La
mañana de Diciembre hace trepidar por momentos el asfalto.
Y allí voy yo con mi automóvil por la avenida
Callao intentando quien sabe que proeza. He puesto por enésima vez la primera
velocidad. Los argentinos siempre hemos sido amantes de las cajas de cambio manuales. Nos gusta ese
control sobre el auto y sentir que uno tiene dominio sobre la máquina y el
movimiento. Aunque algunos vendedores me
han dicho que está llegando el momento de olvidarse de esas cosas. Corre el
rumor que en el futuro, las terminales de autos solo fabricarán vehículos con
caja de velocidades automáticas y al que no le guste pues que se joda.
Aparentemente hay una manifestación a la
altura de Corrientes y por eso me cuesta avanzar. Gente que reclama una
pensión, creo, por no hacer nada. Dicen que la necesitan porque son pobres y
supongo que el estado terminará por dárselas. Hace mucho ya que he dejado de
preocuparme por ese tipo de cosas. El mundo nunca fue mejor que ahora. Lo noto con
solo mirar el tablero del auto y la verdad parece el de un avión. Además mi
radio tiene alcance global, escucho cualquier emisora desde donde se me antoje
y sin quitar las manos del volante puedo hablar con cualquier persona en
cualquier lugar del mundo.
Eso nunca pasó antes y sólo se disfruta
ahora.
Yo mismo vengo de curarme una enfermedad que
hace tres décadas atrás no tenía cura. Y aquí me encuentro, hilando estas
líneas peregrinas en lugar de estar muerto y en la tumba. No hay otro tiempo
que el que nos ha tocado. No recuerdo
bien quien dijo eso, creo que fue Serrat. Aunque en todo caso lo dijo hace más
de cuarenta años y ya no tengo obligación de recordarlo.
Por momentos el tránsito parece aligerarse.
Estoy tratando de llegar a la calle Viamonte
y allí doblar a la derecha hasta el edificio de los Tribunales. Tengo que
firmar los papeles de mi divorcio. Mi ex mujer me ha pedido encarecidamente que
lo haga. Creo que de ese modo se solucionan algunas cuestiones judiciales. Y
allí voy, pasando apenas por el costado de la ruidosa manifestación. Algunos golpean
grandes bombos, otros hacen estallar petardos. Uno de ellos explota tan cerca
de mi automóvil que me provoca un agudo dolor en el oído. Afortunadamente el dolor desaparece en unos
pocos segundos y enseguida puedo dejar
atrás a la gente que protesta.
Siempre me ha gustado la avenida Callao.
Buenos Aires es tan querible como irregular
pero la avenida Callao es armoniosa. La luna suele rodar sobre su asfalto. Y a mí me complace verla. Es que
si llevamos las cosas hasta sus últimas consecuencias, en la vida solo hay tres
o cuatro principios que de verdad valen la pena: El amor, el conocimiento, el
placer y el arte, y nada más que eso.
Ahora me he liberado del obstáculo en el
tránsito.
He estado casi media hora allí parado y eso
me ha permitido hacer en mi interior una especie de crónica del olvido. Voy a
firmar un papel, un mero escrito judicial y sé que tendré que olvidarme de
muchas cosas. De ahora en más recordar el pasado puede llegar a ser un lujo que
pocas veces me pueda dar.
Y la verdad es que no me importa.
Este es el tiempo que me tocó vivir. Estos
han sido mis años, mis queridos años y a veces,
a la mañana, cuando me afeito, me miro en el espejo con una cierta
ternura. Allí veo mi apariencia nueva y noto mis canas como en un cielo abierto.
Entonces me digo a mí mismo:
–No hiciste las cosas demasiado mal, pendejo.
Después vuelvo a mirar al espejo y me doy la
razón porque lo que dije es cierto.
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