sábado, 29 de septiembre de 2018

Por la Vuelta


            Lo recuerdo como si fuera ahora.
Me parece mentira que haya pasado un año.
Fue en la fiesta de casamiento de tu hermano, mi compañero de trabajo.
Las cosas sucedieron en una quinta de fin de semana en Don Torcuato que había sido transformada en un lugar para celebración de eventos y reuniones.
Pero no era una quinta cualquiera, claro.
El portal de su entrada era imponente, muy parecido a la de las residencias que una vez pude ver en Bel-Air, durante un viaje a Los Ángeles.  Los custodios, además eran estrictos. Todo el mundo vestido de fiesta. Ellas de gala y ellos de smoking. (Yo me alquilé uno en Reynal Duggan y por momentos me sentía envarado como un muñeco de torta). Y además con la tarjeta de invitación bien a la vista y en la mano. Lo único que faltaba es que el invitado debiera pasar  el pulgar por un escáner de rayos laser.
Tu hermano Carlos, mi compañero de trabajo en la redacción del diario, había tenido la  condenada suerte  de conocer durante un viaje a España a la sobrina de una duquesa de no sé donde, porque en España todavía existen los títulos nobiliarios.
 Siempre fue un tipo de suerte tu hermano.
A los 45 y todavía soltero dio con esta treintañera española y millonaria que se enamoró perdidamente de él y que luego del encuentro lo siguió hasta aquí, hasta la Argentina.
Juntos habían hecho un pacto:
Vivirían en España y ella le conseguiría el mejor trabajo, de ser posible de periodista gráfico. Y el padre les pagaría una fiesta fastuosa para que se despidiera de su familia y de sus amigos en Buenos Aires.
A esa es la fiesta a la que fui invitado. A la fiesta de casamiento de tu hermano, mi compañero de trabajo.
En ese tiempo yo andaba, como ahora, sin una pareja estable y la idea de concurrir solo a esa reunión no me agradaba demasiado. De todos modos me enfundé en el smoking alquilado y me fui hasta Don Torcuato en un auto también alquilado.
La mansión era una casa de estilo Tudor con algo así como quince habitaciones. Tenía en su costado un jardín inglés de por lo menos una hectárea y una pileta de natación iluminada justo al comienzo del parque arbolado. La gente circulaba por los jardines, conversando y saludando a los que llegaban y varios mozos pasaban con su bandeja llena de bebidas: whisky, champagne, gin tonic, vodka y vino blanco. Y algunos Martinis y tragos ya preparados.
Si no hubiera conocido a muchos de los pelagatos que estaban allí hubiera supuesto que me encontraba en el set de la serie Dinastía.  Así que tomé un whisky de la primera bandeja que paso cerca de mí y luego de darle un sorbo me fui a saludar a Carlos, tu hermano y mi compañero de trabajo. Estaba muy elegante vestido de black tie, con una fina faja de seda y oliendo a un exquisito perfume francés. Fue bastante ceremonioso conmigo, después nos abrazamos y nos dijimos al oído palabras ciertamente groseras y ordinarias mientras me guiñaba un ojo. Yo le deseé suerte y el me contestó con una puteada.
Luego se corrió hacia un costado y nos presentó:
–Esta es Claudia, mi hermana. –dijo.
Y yo comencé a pasar por un estado, digamos, de estupor. Allí estabas, con un vestido de noche rojo oscuro, con tu pelo castaño recogido, con tus ojos negros, con aros pendientes de tono esmeralda y un fino collar de oro blanco matizando el abismo del  escote.
Por un momento pensé que me quedaba sin habla.
– ¿Hermana? –dije para salir del paso– No sabía que tenías una hermana.
–Ella es diseñadora y trabaja en San Pablo –agregó– vino tan solo para la fiesta.
Luego se retiró y nos dejó solos. ¿Te lo recuerdas no es cierto?
Yo te dije: periodista, divorciado, porteño y desengañado. Y tú me contestaste: diseñadora, casada pero viviendo en cuartos separados; con un hijo paulista, argentina y determinista.
Fue tan loca esa noche que dudo que se repita. A las cuatro de la mañana estábamos en un sector alejado del jardín, sentados en una mesa de madera rústica, cada uno con una copa de Martini en la mano. Yo quité la aceituna de la mía y la comencé a pasar por tus labios, luego te incité a que la mordieras y al final nos besamos.
No deseábamos dar la nota y por eso nos fuimos lo más lejos posible de los invitados.
De todos modos te quitaste los zapatos porque ya no soportabas los tacos altos.  Me desanudaste el moño del smoking y desabotonaste la camisa y así nos fuimos juntos a buscar alguno de aquellos quince cuartos.
No puedo creer que haya pasado un año, te lo juro.
Lo cierto es que al mediodía siguiente te fui a despedir al Aeroparque. Sabías que estaba loco por vos y me prometiste solucionar tu matrimonio y tus cosas y avisarme.
Nunca contestaste mis mensajes y nunca me llamaste.
Y ahora, bueno, en esta noche de tormenta te apareces por mi casa, vestida así, tan sencilla y mojada por la lluvia que por momentos me dió la impresión de estar viendo a tu propia hermana gemela.
– ¿Hay champagne? –preguntaste.
– Claro, tengo uno en la heladera. Pero ¿Por qué nunca me llamaste?
–Afuera es noche y llueve tanto… –dijiste susurrando la letra de un tango– ¿Te parece que dejemos las preguntas para mañana?
Y yo me entregué a lo estricto de tu lógica.
Allí estabas, la misma, y con los mismos ojos negros del año pasado, con el mismo pelo castaño ahora mojado por la lluvia y con el mismo desparpajo.
La vida suele ser así, deja que los años y los meses pasen casi sin sentido y un buen día se manifiesta de forma violenta. Entonces descorché el champagne, te volví a besar después de un año  y te propuse un brindis por la vuelta.
Afuera, mientras tanto, tronaba la tormenta.


©2018

sábado, 22 de septiembre de 2018

El Sueño Eterno


Mi nombre es Alfredo Molinero, nací en la ciudad de México, en San Miguel Topilejo, allá por la salida hacia Cuernavaca. Tengo 35 años y hace diez que estoy en el corredor de la muerte. Me apresaron una noche por asesinato y desde ese día no he vuelto a salir del presidio. Estoy en una cárcel de máxima seguridad, la llamada Unidad Polunsky, en el pequeño pueblo de West Livingston, Texas.
Me condenaron luego de seis meses de haber cometido el delito en una especie de juicio sumario y entonces los años fueron pasando entre apelaciones y apelaciones.
Yo he cometido un acto cruel, no tengo dudas. Le quité la vida a un hombre, un hecho grave, por cierto. Pero ellos me tienen aquí encerrado, esperando la muerte en cualquier momento y solo salgo al exterior una hora por día. Permanezco en una celda de pocos metros cuadrados. He sido cruel pero ellos también son crueles.  Acaso más crueles que yo.
Pero hay algo que no conocen: todas las noches converso con un ángel de Dios.
Me viene a visitar desde hace tres meses a la celda.
Al principio pensé que era una especie de alucinación de mi parte. Lo miré y parecía un tanto abatido. Tenía los ojos cansados pero también un toque de orgullo en la mirada.
-Soy Lucifer –me dijo– un ángel de Dios y he venido a charlar contigo.
Y al principio me habló y me contó la historia de su caída. Al parecer había hecho algo que a Dios no le gustó y entonces fue castigado. Pero también hablamos de otras cosas. Yo le conté la historia de mi pobreza y el me habló del tema de la angustia.  Me comentó que era un ser espiritual y que no podía morir pero que también dudaba de eso.
–No sé hasta donde alcanza el poder de Dios –dijo– Puede ser que finalmente me mate.
Y yo le contesté que no se hiciera problemas, la muerte seguramente es dulce cuando uno ha sido cruel en la vida, pero creo que no lo convencí del todo.
Y así estuvo durante mucho tiempo viniendo a mi celda.
Hablábamos casi siempre de cosas importantes y yo sentí, por un momento, que sin su presencia cotidiana durante la noche no hubiera podido seguir viviendo en esa cárcel. Y en especial cierta vez, cuando fue tan enorme su consuelo a mi calvario que me postré a sus pies en señal de alabanza.
“¡No lo hagas!” –me dijo de una manera brusca– “Dios tan sólo quiere que se lo alabe a él ”. Y luego desapareció,  tal como acostumbraba a hacerlo las veces en que estaba a punto de dormirme.
Hoy mi día ha llegado.
Mañana temprano seré ejecutado con una inyección. Dicen que no tendré dolores y que me iré durmiendo poco a poco.
Al atardecer Lucifer llegó para hacerme compañía y dijo por lo bajo:
– ¿Qué pedirás para la última cena?
–Un kilo de helado de menta con chips de chocolate –contesté.
–Espero que sea de tu placer –comentó–  Y luego desapareció de la celda.
Y bien, esta ha sido mi historia.
No sé cuánto durará la larga noche previa a ser ejecutado. A veces un minuto no dura un minuto, a veces un minuto es largo. Pero lo cierto es que  a mí me toca partir. Daré fin a todo este relato en el mismo momento en que la jeringa penetre en mi piel.  Hace bastante frío ahora y aunque estoy encerrado, sé perfectamente que afuera es invierno.
Hace un rato me han traído el kilo de helado de menta y no dejo de terminar de preguntarme en qué terminara este corto viaje que ahora emprendo:
El misterio de la vida y de la muerte se despliega ante mis ojos. 
Tal vez me toque, simplemente, dormir el sueño eterno. 


©2018

jueves, 13 de septiembre de 2018

La Gran Radiación



Este cuento ganó en el año 2013 el concurso que organiza la Legislatura de la ciudad de Buenos Aires.


LA GRAN RADIACIÓN


Hoy es dieciocho de Junio de 2051 en la ciudad de Buenos Aires.
               Tan sólo quedamos vivos siete personas.
El resto ha ido abandonando la ciudad durante la última década. Eran  algunos cientos de miles de habitantes que sobrevivieron a la Gran Radiación del año 2024 y que al final se fueron a vivir a ciertas zonas rurales de la provincia donde se supone que están a salvo viviendo bajo pantallas de argón sólido y policarbonato. Digo se supone aunque en realidad no lo sé. La Gran Radiación no sólo acabó con mucha de las formas de energía en el planeta sino que también impidió para siempre la emisión de toda onda electromagnética.
Eso supuso el fin de la comunicación entre la gente. O por lo menos de la comunicación tal como la concebíamos en el momento del desastre. Creo que hay gente en la provincia intentando utilizar algún tipo de paloma mensajera que aún no haya mutado en reptil pero no estoy seguro. Lo escuché una tarde en una de mis caminatas hasta el Puente Alsina. Un hombre me gritaba eso y alguna otra incoherencia desde el otro lado del Riachuelo.
Es extraño.
Tengo casi toda la ciudad a mi disposición y últimamente lo único que hago es peregrinar hasta la zona sur para tratar de ver y de atisbar Valentín Alsina, el barrio de mi niñez. Me siento en las barandas metálicas del puente y desde allí arriba contemplo durante largas horas el paisaje, rodeado de un silencio que ya ha dejado de causarme impresión hace bastante tiempo.
La Gran Radiación mató de manera instantánea a todos quienes se encontraban al aire libre. Algunos de los que estaban bajo techo, en cambio, sobrevivieron algunas semanas antes de morir. Y una cierta cantidad de gente no precisada (algunos hablaban de mas de cien mil personas) escapó hacia las zonas rurales luego de descubrir que estaba a salvo debajo del argón y del policarbonato.
Tan sólo diez personas permanecimos normales. Y esto de “normales” no deja de ser un eufemismo. Los diez nos encontrábamos (por diversos motivos)  debajo de la bóveda de acero de la Casa Central del Banco Nación.  Siete hombres y tres mujeres, todos de bastante edad. En especial las mujeres, que eran todas ancianas y que estaban controlando sus valores y joyas atesoradas en cajas de seguridad individuales.
En aquellos días de caos, de desorganización, de violencia y de saqueos que sucedieron en los primeros tiempos yo me refugié en mi casa y creo que eso me salvó de la muerte. Por increíble que parezca, los miles de sobrevivientes se enfrentaban entre ellos con violencia, intentando apoderarse de la mayor cantidad de bienes (que por otra parte estaban a mano de cualquiera) o tratando de imponer su poder y sus ideas sobre el resto.
             Unos llamados Comandos Argentinos terminaron por imponerse y trataron de instrumentar el orden y la seguridad en la ciudad. Y entre las prioridades sociales fijaron la consigna de enterrar a todos los cadáveres usando palas excavadoras y fosas comunes mientras todavía se dispusiera de energía. Aunque también yo he visto a los muertos flotando sobre el Río de la Plata, como si fuera  el Ganges.
Luego todos se fueron al campo.
Los diez que estábamos debajo del acero blindado del Banco Nación permanecimos en la ciudad.
Un último comité de científicos nos estudió varias semanas y al final dictaminó que no podíamos, ni debíamos traspasar los límites de la ciudad porque sino moriríamos de inmediato.
La Gran Radiación (entre otras cosas) trajo inauditos cambios en las leyes físicas y hasta las relacionó con los límites políticos de la geografía. También puso el ADN y los genes de las personas en función del tiempo solar.
“Si se quedan dentro del perímetro de la ciudad vivirán exactamente 100 años”. –dictaminó el comité. “Y si lo traspasan morirán de inmediato”.
Y lo extraño es que nunca pensé en suicidarme.
Me quedé simplemente en la ciudad, aprovechando todo aquello que se encontraba a mi disposición, escribiendo un diario y comiendo las frutas y verduras de las huertas urbanas. Con el grupo de los diez del Banco Nación nos encontrábamos una vez por mes en el Café Tortoni. Al principio nos resultaba extraño ver desierto al Café Tortoni pero después nos fuimos acostumbrando.
Las ancianas, como era de esperar, se fueron muriendo justamente el día de cumplir cien años.
Los que sobrevivíamos las llevábamos en carro y la enterrábamos en la Chacarita.
                Y así ha ido pasando el tiempo.
                Siete hombres solos y bastante mayores custodiando el espíritu de la Ciudad de Buenos Aires.
Y entonces todos nos dedicamos a cantarle. A escribir narraciones y relatos. Tangos y temas musicales. Poemas, novelas e historias triviales que pudieran perpetuarla en el tiempo y en los años.
En mi caso particular, sin embargo, he dejado esta mañana de escribir mi diario.
He venido a sentarme en la baranda del Puente Alsina con la esperanza de recordar de alguna manera a mi infancia y a mis padres. Y a mirar al Riachuelo que oscila en dirección del río como una tortuosa senda.
Hoy cumplo cien años.
Y uno de los dos, la ciudad o yo, comenzará a ser leyenda.



©2013

sábado, 8 de septiembre de 2018

Nadia


Nadia era muy especial.
- A veces veo a la gente –decía-  y me gusta sentir que no son solamente personas pasando por ahí. Me imagino qué tan profundo se han enamorado o cuantas decepciones han tenido. Lo mismo me sucede cuando leo lo que escribes.
Mientras tanto la gente pasaba caminando por la avenida Callao.
Solíamos reunirnos en la Opera de la esquina de Corrientes allá por el año 96. Eran tiempos insólitos y extraños. Teníamos de presidente a Carlos Menem y el peso valía lo mismo que el dólar. Yo había regresado a la literatura y estaba recién divorciado. Mataba el tiempo por las tardes escribiendo cuentos que todavía conservo. No tenía un objetivo demasiado claro. Luego de dos décadas de locura, de dinero, de sustancias y de viajes,  la hora de la calma al parecer había llegado.
Nos conocimos en el Centro Cultural Alfonsina Storni, en la calle Tucumán al 3200. Nadia asistía a un curso de “Biodanza” y yo a otro de Comunicación y Literatura. Nunca entendí muy bien que era eso de la biodanza pero tampoco me esforcé mucho en comprenderlo. Con el  tiempo también me anoté en otro curso de la Historia del Arte. Estaba viviendo solo y me había separado y de ese modo llegaba a mi casa bien tarde.
Cierto atardecer, esperando en la administración, me puse a charlar con ella y la invité con una bebida en lata de la máquina expendedora. Nadia eligió una Pepsi free.
Debo decir que Nadia era bella de verdad. Una acuariana de cuarenta cumplidos. Vistiendo atuendo de gimnasia adherido al cuerpo y con la parte posterior del sostén a la vista y atravesando su espalda.
A mí me impresionó mucho verla.
No tardé en invitarla a salir y a los pocos días terminamos en la cama. Su padre había llegado de Rusia, huyendo del comunismo y su abuelo vivió la revolución rusa. Y ahora andaba ella, en este raro país, con su pelo rubio y corto y su sensibilidad extraordinaria.
Juro que nadie ha sido en mi vida como Nadia.
Una tarde le leí el poema “Los Justos” de Jorge Luis Borges y se puso a llorar en la mesa. Me pidió el libro para leerlo directamente y supongo que lo hizo unas diez veces más.   Más tarde, charlando el episodio, comentó  que el poema debía llamarse “Los Buenos”, en lugar de “Los Justos”. Era una mujer de altísima sensibilidad que había tenido el infortunio de casarse con un tipo bastante idiota.
Yo comencé a sentir una especie de adoración por ella.
En pleno invierno falleció su padre. Nadia lo encontró muerto en la cama. Estaba tieso y con los ojos abiertos.
–Pensaba que al morir cerrabas los ojos.- me dijo conteniendo apenas el llanto
En aquellos meses junto a ella volví a decir palabras que hacía mucho tiempo que no decía, como por ejemplo “siempre” o “nunca” o “te amo”.
Hasta que un día la vida nos obligó a separarnos. Nadia se mudaba a Bariloche con la madre, a un pequeño hotel en la ladera del cerro que fuera propiedad de su difunto padre y  yo no tenía otra opción que quedarme en la ciudad.
–Tengo que cuidarla. –me dijo una tarde en la Opera y en la mesa de siempre.
Y entonces dejé que las cosas sucedieran de ese modo.
El último día Nadia me preguntó porqué escribía.
–Realmente no lo sé. Creo que puedo darle algo de emoción a la gente. A veces cuando escribo descubro sentimientos que ni yo mismo sé que tengo.
 –La aptitud es suerte, –respondió-  naciste con ella.  Lo importante en la vida es la valentía. Y tú tienes mucha. Nunca te voy a olvidar y voy a guardarte en mi corazón para siempre, quiero que lo sepas.
Yo también Nadia. –dije.
Y luego no volví a verla nunca más.
Y aquí se termina, también para siempre, esta historia de Nadia y los cursos en la ciudad de Buenos Aires. La misma que sucediera  en el año 96. En aquellos años tan insólitos y extraños, cuando yo andaba recién divorciado y no sabía qué hacer con mi tiempo y con mis horas. Cuando teníamos de presidente a Carlos Menem y el peso valía lo mismo que un dólar.


                                                                                           ©2018