“Nunca me creí toda esa
cuestión de los arquetipos. Debe ser horroroso,-si es que existen-contemplarlos
en el vacío inmenso del Universo. Tan solo forma sin contenido. Algo muy
parecido a la nada.”
Ese tipo de frases solía
decirme Alejandra las veces en que la encontraba en el Parque Lezama.
Su materialismo dialéctico
se oponía a cualquier idealismo, incluso al de Platón. También charlábamos en
el Bar Británico y a ella le encantaba demoler mis teorías metafísicas. Corría el año 1979, y los dos promediábamos la
carrera de Psicología Social de la Universidad de Buenos Aires. Habíamos sido
novios durante tres meses hasta que una tarde, vaya uno a saber porqué, me
propuso transformar nuestro noviazgo en una relación abierta y yo lo rechacé de
plano. Una flor de jazmín encima de una tapia le hizo marco a su propuesta y
una profusión de cuerpos caminando por las calles de San Telmo impidió que se
nublara mi mirada.
–Ni yo soy Sartre –le dije–
ni vos Simone de Beauvoir.
Lo cierto es que Alejandra
no creía demasiado en la monogamia.
También se disgustaba cuando
le recordaba las analogías con la Alejandra de Sábato en el Parque Lezama. Se
había incorporado en ese año a una organización subversiva de guerrilla urbana
cuyo nombre no me dijo, por seguridad, aunque yo luego me enteré que se trataba
de Montoneros.
Igual seguimos estudiando
juntos.
Vivíamos a pocas cuadras el
uno del otro y a veces viajábamos en Subte a la Facultad. A mí me daban algo de
celos los comentarios que me llegaban de sus relaciones sentimentales pero
sentí que debía superarlos. Cuando la propia vida de uno se ve amenazada por
los fantasmas del desamor y del fracaso lo
mejor es hacerse fuerte y seguir adelante.
Un oscuro atardecer del mes
de Agosto –lo recuerdo como si fuera
ahora– tocó el timbre de la puerta de mi casa. Yo salí al escuchar el sonido
pero jamás pensé que era ella. Abrí el postigo y entonces la vi. Estaba
temblando en la vereda. Indefensa, como una gaviota a orillas de un muelle agitado
por el mar y mirando hacia ambos lados de la calle de una manera desesperada.
–Necesito ayuda –me dijo–
Dejame entrar.
Y entonces le franqueé la puerta y le di un abrazo.
Estuvo casi un mes conmigo
en la casa.
Yo vivía en aquel tiempo en
un caserón del barrio de San Cristóbal, propiedad de unos primos fallecidos de
mi padre. Estaba en la propiedad para evitar que la ocupasen, nada más, y hasta que se solucionaran los temas legales
de la herencia. Encontré en ella un pretexto que me adhería con firmeza al
suelo de mi ciudad y con eso me bastaba para quedarme entre sus paredes húmedas
y sus pisos de madera gastada.
Alejandra me dijo en una
noche de amor:
– ¿Sabés a lo que te estás
arriesgando por darme refugio, no es cierto?
–Yo por vos me arriesgo a
cualquier cosa. –contesté.
Y así pasaron los días hasta
que una tarde oscura, de la misma manera en que había llegado, ella se fue.
Hoy la historia se ha
derrumbado sobre los recuerdos de mi vida.
Alejandra no figura en
ningún registro de la represión estatal y su nombre no se encuentra ni en la
Conadep ni en el Parque de la Memoria.
Simplemente fue mi novia universitaria.
Alguien que conocí cuando era joven y cuyo recuerdo empieza a ser ahora cada
vez más borroso y más lejano. Ya no es plural en imágenes, ahora es simplemente
singular.
Una desaparecida, como
tantas otras en la patria, y a la que el inevitable paso del tiempo me está
llevando poco a poco a olvidar.
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