideo un par de veces. Viajé con mi familia en auto al Brasil. Conocí el sur de mi país. Bariloche. Subí al cerro Chapelco y navegué el lago Lacar. Crucé a Pirihueico en Chile. Brindé con los carabineros con pisco en la misma frontera. Bebí en los bares más oscuros de Buenos Aires. No sé si tomé tanta ginebra como Luca, pero anduve cerca. Cierto mediodía, brindamos junto a Pappo con Gancia en la barra de un bar de la Avenida de Mayo. Tuve unos cuantos amores, a algunas les escribí poemas y a otras no. Y además un amor especial que voló mi  cabeza. Viajé a Nueva York. Canté junto a Florencia frente al Radio City. Me subí al último piso de las Torres Gemelas.  Y luego estuve en Miami. Y di vueltas en un carrusel de Disneyworld, montado a caballo en la calesita. Después me perdí por las rutas de Orlando, camino a Tampa. Fui muy feliz, claro. Y cuando se dio la chance fumé porros y aspiré sustancias, más o menos, no me privé de nada. Llevo dos novelas escritas (una editada) y un libro de poemas y tengo material para otros tantos. Compuse más de cien canciones con mi hermano Cali. Y Ahora, desde hace un tiempo, en el otoño de mi vida, me suelo tomar la historia de una manera algo más calma. Observo las cosas que pasaron con una mirada lejana, tanto de las pasiones  como del temblor de los años. A veces almuerzo con mi hija (que me dio dos nietas alemanas) y  hablamos, en perspectiva, de los próximos años. Florencia es un sol para mí pero es realista y extraordinaria. Conversamos con lucidez y los dos sabemos que el tiempo pasa. Está preocupada. No quiere que cuando me vaya todo haya sido en vano.

Y yo la tranquilizo, claro, y le cuento las cosas que ella no sabe de mi pasado.


©2017

martes, 4 de abril de 2017

El Retrato

Así suelen ser las cosas.
Hace pocas semanas he cumplido 34 años. Soy ya una mujer bastante grande pero de ningún modo una anciana. He nacido en Florencia, eso casi todos lo saben. Y aún no he podido tener hijos. Mis padres tienen una finca en las afueras, en la zona de Campi Bisenzio, bastante lejos del Arno y del Ponte Vecchio.  Allí disponen de una casa de nueve habitaciones,  un monte de olivares y una pequeña plantación de nueces que se ha ido agotando a lo largo de los años.      
Las dificultades de dinero son muy grandes para ellos y hace mucho tiempo que han dejado de ser ricos.
Unos años atrás me ofrecieron en dote a un comerciante del lugar  y terminé por casarme con él en la Iglesia de Santa Genoveva de Trieste.
Es un hombre que suele comerciar con extrañas regiones alejadas de Florencia, como Anatolia, Beirut o Alejandría y que está muy ocupado en sus negocios de compra de telas y pieles que luego vende por toda Europa.
La cuestión es que jamás me tocó.
Nunca tuvimos relaciones.
 Yo he sido una especie de figura que decora su actividad social y que da realce a sus reuniones y negocios pero nada más que eso. A veces pasa meses enteros en Venecia y cada tanto (si las guerras lo permiten) viaja con sus mercancías a Turín y a la ciudad de  Génova.
Hace poco decidió encargar dos retratos.
Uno para él, con el fondo de una galera veneciana y otro para mí en la sala de estar o en la recámara. Para eso contrató a un pintor del lugar que tiene su estudio a orillas del Arno y me pidió que colaborara en todo lo que  fuera necesario.
Entonces comencé a concurrir a su taller, junto a mi dama de compañía, todas las mañanas.
El hombre me sentaba cerca de la ventana, en una silla bastante dura y se dedicaba a observarme casi con obsesión. En especial me miraba los labios y los ojos y a veces estaba más de una hora simplemente mirando mi rostro.
Aquellas actitudes me desconcertaban un poco y  eran demasiado extrañas para mí.
Con el tiempo llegamos a entendernos de una manera casi íntima. El apoyaba su pulgar en mi mentón y luego dirigía mi rostro hacia el ángulo de luz que deseaba. Por momentos hasta pensé que estaba enamorado de mí pero pronto me di cuenta que era una opinión equivocada
Lo obsesionaban los reflejos de la luz y a veces hacía afirmaciones que no comprendía del todo.
Estaba todo el día posando para él. 
Se fijaba mucho en mis ojos, pero también anhelaba (según decía) poder lograr un cierto efecto luminoso para  que mi  sonrisa desapareciera al ser mirada de manera directa por cualquier observador.
–Sólo trato que lleguen a verla –me dijo un día - cuando la vista de la gente se fije en otras partes del retrato.
Y yo por momentos pensé que estaba un poco loco.
A veces, por las mañanas, solía beber junto a él un té negro de Ceilán que le gustaba mucho. Era un hombre zurdo, sumamente austero, que solo comía vegetales y que utilizaba su mano izquierda al pintar de una manera inigualable.
Pronto le confesé de mi matrimonio no consumado y el comenzó a llamarme (con dulce ironía) “Madonna”
Al año de estar posando me dijo que ya no era necesaria mi presencia en su estudio y entonces dejé de concurrir a visitarlo.
Hoy me acabo de enterar que ha muerto.
Gente allegada me ha informado que hace tiempo que ha terminado su trabajo pero que por razones que desconozco jamás se lo entregó a mi esposo.
Hoy simplemente recuerdo esos tiempos en que posaba para él.
Los tiempos en que me recibía en su taller,  con esa especie de aura de luz que lo rodeaba, mientras sonreía y pintaba mi retrato junto a la ventana.
Los tiempos en que me esperaba en la entrada diciendo
– ¿Cómo está Madonna Lisa?
Y luego me invitaba a una taza de té negro de Ceilán por la mañana.



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