viernes, 20 de enero de 2017

Crónica del Olvido


            
            La mañana de Diciembre hace trepidar por momentos el asfalto.
Y allí voy yo con mi automóvil por la avenida Callao intentando quien sabe que proeza.  He puesto por enésima vez la primera velocidad. Los argentinos siempre hemos sido amantes de  las cajas de cambio manuales. Nos gusta ese control sobre el auto y sentir que uno tiene dominio sobre la máquina y el movimiento.  Aunque algunos vendedores me han dicho que está llegando el momento de olvidarse de esas cosas. Corre el rumor que en el futuro, las terminales de autos solo fabricarán vehículos con caja de velocidades automáticas y al que no le guste pues que se joda.
Aparentemente hay una manifestación a la altura de Corrientes y por eso me cuesta avanzar. Gente que reclama una pensión, creo, por no hacer nada. Dicen que la necesitan porque son pobres y supongo que el estado terminará por dárselas. Hace mucho ya que he dejado de preocuparme por ese tipo de cosas. El mundo nunca fue mejor que ahora. Lo noto con solo mirar el tablero del auto y la verdad parece el de un avión. Además mi radio tiene alcance global, escucho cualquier emisora desde donde se me antoje y sin quitar las manos del volante puedo hablar con cualquier persona en cualquier lugar del mundo.
Eso nunca pasó antes y sólo se disfruta ahora.
Yo mismo vengo de curarme una enfermedad que hace tres décadas atrás no tenía cura. Y aquí me encuentro, hilando estas líneas peregrinas en lugar de estar muerto y en la tumba. No hay otro tiempo que el que nos ha tocado.  No recuerdo bien quien dijo eso, creo que fue Serrat. Aunque en todo caso lo dijo hace más de cuarenta años y ya no tengo obligación de recordarlo.
Por momentos el tránsito parece aligerarse.
Estoy tratando de llegar a la calle Viamonte y allí doblar a la derecha hasta el edificio de los Tribunales. Tengo que firmar los papeles de mi divorcio. Mi ex mujer me ha pedido encarecidamente que lo haga. Creo que de ese modo se solucionan algunas cuestiones judiciales. Y allí voy, pasando apenas por el costado de la ruidosa manifestación. Algunos golpean grandes bombos, otros hacen estallar petardos. Uno de ellos explota tan cerca de mi automóvil que me provoca un agudo dolor en el oído.  Afortunadamente el dolor desaparece en unos pocos segundos y enseguida  puedo dejar atrás a la gente que protesta.
Siempre me ha gustado la avenida Callao.
Buenos Aires es tan querible como irregular pero la avenida Callao es armoniosa. La luna suele rodar sobre  su asfalto. Y a mí me complace verla. Es que si llevamos las cosas hasta sus últimas consecuencias, en la vida solo hay tres o cuatro principios que de verdad valen la pena: El amor, el conocimiento, el placer y el arte, y nada más que eso.
Ahora me he liberado del obstáculo en el tránsito.
He estado casi media hora allí parado y eso me ha permitido hacer en mi interior una especie de crónica del olvido. Voy a firmar un papel, un mero escrito judicial y sé que tendré que olvidarme de muchas cosas. De ahora en más recordar el pasado puede llegar a ser un lujo que pocas veces me pueda dar.
Y la verdad es que no me importa.
Este es el tiempo que me tocó vivir. Estos han sido mis años, mis queridos años y a veces,  a la mañana, cuando me afeito, me miro en el espejo con una cierta ternura. Allí veo mi apariencia nueva y noto mis canas como en un cielo abierto.
Entonces me digo a mí mismo:
–No hiciste las cosas demasiado mal, pendejo.
Después vuelvo a mirar al espejo y me doy la razón porque lo que dije es cierto.


©2017

jueves, 12 de enero de 2017

Cuando me Vaya

https://www.youtube.com/watch?v=HSVruBWjPXU



Hace unos años atrás, creo que en el 2007, me contrataron para trabajar seis meses en la ciudad de Mendoza en el área de transporte de cargas. La paga era buena y además incluía un pasaje por mes en avión para viajar por 48 horas a la ciudad de Buenos Aires.
Con el tiempo me fui haciendo experto en logística. No sé muy bien porqué.
Mi vida había carecido de rumbo luego de mi divorcio y de que mi hija terminara su carrera universitaria. Y ya con los años a cuestas y sin proyectos personales una cosa llevó a la otra y terminé trabajando en el área. Algunos le llaman destino. Y yo también.
                La empresa contaba con catorce camiones, todos de la marca Scania y habitualmente circulaba por las rutas del país y las del Mercosur llegando hasta San Pablo. Otras veces, también, cruzaba  la frontera con Chile. Lo cierto es que el dueño de la empresa deseaba optimizar los costos y las distancia y la programación de los viajes y me contrató por eso.
Y allí fui yo, con todos mis programas al hombro.
Al llegar me dieron una oficina bastante pequeña pero (lo más importante) muy luminosa. Conmigo iba a trabajar Paula para asistirme en lo que necesitara. Era la esposa del gerente de mantenimiento de los camiones. Un hombre muy activo, que vestía siempre de overol azul y que se la pasaba todo el día en los talleres.
Yo nunca había viajado a  Mendoza. Y esa fue una razón adicional por la cual acepté la propuesta. Y en ese sentido no me equivoqué ya que a lo largo de los meses pude conocer su increíble belleza.
Al poco tiempo todos los camiones contaban GPS y la empresa me agregó en la oficina una segunda pantalla desde donde podía controlar la ubicación de cada transporte. Aquello me facilitó mucho las cosas y con trabajar un par de horas por día me alcanzaba.
Desde ya que me quedaba allí cumpliendo mi horario y a veces charlábamos mucho con Paula.  Ella era cordobesa, nacida en Río Cuarto.  Tenía 45 años, una mujer muy bella con el pelo levemente ondulado, que no se teñía las canas y apenas se maquillaba. Nunca pudo tener hijos propios y adoptó dos niñas chilenas. Una tenía ahora cuatro y la otra seis años.  Su marido jamás le aclaró bien el porqué de la adopción en Chile pero luego de consultar abogados se tranquilizó. Todos los papeles estaban en orden. A veces charlábamos juntos largo rato, aunque los dos coincidíamos en que el café de la oficina era muy malo y al poco tiempo lo reemplazamos por mate.
Un día me propuso pasar a buscarme  por el hotel. Dejaba a las niñas en la escuela, luego tomábamos café del bueno en un antiguo bar del centro y al final llegábamos a la empresa. Su esposo ya estaba allí, en los talleres, desde las seis de la mañana. Era un hombre obsesivo con el trabajo.
Con Paula algunas veces fuimos a lugares turísticos cercanos. Ella me llevó en su camioneta hasta Villavicencio y yo quedé maravillado de tanta belleza. Íbamos solamente a lugares que quedaran cerca por una cuestión de tiempo. Pero también fui con alguna excursión turística a lugares muy hermosos y más lejanos. Desde ya que estuve en la cordillera de Los Andes.
Promediando mi contrato, el dueño me pidió que le enseñara a un sobrino suyo mi trabajo, cosa que comencé a hacer de inmediato. Era un muchacho treintañero que aprendía todo fácilmente.
Un sábado a la tarde Paula me llamó al hotel. Su esposo se hallaba de camping con los amigos pescando y había dejado las pequeñas en una fiesta de cumpleaños.
– ¿Te paso a buscar y charlamos un rato? –dijo.
Yo estaba acostado vestido, mirando televisión y con el control remoto en la mano.
–Desde luego –dije– vamos.
A partir de aquel día nuestro vínculo se reforzó mucho, acaso demasiado. Sentíamos mucha empatía. Ella me contaba de su niñez y yo le contaba de mis desastres. Incluso un par de veces su esposo se apareció por mi oficina, cosa que jamás hacía. También hubo roces de dedos y manos y hasta caricias en el pelo. Pero hasta allí llegaba todo. Por alguna razón yo no deseaba vulnerar su condición de esposa y madre.
El día anterior a mi regreso nos vimos  en el viejo bar del centro de Mendoza.
Entonces no pude más. La tomé de las manos y le dije:
–Paula, mañana a las tres de la tarde sale el avión. Quiero estar con vos antes de marcharme.
Y entonces a ella se le iluminaron los ojos y hasta tuvo una leve sonrisa.
–Pensé que nunca me lo ibas a pedir. –dijo.
Luego el atardecer cuyano fue nuestro.  Una fiesta de los cuerpos, de los labios, de los besos,de las manos y también una fiesta del alma.
Mas tarde hicimos un pacto con Paula y juramos cumplirlo, pasara lo que pasara. Los dos convinimos que esto comenzaba y terminaba  de ese modo. Ni teléfonos entre los dos, ni correo, ni direcciones, ni email, ni nada.
Al otro día un taxi me llevó hasta el aeropuerto.
Entonces, mientras me acercaba a la terminal aérea lo escuché cantar a Horacio Guarany con su voz inconfundible desde el parlante del auto.  Era la voz sonora del poeta que atravesaba sentimientos y tomaba por asalto mi calma.
 El chofer escuchaba folklore en la radio y mientras tanto en mi vida y en mis recuerdos se levantaba una enorme muralla.
–Me voy – decía la canción- y un recuerdo tuyo me llevo cuando me vaya.


©2017

domingo, 8 de enero de 2017

Inexplicable

A quienes vistan el blog esta vez les tengo una sorpresa. En lugar de prosa, poesía. Es la historia de un amor inexplicable que tuve allá por el 2014. De allí el título del poema. Ella era en verdad mi musa. La quise tanto que me resulta incomprensible lo que pasó luego. Los griegos afirman que la autoría de un texto es en realidad de la propia musa. Y que el escribiente (o el escriba) resulta tan solo un vehículo de la deidad que lo inspira. Sin ellas no habría obra de arte. Eso dicen los griegos. Mas abajo publico el poema. Es fuertemente romántico. Espero que les guste.



INEXPLICABLE

Te quiero tanto que veces no me alcanza ni el aliento
Estoy a expensas del viento y voy surcando los aires.

Soy igual que una hoja seca, derrumbada por el clima
Y soy la tarde argentina que se va volviendo noche.

Te quiero porque te quiero, de puro amor obstinado
Me dueles en el costado, como una herida sin nombre

Te quiero tanto que escribo lo imposible y lo profano
Ya no me tiemblan las manos si te nombro en mis anhelos

Podría tocar el cielo y desafiar lo divino
Podría hacer un camino hasta el fin de lo imposible.

Te quiero hasta lo temible, te amo hasta el precipicio
Alumbro como el solsticio en la noche del planeta

Y presumo de poeta por escribir estos versos.
Soy la furia del converso. Mi religión es tu boca

Si mis palabras te tocan, es igual que una plegaria
Te quiero por necesaria, por compleja y por sencilla

Porque eres mi maravilla y el aliento que respiro
Porque matas a suspiros, porque asesinas a besos.

Te quiero porque profeso la esperanza inexplicable
De que se vuelva probable lo que no sucede nunca.

Te quiero porque en la breve soledad del alma mía
Estás en todas mis horas. Estás en todos mis días.



© 21 de Diciembre de 2014

domingo, 1 de enero de 2017

Smartphone



            Ciudad de Buenos Aires, atardecer del viernes 20 de Mayo de 2016.
Estoy solo bebiendo un café en La Academia y mirando a través de la ventana la increíble agitación de la gente que camina por la avenida Callao. Por primera vez me he puesto a teclear en el smartphone.  Nunca antes había tenido uno. Mi hija me lo trajo de regalo de un viaje que hizo el mes pasado al exterior. Hace treinta años atrás, en esta misma mesa, fumaba, tomaba copas y escribía poemas de amor en las servilletas. Ahora tan solo bebo un café cortado con un poco de leche y escribo en el impensado artefacto. Alguien me ha dicho que desde aquí mismo y usando el aparato puedo publicar lo que escribo en cualquier sitio web. Lo cierto es que eso a mí no me importa demasiado. Solo recurro a la tecnología cuando me conviene. Ayer estuve en el Museo del Tango y pasé mis dedos, de la manera más delicada que pude, por la Olivetti que perteneció a Cátulo Castillo. Creo que fue una manera instintiva de evocarlo y de pedirle prestada algunas de sus musas. 
                Y ahora aquí, aguardando a Graciela.
                Ella asiste a un curso llamado: Fragmentos de un Viaje hacia la Nada I: de Goethe a Rimbaud. ¿Menudo curso no? Se anotó en el Centro Cultural Ricardo Rojas, a unas tres cuadras de aquí y yo he venido a esperarla. Es la típica mujer divorciada, con hijas adolescentes y conflictos con el esposo. Nada del otro mundo, igual que yo, que estoy divorciado y vivo solo. Hace tres meses que nos vemos. Nos conocimos de manera impensada en un bar de aquí cerca. Ella estaba con dos amigas pero logré que me diera su teléfono. Era verano y Graciela  estaba asistiendo a un curso anterior.
Creo que se trataba de Robert Sternberg y acerca de sus teorías sobre el amor.
Coincidimos apenas un par de semanas. Ella siguió con sus estudios y yo estuve casi un mes en el Talampaya. Cuando regresé la llamé porque sentía que la necesitaba. En especial por sus ojos brillantes de mina porteña y por esa dulzura en la sonrisa que tanto me atrapaba.
Sabía, desde ya, que me arriesgaba a mezclarme en los litigios que ella mantenía con el ex marido; lo sabía pero no me importaba.
En aquellos primeros tiempos de intimidad me hablo mucho de Sternberg y de su teoría triangular del amor. “El amor es una relación interpersonal –me dijo– que debe tener tres componentes: intimidad, pasión y compromiso”. Y yo la escuchaba con mucha atención.
Y ahora estoy aquí, en La Academia, sentado en una de las mesas que da a la ventana, intentando escribir en el smartphone,  al tanto que la espero con una inexplicable ansiedad. Siento que ya estoy grande para estas cosas pero sin embargo no lo puedo evitar.
La multitud, mientras tanto, desanda en un desfile gastado la senda de las veredas y las baldosas.  Nada mejor que la locura para esperarla.  Nada mejor que este concierto de sonidos y luces para aturdirme y pensar que todo es eterno y que jamás pasará.
La tarde del viernes se vuelve noche.
Alucina la muchedumbre en la gran ciudad.


©2016