miércoles, 27 de septiembre de 2017

El año de la cocaína

¡Oh alma mía, no aspires a la vida inmortal,
Pero agota toda la extensión de lo posible.


                Y vaya si en aquellos tiempos nos guiábamos por Píndaro respecto  de lo posible.
Lo imposible no lo hicimos pero les juro que anduvimos bastante cerca.
Hellfrut Pantera me conseguía la cocaína. Yo lo llamaba Hellfrut por una caprichosa asociación de nombres que se me daba por hacer. Hell por infierno y frut por fruta. Llamábamos de ese modo a la merca, a la frula y por transposición a la fruta. Qué sé yo todos los nombres que le dábamos a la droga; ya casi no los recuerdo.  Además, panterita era tan rubio como un alemán y ese Hell, podría perfectamente ser el Heil del saludo de Hitler.
                No estuvimos demasiado tiempo juntos pero los dos sentimos en el interior del alma la verdadera amistad. Ese sentimiento indescriptible y que se vive pocas veces en la vida. Generalmente la amistad se refiere a convenciones sociales,  a cierta camaradería o compañía y también al respeto entre dos personas.
Entre Hellfrut y yo, en cambio, había sentimiento.
Y los años no hicieron otra cosa que confirmarlo.
Pero volvamos a Píndaro  que es lo que ahora me interesa.
En el techo de la heladera del trabajo, todas las mañanas, dejábamos hechas unas diez o quince líneas blancas y un tubo de lapicera para aspirarla. El que deseaba aspirar lo hacía y el que no lo deseaba no. Así de simples resultaban las cosas.
Solo que la sencilla aspiración te confortaba mucho.  Estábamos alegres, superiores y diáfanos. Quien no lo ha probado no lo sabe. Quien no lo ha probado no conoce lo que es disfrutar de la más grande alegría en el momento más común y corriente.
 A veces resultaba  fabuloso.
En cualquier instante uno aspiraba el polvo blanco y el mundo dejaba de ser el mundo y se convertía en una especie de universo personal donde todas las cosas se hallaban donde tenían que estar.                                                                             
Hoy los años han pasado y los recuerdos me traen cosas bellas.
Aunque también hay algo muy duro que quiero decir. No hay que tomar cocaína cuando se es demasiado pobre. No combinan esas dos cosas. Es imposible que te sientas supermán en la miseria.  De repente escuchas  la guitarra de Clapton como jamás la escuchaste. Y hay un tono de Freddy que nunca percibiste tan alto. Y la sociedad que te rodea. Y ese anillo que quieres comprarle a tu amor porque tienes el dinero suficiente.  Y la suavidad del terciopelo en la habitación del hotel. Y el sexo alucinado que compartiste. Y ella que tornaba a la ducha cuando ya no te quedaban fuerzas para nada.
Quien no lo vivió no conoce lo que pasa.
Por eso me parece que de estas cosas no deben opinar los que no saben.
Yo era joven, corrían los años de la década del noventa y en algún momento comprendí que todo se había terminado. No daba más. Mi salud se derrumbaba por los excesos. Fui manejando mi automóvil casi dos mil kilómetros y huí hacia el Brasil, donde los dealers no podían encontrarme.  Y allí estuve en las cálidas aguas purificando el cuerpo y apaciguando el alma durante algunos meses.
Hoy ya las cosas finalmente han pasado. En especial aquellos días tan seductores donde se aspiraba el  polvo blanco y todos imaginábamos que el mundo se encargaba a pedido.
Ahora soy un tipo grande, camino despacio y a veces bebo algunas copas en el bar donde antes nos encontrábamos con Hellfrut Pantera.
A panterita lo internaron mientras estuve en Brasil y cuando regresé me enteré que la familia lo había convertido en integrante de una congregación evangélica cristiana. Allí le dijeron que su comportamiento era culpa del diablo y él se lo creyó.
Por esas cosas de la vida estuvimos muchos años sin vernos pero cuando nos reencontramos a los dos se nos cayó una lágrima en medio del fuerte abrazo.
Esta ha sido, un poco resumida, la historia del año de la cocaína; hoy tan solo la veo como un viejo amor al que ya no quiero ni extraño. Es que todo pasa finalmente en la vida con el mero transcurrir del tiempo. Es una exhalación y es el breve destello de un beso.
Apenas nos quedan algunos recuerdos lejanos.
Nada más que eso.


©2017

jueves, 21 de septiembre de 2017

Solo están ardiendo los castillos




Me he dejado caer en el sillón. El vaso de whisky ha quedado en la alfombra y a lo lejos, en el equipo de música suena  el bueno de Neil Young.” No dejes que nada  te deprima, solo están ardiendo los castillos…” Es cierto, solamente están ardiendo los castillos de los últimos meses de mi vida, nada más. La luna, mientras tanto, aparece por detrás de las cortinas  del ventanal principal.

Una blanca y pálida luna, perdida entre la bruma de la noche y la humedad. Ciertamente estoy muy solo; aunque también sé lo que es estar solo desde hace mucho tiempo atrás. Soy una especie de experto en soledad.

 Pero ahora, sin embargo,  lo único que me importa es el dolor; he dejado de tener en cuenta a  la soledad. 

“Solo tienes que encontrar a alguien que esté dando vueltas allí cerca”, insiste Neil. Es una vieja canción de los años setenta. Ni siquiera sé porque me la he puesto a escuchar. Lo cierto es que quito mi vista de la luna y me pongo a ver en el cristal de la ventana. Y detrás del cristal la veo a ella sonriendo entre el brillo y los reflejos.

Su flequillo acentuado, su pelo amanecido, las delgadas manos que he besado, el lóbulo de la oreja y el pendiente de perlas, con el que jugueteaba por las noches y que tanto me gustaba morder y apresar. Y además, su sonrisa de mujer lejana, los ojos brillantes y un tanto asombrados  y esa increíble chispa en la mirada que yo le notaba cuando empezábamos a amar.

Una nube furtiva pasa y oculta la luna.

Termina la canción de Neil Young.

Tomo el vaso de whisky de la alfombra, le pego un leve sorbo y me pongo a pensar. Una especie de caleidoscopio de imágenes nítidas comienza a desfilar por mi memoria. Y la veo, y nos veo, haciendo el amor en la bañera del hidromasaje, comiendo comida asada en oscuros  lugares del suburbio, donde muchas veces la solía llevar. Y también caminando tomados de la mano en la húmeda mañana de Gesell. Corriendo carreras alocadas por la costanera y mirando películas de Woody Allen en la pantalla de mi casa, a las tres de la mañana, mientras ella trataba de arrastrarme de los brazos a la cama, quien sabe con qué intenciones, porque yo ya no daba más.

Hoy todo eso ha terminado y sé que tengo mi responsabilidad.

Han comenzado a arder los castillos. Un tiempo de hecatombe me señala, como si fuera  un sonido repetido y vuelve a susurrar en los oídos  que ahora, para mi vida,  es  mucho más importante el dolor que la soledad.

Tengo miedo pero me cuesta mucho admitirlo.

A través de la ventana miro y sostengo su imagen en la noche oscura.

Tal vez nunca la pueda olvidar.



©2015

jueves, 7 de septiembre de 2017

Reencuentro



                Ayer nos juntamos a beber un café en el lugar de siempre. Solo que el lugar de siempre no existía. Ya no había ni barra, ni columnas ni mesas de mármol ornamentadas de bronce. Sólo plástico presuntuoso, moldeado en el diseño armónico de colores, con acrílico y madera enchapada. Y hasta nuestra misma mesa de siempre, junto a la ventana, era ahora el espacio de una vitrina para ofrecer postres a la gente que pasaba.

Por momentos noté, mientras charlábamos, una cierta incertidumbre.  Daba la impresión de que deseabas volver conmigo y no sabías como expresarlo.

Confieso que aquello me desconcertó mucho.

Y entonces todo lo que pasó diez años atrás volvió como una proyección de imágenes a mi cabeza. Y te vi junto a mí haciendo la siesta y escuchando la lluvia desde la cama. Y paseando por Buenos Aires. Y yendo a los museos y a los teatros y comiendo pizza en la esquina de tu casa.

Diez años que a mí me parecieron mil. Es que en todo ese tiempo sucedieron muchas cosas. Mis manos acariciaron otros cuerpos. Mis ojos vieron otros paisajes. ¿Qué es lo que yo ahora podría darte?  Para ti no sería otra cosa que un extraño. Un fantasma intangible del tiempo que pasó.

Y creo que lo entendiste porque a la media hora, con un pretexto cualquiera, me diste un beso y te fuiste caminando por la calle hasta desaparecer como una sombra entre la gente que pasaba.



©2017

viernes, 1 de septiembre de 2017

Laila



                El tiempo pasó demasiado rápido.
                Ha transcurrido medio siglo desde mi niñez.  Y ahora recuerdo el comienzo de los años sesenta con un cierto dejo de inquietud en el alma.  “Asesinaron a Kennedy”, titulaba el periódico en el atardecer.  La radio ya había anticipado la noticia en el comedor de mi casa. Una radio a válvulas con un mantel sobre su parte superior y arriba de ella cierto pequeño jarrón decorado de porcelana.
                La vida en ese entonces era un devenir. Un transcurrir de sucesos al que mirábamos asombrados desde nuestra posición neutral.
La edad nos impedía tomar parte; no estábamos ni a favor ni en contra de nadie.
A mí me gustaba mirarla  desde la vereda de casa mientras bordaba telas en el balcón. Era tan bella y tan deslumbrante que no me importaba nada.  Ni siquiera que hubieran asesinado a Kennedy en la ciudad de Dallas. Una cosa irrelevante y sin ninguna importancia.
Lo importante era ella, allí sentada en el balcón de su casa.
Aunque claro, tenía catorce años y yo apenas doce, y eso sí que tenía relevancia.
Muchas veces la miraba pasar rumbo al transporte público. Era una especie de ángel surcando la calzada. Algo inexpresable, algo que no se puede poner en palabras.  Llevaba uniforme de escuela religiosa. Se peinaba el pelo oscuro con rodete y cargaba con una multitud de carpetas, acaso alguna de ellas por completo innecesaria.
Dejaba un surco de luz cuando pasaba por mi casa.
Aquellos fueron años inaugurales. Años donde comenzaron a pasar cosas que jamás pasaron antes. Especialmente contigo. Con la falda escocesa y tableada y hasta con esos lentes, que tan bien te quedaban.
Mis amigos, como es natural, se burlaban de mí.
Ellos andaban en azarosas expediciones buscando aventuras en los suburbios del barrio. Cruzaban bañados y arroyos y atrapaban gigantescos insectos en las curtiembres que estaban a un costado de aquel Riachuelo contaminado.
Una vez uno de ellos me dijo de la manera sutil a la que acostumbraba:
–Ni siquiera conoces su nombre. ¡Sos un tarado!
Y yo tuve que aceptar que era cierto. Que ni siquiera sabía cómo se llamaba.
En aquel tiempo la TV en mi país se emitía en blanco y negro.
Me gustaba mirar por las noches los programas de noticias que nos enviaban imágenes de la ciudad de Washington. Todo era muy ceremonioso e impregnado de duelo. Había sido asesinado un presidente importante y la gente lloraba. Mirábamos la TV al cenar, un poco más tarde que mi padre llegara del trabajo. Y él era muy estricto en este tema.  Luego de la cena, cada uno a su cuarto a estudiar o descansar para mañana.
Pero yo  por las noches soñaba con su paso leve sobre la acera de mi casa.
Lo cierto es que hubo un baile el día sábado en la Asociación de Fomento del barrio. Y a mí me tocó concurrir con mi grupo de amigos, bien vestido y bien acicalado.
Sonaban los temas de Neil Sedaka en el altoparlante.
Había bastante cerveza y también carne asada. Y el humo de la parrilla, por momentos, invadía la pista de baile. Todo era excesivamente argentino y más tarde comprendí, junto con el paso de los años, que aquella era una realidad que a lo largo de mi vida nunca dejaría de acompañarme.
Luego pasó lo que tenía que pasar.
Ella bailó con un muchacho de unos quince años.
Había llegado a la reunión acompañada por su madre y eligió una mesa retirada del centro de la pista. Sin embargo, innumerables galanes se acercaron a invitarla. Y cuando bailó La Terza Luna,  lo hizo mejilla a mejilla con su acompañante, aunque de manera moderada, ya que todo era moderado en ése entonces.
Y yo terminé por aceptar lo que pasaba.
Deambulé por el salón sin demasiada convicción y debí sobrellevar la situación  de una manera estoica pero inquebrantable. Mis amigos me hicieron el aguante. Supongo que les debo haber dado un poco de lástima. Alguno realizó algún comentario y la gran mayoría prefirió callarse.
Aunque la verdad, es que aquella noche, en mi pequeñez, me sentí  grandioso.
Todavía era apenas un niño y ya me enfrentaba al desengaño. Lo hacía con mucha dignidad, tal como debe hacerse en la vida. Y  ahora que han pasado los años, aún me siento orgulloso de la manera en que enfrenté el dolor en aquel baile.
Luego el tiempo comenzó a pasar porque eso es lo único que hace.
Yo me enteré después que ella se llamaba Laila, y que  su padre era un comerciante libanés que había llegado al país cinco años atrás.
Laila acabó con su ciclo escolar y se mudó del barrio y ya no volví a verla bordar en el balcón nunca más. Por mi radio a válvulas, decorada en su parte superior con un jarrón de porcelana, comenzó  a sonar muy seguido el  grupo musical The Beatles y un nuevo presidente llamado Lyndon Johnson reemplazó al que había sido asesinado.
A mí me tocaba  asomar mi cabeza a las cosas del mundo. 
Estaba aprendiendo a vivir con algunas torpezas pero también con mucha intensidad. Los tiempos estaban cambiando y yo era la parte más joven del cambio.  Y entonces sentí un poco de vértigo en ese instante, cuando comprendí  todas las cosas enormes que seguramente habrían de pasarme.
Y entonces, con mi mejor sonrisa,  solo en la oscuridad del cuarto, puse un disco de Neil Sedaka y luego salí para encontrar a mis amigos en la calle. La luna se estaba haciendo dueña del cielo de la ciudad de Buenos Aires. Yo la miré con un  dejo de ternura y le prometí que de Laila jamás iba a olvidarme.


©2017