Hace
muchos años atrás, siendo un muchacho joven, tuve una novia en la avenida
Agraciada. Viajaba los viernes a la
noche en el Buquebús y regresaba con el último ferry del domingo a la tarde.
Eran jornadas agotadoras pero colmadas de pasión y de placer. En uno de esos
atardeceres de mi regreso me crucé en una esquina con un hombre subido a una
tarima y dando un discurso. Era flaco, de nariz prominente y con el pelo largo
y lacio cayendo a ambos lados de la cara. Hablaba de una manera apasionada sin
que le importara demasiado la escasa cantidad de gente que lo escuchaba.
Era Zelmar Michelini, un político de
izquierda que luego fue asesinado.
Hoy, después de mucho tiempo, regresé a
Montevideo y las cosas han cambiado. Yo me he vuelto, digamos, un tipo grande y
Zelmar Michelini es el nombre de una calle.
Los años, de todos modos, no han hecho
demasiada mella en mi memoria. He recorrido muchos lugares de la ciudad y los
encuentro exactamente iguales. Montevideo no parece adherir al paradigma del
cambio. Aunque esta vez no he llegado en el ferry sino en un simple bus que me
trajo desde la pequeña ciudad de Colonia. El amor para qué negarlo, es el
motivo principal del viaje. Pero además mi propósito es reencontrarme con la
ciudad y de ser posible con muchos recuerdos del pasado que todavía conservo en
la memoria.
Ha sido una semana especial de verdad.
Estuve en las leves alturas de la Ciudad Vieja para mirar desde arriba
el puerto y la Rambla. Visité el estadio Centenario con el solo propósito de
recordar el gol del Chango Cárdenas y bebí un largo trago de Espinillar en el viejo
bar de la calle Maldonado. La bebida es una
insólita mezcla de ron y de whisky que tan solo existe acá y que a mí me
gusta mucho. También recorrí caminando
la calle 18 desde una punta a la otra por el simple gusto de hacerlo y anduve
hasta cansarme por Palermo y el Barrio Sur.
Hay partes de Montevideo y muchos de sus
barrios que conservan las fachadas de varias décadas atrás, algo que ya no
sucede en la ciudad de donde vivo. Y a mí me fascina verlo. Me la he pasado
tomando una multitud de fotos y he batido mi propio record caminando. Y también
hubo tiempo para el amor, claro.
Lo que provocó mi asombró en especial es haber visto transformado el
viejo penal de Punta Carretas en un centro comercial de lujo. Allí estuvieron detenidos hace décadas atrás
los integrantes de una agrupación política violenta llamada “Tupamaros”. Esa gente
luchó, secuestró y mató en pos de una utopía socialista y sin embargo el lugar
es hoy es un shopping capitalista muy
lujoso.
Al respecto, anoche fuimos a escuchar un poco
de música uruguaya. En particular ese estilo especial y con aire de murga que
tan bien se compone por acá. Me gustó mucho “El último ciclista”. La canción
contiene una alegoría que me parece hermosa. Dicen que cuando el último
ciclista arriba a la meta de La Vuelta del Uruguay se termina tanto el verano
como la semana (santa) de turismo y entonces empieza la dura lucha cotidiana de
enfrentar a la vida nuevamente.
Conozco lo transitorio de las cuestiones
humanas.
Sé que nadie puede escapar a ese tipo de
cosas y mucho menos en un recorrido por cualquier parte del mundo. Sin embargo
esta estancia en la Banda Oriental ha significado para mí una multitud de
emociones y alegrías que a veces cuesta definir con palabras. He vivido sucesos
especiales y que solo ocurren en los viajes. Me voy como casi todos los
viajeros con la esperanza de regresar algún día bajo una mezcla de ansiedad y
de extraño deseo.
Mientras tanto le pido a la ciudad que no me
olvide.
Algún día, si el destino me deja, volveré a
Montevideo.
©2018