sábado, 25 de agosto de 2018

Hojarasca


1984.
George Orwell por supuesto.
Y la cerveza y las pastillas y algunos hechos iguales, infinitos e inofensivos  que me llegan desde algunas de mis propias conexiones celulares.
“No existe la mente” –me había dicho un profesor marxista diez años atrás– “lo único que existe es el cerebro y las neuronas”. 
En las noches de viento siempre me pongo a recordar esa frase.
Materialismo dialéctico en su estado más puro.
Yo tuve ese privilegio terrible de ser joven en la República Argentina y en particular en la década del setenta. Un “pendejo tan altivo como ignorante”, según los dichos de mi profesor de historia. Un hippie de pelo largo, una hojarasca.
Yo no puedo ser una hojarasca. –le comenté a Mariana.
La hojarasca  son  las miles de  hojas que caían de los árboles en los otoños de mi niñez.  Un paisaje de hojas secas esparcidas por el suelo que le daban al jardín de mi casa un aspecto triste y un poco abandonado.
Mariana era rubia, argentina e hija de un matrimonio mixto. El padre un judío algo escéptico y la madre, una argentina hija de inmigrantes. Tengo un recuerdo preciso de Mariana. Fue cuando me regaló una cadena de oro y una estrella de David y que yo, como buen joven, la perdí a las pocas semanas bañándome en el mar.
Tuve muchos sueños desde aquel día. No podía tolerar, ni aceptar, mi torpeza. A veces soñaba durante la noche que me sumergía en el mar y nadaba y buceaba hasta dar con la verdadera cadena y con la estrella y luego regresaba a mostrársela.
Pero era  tan solo un sueño y nada más.
 Mis amigos se burlaban de mi “¿Te hiciste judío hijo de puta?” dijo el mas procaz cuando me vio con la cadena en el pecho. En fin, tal vez yo fuera una hojarasca, como había llegado a decir mi profesor de historia, pero ciertamente a ellos  los doblaba en calidad humana.
Y  tenía un proyecto: anhelaba ser escritor. Nada del otro mundo. Me la pasaba escribiendo. En especial poesía de la que hoy reniego por completo.  Algunas incluían puntos suspensivos y otros símbolos ortográficos que desprecio.
1984.
George Orwell por supuesto.
Mariana vino una tarde y me dijo: “He perdido una década de mi vida. Te ruego que leas esto”. Me dejó una edición de bolsillo de un libro, El Tao de la Física, editado en 1974 y de un escritor con nombre hindú que ya no recuerdo. Decía que el texto unía el orientalismo y la mecánica cuántica.
No supe cómo decirle que no creo ni en la materia ni en el espíritu ni en nada.
Ella me apuñaló, como buena mujer, con la palabra.
“Tu profesor de historia tenía razón– dijo–  también se le llama hojarasca  a la cosa inútil y de poca sustancia”. Después marchó a Miami y se casó con un cubano anticastrista y ya nunca más volví a encontrarla.
Bueno, estas han sido las cosas que pasaron hasta hoy. Nada del otro mundo, como les dije. Cuestiones de las que cientos de escritores, filósofos y farsantes se han ocupado desde existe lo que llamamos civilización humana. Pensamientos confusos y mentiras perdidos en el medio de la falsedad  y también en la contienda de una subasta.
Que quieren que les diga.
Pura hojarasca.


©2018

viernes, 17 de agosto de 2018

Celina y Alberto



                    




                                                                                    1

            En aquella húmeda mañana de un insoportable mes de agosto Ravazza sabía perfectamente que algo diferente le iba a pasar. Lo notaba en algunos tics corporales, en cierto nivel del zumbido de oídos y en sus manos mucho más frías que de costumbre.
Y además en ese leve, pero muy leve ahogo que sentía al sorber el café sentado en la mesa del bar. Entonces sonó el celular y sus sospechas se tornaron realidad. Del otro lado se escuchó una voz de mujer preguntando por él.  La voz se presentó y dijo:
–Soy Celina.
– ¿Qué Celina?
–Celina tu novia ¿Te falla la memoria?
Y entonces Ravazza terminó de beber el café. Celina representaba en ese instante la prehistoria de su vida. Casi le costaba calcular los años que no la veía. Y toda su enjundia de hombre acostumbrado a las palabras se derrumbó en ese momento con la facilidad de un castillo de naipes.  Los segundos pasaron y no logró articular la menor frase.
– ¿Estás ahí Carozo?
–Si –replicó- Y no me gusta que me llames Carozo.
Lo primero que pensó Ravazza fue en el vértigo del paso del tiempo y en los cambios con los que la técnica acorralaba a los humanos. Celina había sido su novia adolescente treinta años atrás y ahora su voz reaparecía en un pequeño aparato que en aquel tiempo hubiera sido de ciencia ficción.  Luego le hizo señas al mozo y pidió un segundo café. Pensaba en beberlo sin sentir ningún ahogo y en tratar de ordenar sus oscuras cavilaciones.
Sin embargo todo fue en vano.
Dentro de su mente percibió  una especie de destello interior y en el destello pudo contemplar a Celina mientras lo abandonaba por su mejor amigo en el día de su cumpleaños. Todo fue como un chispazo que permitió que una vieja realidad invadiera su memoria. 
– ¿Cómo conseguiste mi número? –preguntó.
–Ya te lo diré. Nos vemos en el Glorias, a las ocho de la noche, allí te cuento todo. –dijo y luego cortó.
El “Glorias” era en ese momento un bar en cierto modo decadente en la calle lateral del club Glorias Argentinas de Mataderos. Años atrás, un fuerte temporal había volado el viejo techo de chapas y derrumbado las paredes del gimnasio. Durante la segunda mitad del siglo XX  el club fue un importante lugar de reunión social y musical con bailes y actuaciones de artistas populares hoy legendarios. Ahora, sin embargo, era un limitado y triste recuerdo de lo que en su momento representó para la gente de  la zona.
Ravazza entró al bar del Glorias y miró en dirección a todas partes. No tenía ni la menor idea de cómo reconocer a Celina. Entonces decidió buscar entre las mujeres del lugar aquellos enormes ojos oscuros que en su momento lo habían encandilado. Alguien tocó sus hombros y Ravazza  giró la vista para verla: era Celina en persona. Estaba con su pelo morocho recogido y un pequeño elástico rojo apretando la cola de caballo. Tenía cierto leve maquillaje en la cara y se le notaban dos cosas, una, lo hermosa que era y otra, el paso del tiempo inexorable.
Ravazza sintió en esos momentos sorpresa, admiración y un poco de espanto.
– ¿Cómo pueden pasar estas cosas? - se preguntó sin obtener ninguna respuesta.                                                                                                                         Celina lo besó en la mejilla y lo miró divertida. Luego se sentaron a una mesa lateral y charlaron durante casi dos horas.
Ella era bailarina de tango, una famosa bailarina de tango que Ravazza nunca llegó a conocer debido a un seudónimo y que junto con su amigo Alberto, el mismo que se la había robado, estuvo viajando por casi todo el mundo.
–El otro día me puse a hacer las cuentas –dijo– y visitamos cincuenta y cuatro países. Siempre bailando tango.
Nunca tuvieron hijos y Celina no le explicó por qué, pero conocieron gente muy importante, celebridades y reyes y jefes de estado. Y ahora Alberto había decidido separarse de ella, dejar de bailar y retirarse a un suburbio de Miami.
– ¿Se puede saber dónde entro yo en todo esto? –dijo Ravazza.
–Quiero que vayas, que hables con él y que le pidas que no se separe de mí.
Y en ese mismo momento los equipos de audio del local comenzaron a propalar antiguos tangos. Ravazza amaba aquel sonido, aunque también sabía que era un género que se estaba muriendo poco a poco. Para el tango (y acaso para él) había llegado la hora del ocaso.
              Pensaba además que su encuentro con Celina era tan bizarro como insólito, en especial por el pedido que intercediera ante su viejo amigo. No llegaba a comprender del todo semejante encargo pero sentía que esa misma incomprensión lo instaba a  seguir adelante.
                – ¿Por qué yo? –le dijo– A mi me parece hasta un poco absurdo.
                –No lo sé –respondió Celina– Anoche tuve un sueño y sentí que debía llamarte.
                Ravazza entonces se levantó de la mesa con el número de Alberto en el bolsillo del saco. Celina le acarició la cara y sus ojos se humedecieron un poco.
– ¿Todavía te gusto? –dijo Celina.
–Siempre me gustaste.


                                                                              2


Y al día siguiente diluvió en Buenos Aires.
Ravazza se encontró con Alberto en un viejo bar del Bajo. Esos que suele haber en la Recova del Paseo Colón. Cuando se vieron los dos se fundieron en un fuerte abrazo. Alberto estaba tan buen mozo como siempre y el pelo rubio y lacio de entonces ahora aparentaba  un color algo indeterminado. Su rostro, sin embargo, casi no tenía  ni arrugas ni marcas, aunque, eso sí, se le notaba bastante flaco.
Los dos charlaron mucho acerca del pasado y tanto el uno como el otro dieron aquel viejo episodio por superado. Se contaron historias de su vida y bebieron vino blanco.
Afuera la lluvia casi anegaba el Bajo.
Entre vaso y vaso Ravazza le preguntó cuál era la razón por  la que abandonaba a Celina y entonces Alberto se quedó muy asombrado.
– ¿Cómo sabes eso?
–Ella me pidió que viniera a verte y que los reconciliara. O algo así, no estoy seguro. Ni siquiera sé porque vine a buscarte. Esto es algo loco, lo admito, en especial después de tantos años pero bueno, no soy de fallarle a nadie, le hice una promesa a Celina y vine a cumplirla.
Alberto se tomó de la cabeza y la hundió entre sus brazos. Le comentó a Ravazza que le estaba muy agradecido por su “gestión” pero que ya tenía la decisión tomada desde bastante tiempo atrás y no pensaba modificarla. También le dijo que no tenía ninguna otra mujer y que amaba mucho a Celina.
–La gente no abandona a las personas que ama. –dijo Ravazza.
Y Alberto lo miró con una extraña tristeza.
A partir de aquel día ambos reanudaron cierta especie de remembranza de aquella joven amistad que tuvieron algún día. Andaban juntos por Buenos Aires, se encontraban tres o cuatro veces por semana y visitaban los lugares emblemáticos  del viejo pasado. Disfrutaban de estar juntos y eso se notaba pero Ravazza nunca logró que le volviera a hablar de Celina.
Un atardecer compartido en el bar donde se produjo el reencuentro y un par de vasos de ron lograron que al final Alberto le terminara por contar algunas cosas. “Ella tiene la vida y el futuro asegurado, vivirá de rentas, de todo lo que hemos ganado en las giras. Armé un fideicomiso para quedarme tranquilo, soy un tipo muy metódico, he dejado todo arreglado”.  Y luego no volvió a mencionar el tema.
Ravazza llamó a Celina para contarle su fracaso y ella le agradeció por haberse encargado de su pedido.
Una semana después Alberto partió rumbo a Miami. Ravazza lo acompañó al Aeropuerto de  Ezeiza pero lo notó muy desmejorado. Un par de horas antes de embarcar conversaron mucho sobre la vida y las cosas que pasaban. Fue una conversación cargada de melancolía, hasta que en un momento especial Alberto sintió ante su viejo amigo que debía confesarse:
–Tengo cáncer de páncreas –dijo- Moriré en un par de meses. No deseo, bajo ningún concepto, que Celina vaya a verme convertido en un despojo humano. La amo por sobre todas las cosas y voy a evitarle ese sufrimiento. Arreglé con una clínica en las afueras de Miami, cuando comiencen los dolores ellos me aplicarán la sedación paliativa, que es un eufemismo, claro. Las altas dosis de sedantes solo acelerarán mi muerte. Moriré sin dolores y sedado. Y así me iré yo de este mundo, como nos iremos todos. Tengo un contrato, arrojaran mis cenizas al mar y listo.
Ravazza lo miró a los ojos con firmeza pero sin pena aunque no logró articular palabra.
–Te lo he contado todo. Sé que no vas a decirle nada a Celina porque los dos compartimos los códigos. Somos parte de una cofradía, nacimos en el suburbio, sabes bien de lo que estoy hablando.
–No sé si estoy de acuerdo contigo Alberto, pienso que haciendo esto no vas a permitir, por más doloroso que sea,  que Celina viva tu muerte como realmente debería hacerlo. Aunque  también respeto tu decisión. Nacimos en el suburbio, es cierto, somos una cofradía.
Luego se abrazaron en el extremo de la escalera mecánica y Alberto tomó el avión.

                                                                             

                                                                   3


Ravazza anduvo después transitando los lugares  donde había estado con su amigo.  Pensaba en esa especie de  viaje hacia la muerte que Alberto emprendía y pensó que la vida no era otra cosa  que  un viaje hacia la muerte.  Esta misma existencia actual lo desconcertaba por completo.  De repente el pasado había hecho una especie de entrada triunfal en la rutina de hombre grande.
Las luces y las sombras de la juventud irrumpieron en su soledad  y él extrañamente se sintió deslumbrado. Las salidas con Alberto y la charla con Celina lo habían quitado del tobogán diario donde bajaba en círculos y poco a poco se hundía.            
Algunos días después lo llamó Celina. En esos momentos caminaba por el Bajo, en busca del bar de Paseo Colón en La Recova. Hacía mucho frío en la ciudad y llevaba un abrigo con el cuello levantado.
– ¿Cómo estás Carozo?
– Ya te dije que no me gusta que me llames Carozo.
– ¿Cuándo vas a venir por el Glorias así te enseño a bailar?
–Mañana –dijo Ravazza– Mañana mismo paso por allá. Tenemos muchas cosas de las que hablar, Celina.
Luego entró al bar y puso sobre una silla el abrigo. Se sentó mirando a la calle y pidió un vaso de ron para brindar por Alberto.


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