miércoles, 30 de junio de 2021

Septiembre del 2020

 Siempre tuve desconfianza del año 2020. En general he sido un hombre de arraigadas costumbres que tuvo que cambiar, contra su voluntad, no sólo de centuria sino también de milenio. Esa reiteración de los dígitos y ese número dos repetido, no me gustaban en absoluto.

Y así fueron las cosas.

Tuve que ser operado de una resección intestinal al comenzar el año y luego llegó la pandemia, la cuarentena, las restricciones y el confinamiento.

Los meses transcurrieron como microsegundos y hasta la vida diaria me resultó indescifrable. A veces percibía  que el tiempo pasaba rápido y lento a la vez. A veces  escuchaba noticias abrumadoras. Y a veces notaba cierta frialdad en mi propio destino. Simplemente era un sujeto de riesgo que podía morir si se contagiaba.

Nada más y nada menos que eso.

Durante aquel  tiempo escuché mucha música pero escribí menos de lo que pensaba. Ella estaba en París y casi no respondía mis mensajes.  Y yo insistía por Internet. “Nadia, tienes que cuidarte”. 

A veces sonaba ridículo y algo paternal pero a mí me parecía necesario. Ella recién había cumplido los cuarenta y yo le llevaba unos diecinueve años. Algo que nunca llegué a saber si era justo o era demasiado.

De todos modos  las noticias que venían de Europa eran muy desoladoras. Me había tocado leer en su momento y de un modo superficial, acerca de las pestes anteriores,  pero nunca imaginé que a mí me tocaría vivir una.

Nadia fue contratada para trabajar en el bufete de abogados de la localidad de Pontoise, cercana a París. Había estudiado francés en la Alianza Francesa y hablaba el idioma a la perfección. Eso le permitió escapar del país y de mí, pero no de la pandemia. Recuerdo que cuando me dijo que viajaba, le contesté que la palabra bufete me parecía ciertamente ordinaria y que era preferible “estudio” de abogados.

Ella se ofendió por mi desinterés y yo, simplemente, dejé que se vaya.

Todo eso sucedió en el 2019, antes de la peste, pero ahora las cosas habían cambiado. Realmente la extrañaba mucho, en especial por las noches, cuando más pensaba en ella. Estaba enfermo, operado, encerrado, bajo la amenaza de un virus mortal y cercano a cumplir 60 años. Me parecía que era demasiado.

Por suerte el gobierno levantó después de varios meses algunas restricciones y yo pude volver, en Septiembre, a las mesas del Florida Garden. Aún no estaba obligado el uso de barbijo pero la gente se mantenía a distancia y miraba con desconfianza a cualquiera que se acercara. Me hizo bien tomar aquel querido picaporte de cobre y entrar al lugar y ver el famoso lema: “la identidad de una esquina”. 

Muchos episodios de mi vida tuvieron lugar allí en Paraguay y Florida.

Luego subí por la imponente escalera central de vidrio y me senté en una de las mesas de arriba. Pedí un café cortado y escribí para ella en el celular un mensaje muy conceptuoso. También tomé fotos del lugar donde me hallaba y se las envié pero no obtuve respuesta.

Supongo que Nadia recibió el mensaje, acaso, a las diez de la noche, ya que París tiene con Buenos Aires diferencia horaria.

La tarde de Septiembre, por otra parte, se hallaba tibia y acogedora. Entonces me largué a caminar hacia el sur por una ciudad tan desolada como jamás lo hubiera imaginado. La noté yerma y desamparada, con menos gente que la habitual en las calles. La percibí saqueada y devastada como en una guerra contra un virus invisible y sin armas. Y pensé que estaba perdiendo a Buenos Aires como antes había perdido a Nadia.

Así fui deambulando en dirección al sur, camino a casa. La incertidumbre colmaba mis emociones al ver de ese modo a la ciudad amada. Todo parecía derrumbarse y sin embargo una voz interior me ordenaba resistir a cualquier precio.

Hasta que sonó el celular y me detuve a escuchar el mensaje.

Era Nadia.

Estuvo cálida y afectuosa pero también distante. Fue gentil y educada y se preocupó por mí, me dijo que se hallaba bien y que suponía que ya estaba adaptada. Cerró mandándome un beso y al final susurró  “Ya no creo en el amor romántico, lo sabes”.

Realmente me hizo bien aquel mensaje.

Sumergido en mi mismo pude ver a lo lejos una luz, acaso imaginaria y luego desanduve las últimas cuadras hasta llegar a mi casa.

Era Septiembre del 2020.

La primavera recién comenzaba.

 

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