domingo, 15 de julio de 2018

Oscuro atardecer del mes de Agosto


Nunca me creí toda esa cuestión de los arquetipos. Debe ser horroroso,-si es que existen-contemplarlos en el vacío inmenso del Universo. Tan solo forma sin contenido. Algo muy parecido a la nada.”
Ese tipo de frases solía decirme Alejandra las veces en que la encontraba en el Parque Lezama. 
Su materialismo dialéctico se oponía a cualquier idealismo, incluso al de Platón. También charlábamos en el Bar Británico y a ella le encantaba demoler mis teorías metafísicas.  Corría el año 1979, y los dos promediábamos la carrera de Psicología Social de la Universidad de Buenos Aires. Habíamos sido novios durante tres meses hasta que una tarde, vaya uno a saber porqué, me propuso transformar nuestro noviazgo en una relación abierta y yo lo rechacé de plano. Una flor de jazmín encima de una tapia le hizo marco a su propuesta y una profusión de cuerpos caminando por las calles de San Telmo impidió que se nublara mi mirada.
–Ni yo soy Sartre –le dije– ni vos Simone de Beauvoir.
Lo cierto es que Alejandra no creía demasiado en la monogamia.
También se disgustaba cuando le recordaba las analogías con la Alejandra de Sábato en el Parque Lezama. Se había incorporado en ese año a una organización subversiva de guerrilla urbana cuyo nombre no me dijo, por seguridad, aunque yo luego me enteré que se trataba de Montoneros.
Igual seguimos estudiando juntos.
Vivíamos a pocas cuadras el uno del otro y a veces viajábamos en Subte a la Facultad. A mí me daban algo de celos los comentarios que me llegaban de sus relaciones sentimentales pero sentí que debía superarlos. Cuando la propia vida de uno se ve amenazada por los fantasmas del desamor y del fracaso  lo mejor es hacerse fuerte y seguir adelante.
Un oscuro atardecer del mes de Agosto  –lo recuerdo como si fuera ahora– tocó el timbre de la puerta de mi casa. Yo salí al escuchar el sonido pero jamás pensé que era ella. Abrí el postigo y entonces la vi. Estaba temblando en la vereda. Indefensa, como una gaviota a orillas de un muelle agitado por el mar y mirando hacia ambos lados de la calle de una manera desesperada.
–Necesito ayuda –me dijo– Dejame entrar.
Y entonces  le franqueé la puerta y le di un abrazo.
Estuvo casi un mes conmigo en la casa.
Yo vivía en aquel tiempo en un caserón del barrio de San Cristóbal, propiedad de unos primos fallecidos de mi padre. Estaba en la propiedad para evitar que la ocupasen, nada más,  y hasta que se solucionaran los temas legales de la herencia. Encontré en ella un pretexto que me adhería con firmeza al suelo de mi ciudad y con eso me bastaba para quedarme entre sus paredes húmedas y sus pisos de madera gastada.
Alejandra me dijo en una noche de amor:
– ¿Sabés a lo que te estás arriesgando por darme refugio, no es cierto?
–Yo por vos me arriesgo a cualquier cosa. –contesté.
Y así pasaron los días hasta que una tarde oscura, de la misma manera en que había llegado, ella se fue.
Hoy la historia se ha derrumbado sobre los recuerdos de mi vida.
Alejandra no figura en ningún registro de la represión estatal y su nombre no se encuentra ni en la Conadep ni en el Parque de la Memoria.
 Simplemente fue mi novia universitaria. Alguien que conocí cuando era joven y cuyo recuerdo empieza a ser ahora cada vez más borroso y más lejano. Ya no es plural en imágenes, ahora es simplemente singular.
Una desaparecida, como tantas otras en la patria, y a la que el inevitable paso del tiempo me está llevando poco a poco a olvidar.


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jueves, 5 de julio de 2018

El bar del pasaje El Zonda


               Muchas veces me pongo a pensar en el bar del pasaje El Zonda que estaba en el barrio de Parque Chacabuco. En realidad decirle “bar” era en cierto modo menoscabarlo. Todos los días se servían allí abundantes raciones de comida. Y se bebían copas en la barra y también café y meriendas en algunas de sus mesas.
                Lo regenteaban dos gallegos. Ramiro y Ramón, que  eran el mayor y el menor de una camada de ocho hermanos. Algunos de ellos para ese tiempo ya estaban muertos y otros habían viajado de regreso a España. Ramiro el mayor atendía la barra, su tarea en general era servir copas a los parroquianos. Tenía unos labios desagradables, húmedos y oscuros donde casi siempre sostenía un corto cigarrillo apagado. La piel de su cara estaba algo manchada y se afeitaba, supongo, una vez por semana.
Tenía la mirada de un hombre muy malo.
Aunque no por cuestiones morales o éticas. Su “maldad” no era ética sino estética. De seguro que hubiera podido hacer de villano en algún filme de clase B.
Ramón, en cambio, el menor, tenía casi veinte años menos que su hermano. Era atildado pero muy obeso. A eso de las tres o cuatro de la tarde, cuando el trabajo fuerte ya había terminado, su esposa le servía un cocido en una discreta mesa lateral. Muchas veces yo  llegaba y lo encontraba engullendo trozos enormes de tocino o de cualquier carne con grasa. Ramón adoraba ese tipo de comida que aquí acostumbramos a llamar puchero.
En el salón era frecuente encontrarse con dealers y gente semejante. También estaba, en una de las mesas, el quinielero, que tomaba apuestas de manera ilegal. Y en la barra se apoyaban algunos disimulados borrachos. Los Testigos de Jehová, una vez por mes,  reservaban una larga mesa lateral, alejada del bullicio y allí conversaban de sus tareas mientras bebían café y un poco de agua. Y yo, que estaba pasando un momento espléndido de mi vida por alguna razón lo frecuentaba.
A veces le decía:
–Ramón, quiero un sándwich de jamón y queso.
Y él me contestaba
–Habla bien salvaje, que se dice emparedado.
Yo lo adoraba a Ramón. De tan loco, de tan trabajador, de tan buena persona. Incluso me complacía de su gula porque pensaba (y sigo pensando) que cada uno hace de su vida lo que quiere.  A veces, y de manera algo inconsciente, solía invitar a cierta dama y Ramón nos preparaba algún plato menos rústico que los del menú general.  Y haciendo alarde de mi dinero, también le solía encargar una botella de Navarro Correas, que en aquel tiempo era el mejor vino del país.
El bar del pasaje El Zonda, sin embargo, un buen día cerró sus puertas.
Ramiro, el mayor, no estaba en condiciones de seguir trabajando. Fue triste cuando llegué y vi sus persianas bajas.
Luego el tiempo pasó, tal como es habitual y nunca volví a oír hablar de Ramiro pero sí de Ramón.  Un par de años después abrió con un par de socios otro bar cerca del centro de la ciudad. El emprendimiento era muy próspero pero una tarde, durante un atraco, le pegaron con un fierro en la cabeza. Lo internaron en el Hospital Español y a los cuatro días se murió.
Hoy que es domingo y está nublado me puse a recordarlos.
No sé muy bien porqué.
Tal vez porque la memoria es selectiva y prefiere guardar en el arcón de los recuerdos todos esos momentos en que fuimos felices de verdad. Los días increíbles en que Dios estaba sobre la tierra, cuando todo el camino era de ida y nunca de regreso.
Supongo que debe ser por eso.


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