lunes, 28 de enero de 2019

Mamá


Te diré una cosa, mamá.  Nunca me olvidé de vos, te lo juro.
             Hay razones muy simples que explican todo esto que te digo.
Hay razones estrictas y necesarias del hombre  grande que ahora soy.
Como comprenderás, un tipo algo desencantado y que ha pegado la vuelta remmando amaneceres. Un hombre que cuando era niño se acunaba en tu regazo como si tu amor y tus brazos fueran el centro del Universo conocido. Me acunabas, me arrullabas y me dabas tu calor, la verdad,  es que fue fabuloso.
Recuerdo una cierta vez haber planteado a mis amigos, a modo de interrogante ¿No será mi madre la mejor del mundo? Y ante la duda y la incertidumbre de sus miradas redoblé mi apuesta: ¿Por qué no?  ¿Por qué no puede ser ella la mejor del mundo? En fin, arbitrariedades.  Anhelos de un adolescente que desconocía el Tao, y la física cuántica y la Teoría Literaria y la semántica y el estructuralismo. Un hombre sin este background de ahora.  Un sabedor de decenas  de doctrinas y que por lo demás no lo han llevado a ninguna parte.
¿Te recuerdas cuando me arreglabas la corbata?
Me refiero a aquella pequeña corbata que atabas al pequeño cuello de mi pequeña camisa. Hablo de la corbata sostenida por un elástico. A esa corbata me refiero mamá, a esa tan solo y a ninguna otra corbata que haya existido en el planeta tierra.  Y también a aquel guardapolvo blanco almidonado y a la Argentina de Sarmiento y a nosotros dos caminando entre la bruma y en la neblina del suburbio de la ciudad de Buenos Aires.
Creo que aquellas vivencias fueron en verdad un puerto sin retorno. 
Tenerte a vos, mamá, era tenerlo todo. (Si es que se puede tenerlo todo en este mundo.)  Fuiste irreductible en tus postulados.  El negro era negro y el blanco era blanco. Los grises nunca te importaron demasiado.
Y el tiempo, ah sí.  El tiempo entre vos y yo, y entre papá y los hermanos.  Eso sí que parecía ser real aunque no lo fuera. 
La ciencia suele afirmar que no existe el futuro; que el futuro es  una falacia que se convierte en presente a cada segundo que pasa.  Y yo aprendí después,  que si hay algo que no existe en realidad es el presente.  Y mucho de eso  te lo debo a vos, mamá.  A tu postura inflexible frente a las especulaciones.
Lo único que existe es el futuro, decías.
Y yo ya a lo tengo asumido y bien  incorporado.
Es un río que viene desde la desembocadura hacia la vertiente, un río que quiebra la ley de gravedad. Un extraño retorno que nos lleva a ser nosotros mismos, nos guste o no nos guste. Una  falacia para los materialistas. Toda esa gente que se guía por sus primeras sensaciones.  En fin, limitadas personas que morirán sin siquiera haber tenido una presunción de lo que significa la esquiva realidad.
Yo siempre he atisbado tu amor, mamá.
Y no sé si moriré tranquilo (eso sería pedir demasiado) pero he entendido  tu mensaje desde mi estricto lugar. Entonces me dolían los rechazos extemporáneos, las burlas, las humillaciones. Entonces era joven y desde el mundo me llegaba un informe inadecuado, tal vez, y  alguna que otra confusión conceptual.  
Debe ser eso mamá.
Lo cierto es que los relojes  han continuado andando desde aquella época en que me colocabas la corbata y yo era un niño que estaba pendiente de cada una de las cosas que gustabas de afirmar.  No sólo los relojes han desandado su giro en los cuadrantes  sino que además el tiempo pasó como una rueda que gira sin parar. Y hasta la propia vida se ha convertido en una imagen borrosa de lo que somos, de lo que hemos sido y de lo que nunca será.
En fin, la existencia transcurrida con amor, tratando de hacer siempre las cosas más bellas y con  menos soledad.
No importa el paso de las horas
Lo único que importa es que nosotros pasamos junto con ellas, mamá.


©2019

sábado, 19 de enero de 2019

La Reina del Rock



    Roberto Pérez nació en la soleada tarde del 17 de Octubre del año 45. Su padre estuvo ese día participando de las manifestaciones que pedían la libertad del coronel Perón. Si hubiera nacido algún tiempo mas tarde, en lugar de Roberto se hubiera llamado Juan Domingo. Tal era la admiración que el líder justicialista despertaba en el alma de su progenitor.
                El niño nació en el dormitorio de su propia casa y su madre fue atendida por una partera como se estilaba entonces. Su temprana niñez se desarrolló en aquella segunda mitad de la década del 40 y tuvo como marco de referencia tanto la agitación política como el progreso económico.
                 Por razones ajenas a la voluntad de sus padres Roberto fue hijo único.
             Esta situación, que suele provocar en algunas personas diversos problemas de tipo psicológico, resultó, sin embargo una bendición para el niño ya que le gustaba mucho ser el centro y la atención de todos.
              Sus padres lo anotaron desde muy pequeño en las divisiones inferiores del club de fútbol San Lorenzo de Almagro y Roberto entonces demostró que estaba bien dotado para ese deporte. Era un niño hermoso, de pelo rubio y ojos marrones que hacía las delicias de sus mayores tocando la guitarra en las reuniones familiares o recitando versos en las fiestas escolares.
                Roberto siempre fue atendido con suma diligencia en cuestiones de salud y también tuvo la suerte de recibir muy a menudo juguetes y regalos. Sin embargo pasó toda la niñez solo y sin un amigo que lo acompañara.
                Cuando llegó a la pubertad estaba de moda el rock. Los padres lo inscribieron en una academia y el jovencito demostró rápidamente su aptitud para el baile.
             En la primavera del 58 fue anotado en un concurso organizado por el club Crisol del Parque Chacabuco. Llevaba como pareja a su prima Cristina y tenía un loco deseo de ganarlo.  Los jóvenes compitieron durante tres jornadas contra unas doscientas parejas de toda la capital y el domingo a la noche se consagraron campeones del torneo. En ese entonces existían numerosos clubes deportivos y sociales que reunían a los porteños en actividades deportivas y sencillas.
                Roberto y Cristina fueron invitados a dar exhibiciones en muchos de ellos porque bailaban realmente bien y además mantenían el ritmo infernal de las melodías sin dejar de hacer figuras acrobáticas y piruetas imprevistas que deleitaban mucho a los espectadores. Fue tal el suceso que obtuvieron en la Capital Federal que pronto los llamaron para actuar en algunas ciudades del interior del país. Los llamaban Los Genios del Rock and Roll y a Cristina le decían La Reina del Rock. Todo el verano del 59 se lo pasaron de gira por las provincias. Ganaron bastante dinero y se divirtieron mucho.
  Los acompañaba siempre la tía de Roberto (y a la vez mamá de Cristina), una mujer obesa y algo extraña que tenía por misión cuidar a los menores.
                Antes de la llegada del otoño y mientras daban una exhibición en la localidad de Río Tercero Roberto comenzó a  sentirse algo extraño. Notaba que se perturbaba mientras bailaba debido a la forma agitada de respirar de Cristina. Tampoco podía apartar la vista de las turgencias del pecho y del contorno de los muslos de su prima.  Esa misma noche la chica lo incitó a besarla y Roberto así lo hizo. Pasaron largos minutos besándose en la terraza del hotel, detrás de una columna y al amparo de miradas extrañas. De regreso a Buenos Aires habló con el padre y le dijo que quería que Cristina fuera su novia.
                El hombre se enojó mucho y le aplicó un golpe en la cara.
              ¡Cristina es tu prima hermana, idiota! – gritó después de una manera lapidaria.
               A partir de aquel día se terminaron los bailes y las giras por el interior.
            El comienzo del año lectivo ayudó a que los jóvenes permanecieran ocupados en el estudio y separados largo tiempo el uno del otro.
              El furor por el rock, además, declinaba.
           El baile fue reemplazado enseguida por otro ritmo llamado twist, circunstancia aprovechada por los padres para separar todavía más a los jóvenes primos.
            Roberto cumplió los dieciocho en 1963. En aquel tiempo se consideraba a ésa edad como el equivalente en el hombre de los 15 años de la mujer. No se hacían, de todos modos, el tipo de fiestas principescas reservadas a las damas. Al varón se le festejaba, en cambio, con alguna reunión sencilla donde se acostumbraba hacer alarde de la libreta de enrolamiento para el Servicio Militar. Roberto tuvo a suya aquel año. Sus padres le organizaron una reunión con mucho cariño y hasta compraron una torta decorada con la famosa libreta. Concurrieron algunos familiares y la totalidad de los amigos del muchacho (que en realidad no eran muchos)
               A la madrugada llegó Cristina.
            Venía de un baile en el Centro y traía de regalo un disco de Los Beatles. Roberto la miró y sintió que todo se oscurecía en derredor suyo. Tuvieron que pasar más de tres años desde aquel triste día en que su padre le pegara el cachetazo para que el muchacho pudiera volver a ver a su prima otra vez. La familia confiaba que aquella separación sería suficiente para mantener a los primos a distancia pero Roberto, sin embargo, apenas la vio la sacó a bailar y durante los temas lentos hasta se animó a susurrar algunas palabras en su oído. Un rato después los padres dieron por terminada la reunión.
                Aquella primavera Roberto conoció a una chica rubia y menuda llamada Susana y enseguida se puso de novio con ella. El padre de la chica era obrero y peronista, razón por la cual el padre aprobó de inmediato la relación. Susana era la antítesis de la hermosa y exuberante Cristina y además se mostraba dulce y educada con toda la familia.  Cristina por su parte se mudó a una pensión de estudiantes de la Ciudad de la Plata y comenzó a estudiar medicina en la universidad.
                El noviazgo de Roberto y Susana se fue desarrollando con normalidad a lo largo del año siguiente. El muchacho le daba a su novia un trato afectuoso y a veces se besaban o caminaban tomados de la mano. No tenían, sin embargo, relaciones sexuales y Roberto se cuidaba mucho de propasarse con ella cuando a veces se quedaban solos en la oscuridad del zaguán de su casa.
                Una tarde de verano, mientras esperaba para ingresar al estadio del club Estudiantes de La Plata Roberto vio pasar a Cristina manejando un automóvil. Desesperado, se apartó de la fila y corrió hacia el auto pero ella no se dio cuenta de la presencia de su primo y se alejó con rapidez en dirección al sur.
Para seguirla, Roberto tomó un taxi en la esquina de la Calle 2 y recién la alcanzó al llegar al centro comercial de la ciudad. Cristina lo abrazó y lo besó y después lo invitó a la pensión de estudiantes donde ella residía. Roberto dejó entonces de lado el partido de fútbol y pasó toda la tarde con su prima tomando mate y comiendo masas finas.  Casi de noche, Cristina lo llevó en su pequeño automóvil hasta la Terminal de Ómnibus para que regresara a su casa.  En el trayecto, sin embargo, estacionaron el auto en una zona oscura del llamado “Bosque” de La Plata y comenzaron a besarse apasionadamente.
A partir de ese instante Roberto perdió toda noción del paso del tiempo.
Sentados en el asiento de atrás del automóvil los primos terminaron haciendo el amor dos veces seguidas. Roberto sentía que una fuerza poderosa lo empujaba a permanecer en el interior de Cristina y a no dejar de penetrarla pasara lo que pasara.  Escuchaba también una voz muy fuerte que le decía que la siguiera amando hasta que sus fuerzas se lo permitieran y Roberto tampoco parecía dispuesto a resistir ese llamado. Y así estuvieron durante casi una hora hasta que al final cayeron exhaustos y abrazados.
El muchacho regresó a Buenos Aires con una enorme confusión en la cabeza. Sentía por Cristina una mezcla de amor y de pasión desesperada que no lo dejaba pensar con claridad. Estaba abrumado por lo que le pasaba.
Además, la relación sexual con su prima era la primera que mantenía con una mujer que no fuera prostituta. Todo resultaba nuevo para él.
La pasión, una pasión tan fuerte que lograba hacer latir su corazón como si fuera el de un potro desbocado. Y también la transgresión. Esa seductora posibilidad de mandar a la gente al diablo y decirle que no a todo el mundo al mismo tiempo.
Roberto, sin embargo, eligió la moderación.
Comenzó a visitar a Cristina todos los domingos a La Plata y a mantener con ella apasionados encuentros amorosos en la pensión donde se alojaba. Como el conserje de aquel lugar era un hombre muy estricto Roberto tenía que entrar siempre de  una forma furtiva. A veces necesitaba esconderse largo tiempo en los pasillos del edificio y en otras debía aguardar en la vereda, tapado por un árbol, esperando el momento oportuno para ingresar al cuarto de su prima sin que nadie lo viera.
Un año estuvo Roberto procediendo de esa manera.
Mantuvo durante todo el tiempo su noviazgo con Susana (aunque ella se quejaba de encontrarlo desganado) Y así comprendió enseguida que con alguna que otra excusa razonable podía conformar a su novia formal y luego pasar esos domingos locos junto a Cristina.
En Octubre del 65 Roberto cumplió 20 años y Cristina tuvo con él una larga charla. La chica era consciente de la imposibilidad de hacer oficial la relación con su primo.
–Sería una locura. –le dijo– y vos lo sabés bien.
Roberto escuchó sus palabras con una mezcla de comprensión y de furia. Entendía las razones de Cristina pero sentía un profundo odio contra la sociedad y contra sus padres y los padres de Cristina en particular.
– ¿Y qué vamos a hacer? –dijo Roberto.
–No sé. –contestó Cristina–. Vivamos el presente y el día que lo nuestro se termine nos despedimos y listo.
Roberto sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y Cristina, al verlo así, se apresuró a consolarlo.
–Vamos. –dijo– No seas tonto. Todavía tenemos tiempo.
Hicieron el amor toda la tarde en la camilla de una sala apartada del hospital al que Cristina concurría como practicante. Roberto regresó luego a Buenos Aires con un sabor agridulce en la boca y se fue a dormir sin hablar con nadie.
A instancias de su padre, aceleró los estudios comerciales en una Academia privada. Ingresó luego a la administración de la empresa metalúrgica más importante del barrio y comenzó a ganar un sueldo razonable.
Meses después en la familia le dijeron que ya era tiempo de hacer planes para casarse y Roberto no se opuso. En el término de unas pocas semanas los cuatro futuros consuegros aceleraron los planes y aportaron dinero de sus ahorros para comprarles un pequeño departamento en la zona de Flores. El saldo estaba a cargo de los novios y debían cancelarlo en 10 años.
Pocos días antes de casarse Roberto visitó a Cristina por última vez.
El joven sabía que su casamiento era la última e infranqueable valla de la separación. Cristina había sido muy clara al respecto.  Ella había dicho “Cuando te cases se termina todo” y eso a Roberto le parecía dolorosamente lógico.
La encontró a la salida del  hospital donde Cristina practicaba y estuvieron todo el domingo juntos. Hicieron el amor con la misma desesperación de siempre pero los dos estaban tristes y melancólicos. Al atardecer, cuando se dieron cuenta que todo terminaba, regresaron al hospital y empezaron a quedarse sin palabras.
–Es mejor que te vayas solo. –dijo Cristina– Esta vez prefiero no acompañarte.
Entonces Roberto se levantó de la silla, casi temblando y se acercó para despedirse de ella. Cristina permaneció en silencio durante un largo rato pero luego tomó un bisturí y con una presión suave y uniforme se cortó la palma de la mano izquierda ante la mirada azorada de Roberto. La sangre comenzó enseguida a brotar y Cristina extendió la mano hacia su primo. Roberto pasó entonces sus labios por la herida y la beso con pasión durante un largo rato.
–Bebiste de mi sangre–dijo Cristina–. No importa lo que pase. Serás mío para siempre.
Después Roberto regresó a Buenos Aires y a la semana siguiente se casó con Susana.
A partir de ese día la vida de los primos tomó por caminos diferentes. Roberto llevó por muchos años una existencia ordenada y rutinaria. También fue progresando en la empresa metalúrgica hasta llegar al puesto de gerente. Tenía 30 años cuando le dieron el cargo y supo hacer frente con eficacia a los problemas económicos del país. Susana le dio hijos mellizos al año y medio de casados pero luego no pudo volver a procrear debido a las complicaciones que tuvo el parto. Para ese entonces Roberto vendió el departamento que sus padres le habían ayudado a comprar y se mudó con su familia a un chalet del Bajo Flores. Era una hermosa vivienda de dos plantas con fondo arbolado y una pequeña pileta de natación. Tenía un  quincho con techo de pajas y una de esas enormes parrillas que tanto le gustan a los argentinos.
Cristina por su parte, se recibió de médica y se casó con un compañero de facultad. Constituyó su hogar allá en La Plata pero terminó divorciada al poco tiempo y sin haber llegado a tener hijos.
En todo ese tiempo llegaron a verse tres o cuatro veces. Lo hicieron obligados por compromisos familiares porque ninguno deseaba ver al otro pero cuando eso pasó la sensación interior que experimentaron fue muy fuerte.
Al llegar el golpe del 76 los asesinos de la represión mataron en La Plata a varios de los amigos de Cristina. Llegaban con toda ferocidad, tiraban las puertas abajo y secuestraban y mataban gente indefensa que dormía plácidamente en la cama. Cristina sintió que el aire se le estaba haciendo irrespirable y entonces decidió aceptar un trabajo humanitario en el África.
Roberto por su parte fue progresando cada día más. Se adaptó con perfección a las nuevas políticas económicas del país y terminó por convertirse en un hombre de bastante fortuna pero por alguna razón que sólo tiene explicaciones en el alma continuó viviendo siempre en el chalet del Bajo Flores. Allí devino en un vecino influyente y notorio. Llevaba por entonces una moderada vida sexual junto a su esposa y los mellizos crecían sanos y hermosos.
Una noche, al volver del trabajo, Susana le dijo:
–Hoy llegó un telegrama de Burundi, parece que tu prima está enferma.
Roberto se sobresaltó de tal manera que ni siquiera se preocupó por ocultarlo.
–Pero... ¿Cómo puede ser?–preguntó– ¿Qué tiene?
–No sé–contestó Susana – el telegrama no lo dice.
Roberto pronunció en ese momento algunas frases de compromiso frente a su esposa pero su mente comenzó a trabajar de manera febril.
Muchos años habían pasado desde aquella tarde en que se despidió de Cristina para siempre. Muchos años transcurridos en una asumida “normalidad” y apartado de lo que era su sentimiento verdadero y ahora, en un instante, y al recibir la información de que Cristina estaba enferma en África sentía que todo ese esfuerzo por complacer a los demás se derribaba igual que un castillo de naipes.
La sola imagen de Cristina enferma y abandonada a su suerte en el continente africano le resultaba particularmente intolerable.  Alguna decisión debía tomar y Roberto lo hizo. Al día siguiente le comunicó a su esposa que había decidido viajar de inmediato a Burundi.
Cristina no tenía familiares directos, estaba divorciada, sus padres habían muerto y tampoco tenía hijos. Todos esos argumentos eran suficientes para explicarle a su esposa de la necesidad del viaje pero de todos modos Roberto estaba convencido que, bajo cualquier circunstancia que fuera,  igual habría viajado.
En el curso de unos pocos días tramitó una visa especial para Zaire porque Burundi no tenía consulado en Buenos Aires. Después se aplicó cinco vacunas y por último viajó vía Marruecos en un complicado itinerario que le demandó 22 horas de vuelo. Cuando llegó a Burundi encontró a Cristina internada en el mismo Hospital de campaña donde trabajaba. Estaba pálida y delgada y conectada a un frasco de suero. Cuando ella lo miró sus ojos adquirieron un brillo extraño y denotaron la sorpresa de volver a verlo después de tanto tiempo. Roberto tomó un banquillo de lona y casi con timidez se sentó a su lado.
– ¿Cómo estás? –dijo.
–Mas o menos– contestó Cristina – Tengo un virus que no se conoce y estoy con anemia.
–Yo vine a vigilarte para que te cures pronto –dijo Roberto– Después te llevo a Buenos Aires.
Cristina sonrió y cerró los ojos pero Roberto la notó muy desmejorada. Un rato después habló con los médicos y le confirmaron el diagnóstico. Entonces pidió permiso para pernoctar allí porque deseaba permanecer cerca de su prima y porque además el hotel se encontraba en la capital, Kitega, a más de cien kilómetros de distancia.
A la mañana siguiente, antes de desayunar, Roberto donó sangre para Cristina y luego concurrió a ver a su prima.
Juntos conversaron durante un largo rato.
– ¿Te acordás cuando ganamos el concurso? – dijo ella.
– ¡Cómo voy a olvidarlo! –contestó Roberto- Me parece mentira pero pronto se cumplirán 20 años de ese tiempo fabuloso.
–Yo era la Reina del Rock. –dijo Cristina.
–Cuando estemos de vuelta en Buenos Aires vamos a bailar de nuevo. Te lo juro.
Cristina sonrió y tomó las manos de Roberto. Le gustó ese calor, un calor conocido y familiar que la llevaba a recordar las compartidas horas de pasión de aquellos años. Un calor que necesitaba mucho, en especial en ese momento en que sentía que sus fuerzas la abandonaban cada vez más.
–Tengo miedo de morirme, Roby. –dijo Cristina.
– ¡Cómo se te ocurre! –contestó Roberto– Hay que tener paciencia y dejar que tu enfermedad evolucione sin complicaciones para tu salud.
– ¿Seguro? –preguntó Cristina.
– ¡Pero por supuesto! –dijo Roberto y la besó en la frente.
Al siguiente mediodía Cristina entró en coma y a la noche murió.
Roberto la acompañó en todo momento y asistió de lejos a los últimos intentos de los médicos por salvarla. Después salió a la intemperie y lloró, apoyado en un árbol, hasta quedarse sin lágrimas.
Cristina fue enterrada en un pequeño cementerio de la selva de ese continente que recién estaba aprendiendo a amar. Roberto no consideró ni prudente ni necesario traer su cuerpo de vuelta al país. Hacerlo hubiera supuesto una multitud de trámites administrativos y sanitarios y  el trasbordo del ataúd a tres aviones durante el transcurso del viaje.
Ya de regreso a Buenos Aires Roberto continuó llevando una existencia próspera durante mucho tiempo, pero un buen día, en la primavera del 96, la metalúrgica a la que había dedicado toda su vida quebró definitivamente.
Aquella circunstancia, un tanto azarosa, no afectó en modo alguno su estado de ánimo ya que Roberto se encontraba para ese entonces en una sólida posición económica. Era propietario de varios inmuebles en la capital y disponía de una cuenta bancaria en el extranjero. Los mellizos, además, se habían convertido en profesionales jóvenes y promisorios y su esposa daba siempre la impresión de estar tranquila y feliz.
Por esas y otras razones Roberto tomó la situación con filosofía.
Paseaba su perro por las mañanas y daba largas caminatas en el Bajo Flores, tratando de elaborar para su vida madura algún proyecto.
Mientras tanto los vecinos lo miraban y saludaban con respeto y le decían: “Don Roberto”, aunque él no le hacía demasiado caso a las formalidades y prefería verse siempre a sí mismo como aquel inquieto muchacho que ganó el festival de rock bailando junto a Cristina.

©2019



  

lunes, 14 de enero de 2019

Clarita y Pablo



Clarita siempre fue una chica de barrio. Una flor silvestre que podía crecer hasta en el espacio entre dos baldosas. Una soñadora de sueños hermosos que recorría las veredas del Bajo Flores con su juventud a cuestas y de la que muchos decían que era la más linda que habían visto en muchos años. Clarita paseaba por las calles del barrio la límpida frescura de su adolescencia. Tenía el sol en el pelo y los ojos marrones y almendrados. Pero Clarita era una chica de fin de siglo, por lo tanto muy moderna y predispuesta al cambio. A ella le gustaba el rock and roll, aunque no el clásico rock del pasado sino el actual, bien rítmico y bien tecno, según decía.
Cuando Clarita cumplió 20 años se cortó el pelo muy corto, Igual que un varón. En la familia quedaron todos asombrados. Ellos no ignoraban que la jovencita tenía un carácter de aristas rebeldes pero también pensaban que esas aristas se iban a ir limando con el paso de los años. Días después les esperaba otra sorpresa. Clarita apareció con el pelo teñido de color celeste. Esta vez la sorpresa se tornó en disgusto pero todos ellos comprendieron que era demasiado poco lo que podían hacer ante el hecho consumado.
La chica era hacendosa y trabajadora aunque no duraba mucho en sus ocupaciones. Había empezado a trabajar como empleada en el mostrador de una ferretería. Esta no era, por supuesto, una tarea de su agrado pero fue lo único que consiguió al terminar el secundario. Al poco tiempo el dueño intentó propasarse con ella en un rincón de las estanterías y Clarita le cruzó la cara con un arañazo. Su siguiente trabajo fue en una casa de servicios fúnebres. La joven duró muy poco en sus tareas. Renunció enseguida al comprobar que en su trayecto hacia el baño debía pasar junto a los cadáveres. Después trabajó en una joyería y finalmente recaló en una elegante peluquería de la zona norte. Allí, por suerte, pudo estabilizarse. Estaba encargada del manejo de las relaciones de la casa, programaba los turnos de las clientas y atendía la caja. Los peluqueros  -casi todos homosexuales– no la molestaban y hasta le consentían sus excentricidades. Ellos le cortaron el pelo y la tiñeron de celeste. Todos en general la halagaban y aunque Clarita era una chica rebelde bien podía decirse que estaba conforme con su trabajo.
Clarita usaba siempre pantalones de colores oscuros y muy ajustados. Llevaba extraños zapatos con plataformas, borceguíes y botas militares. Ella no era demasiado afecta a formas de vestir muy delicadas pero su feminidad igual aparecía por el suave y sinuoso contorno del cuerpo.
Todas las mañanas tomaba el colectivo 132 para concurrir al trabajo. Abordaba el transporte en la calle Varela sabiendo que desde allí lograba viajar sentada.
Para poder llegar hasta la parada Clarita pasaba siempre por el taller de Pablo.
Pablo tenía por entonces, cumplidos, los treinta años. Era un muchacho sencillo e inteligente e hijo único de madre viuda. Aquella situación había condicionado su vida por completo y tanto es así que a lo largo de esos años solo había dedicado sus desvelos a la madre. Ni bien el padre murió, Pablo se hizo cargo del taller de reparación de automóviles con una eficiencia y seriedad notables para sus jóvenes años. Enseguida comprendió la dureza de la vida. Pronto se dio cuenta que este era un mundo lleno de engaños. Armó una coraza alrededor suyo para defenderse de embaucadores y farsantes. Trabajo muy duro, pagó los impuestos y fue serio y ordenado. Claro que al fin todo esto terminó por alejarlo de otras cuestiones de la vida que no fueran el esfuerzo y el trabajo.
Durante esos años había tenido dos novias pero las dos lo dejaron.
Pablo pasaba sus veranos en Santa Teresita. Se dedicaba a pescar con un grupo de amigos. Salían en botes inflables a unas pocas millas de la costa para cazar tiburones  (aunque rara vez conseguían alguno). Tenía un Torino de los años 70 color marrón oscuro que era de su devoción especial porque estaba conservado como un original. Así era su vida, a grandes rasgos. La vida conocida por la gente porque Pablo también tenía un secreto: le gustaba mucho escribir poesía. Guardaba con mucho celo varios cuadernos del tipo que usan los universitarios. Allí dejaba constancia de las emociones que la vida le causaba. Pero no era una tarea intimista. Pablo no llevaba un diario. Escribía en general sobre la gente y el paisaje y esta predilección lo llevó finalmente a escribir letras de tango. Ese era su tesoro mas preciado y guardaba el secreto bajo siete llaves.
Cuando Clarita pasaba por la puerta del taller rumbo al trabajo los mecánicos que trabajaban junto a Pablo le dirigían frases procaces y a veces hasta alguna  grosería. Ella, en lo posible, trataba de ignorarlos. Un día, sin embargo, el perro ovejero de Pablo la asustó con sus ladridos y Clarita trastabilló y cayó sobre un cantero embarrado. Indignada por lo sucedido entró al taller y se encontró con Pablo.
- Le pido mil disculpas señorita - dijo Pablo.
- Te advierto una cosa. -contestó Clarita- Yo paso siempre por acá. Si me llega a suceder algo mas, te mando a la policía y a la inspección municipal.
Aquel fue el primer encuentro entre Clarita y Pablo. El quedó deslumbrado por el brillo de furia en los ojos de Clarita. "Esta chica es linda - pensó - hasta enojada me gusta”.
Clarita ni siquiera reparó en Pablo.
Dos meses después, en primavera, Clarita caminaba distraída cerca del taller cuando torció su tobillo al pisar una zanja mal señalizada. Advertido de lo que había pasado Pablo la alzó en brazos y la llevó hasta la guardia del hospital Piñero. Trataba de tomar distancia de la piel tentadora de Clarita y del perfume francés que tanto le gustaba pero aún bajo aquella azarosa circunstancia le costaba mantenerse alejado de su encanto. Clarita fue enyesada, los médicos le colocaron una bota en el tobillo y Pablo la llevó hasta su casa.
A partir de ese momento Pablo calculaba siempre el horario en el cual ella pasaba y trataba además de merodear por la vereda para poder saludarla.
Una tarde cálida del mes de octubre Clarita atravesó el frente del taller vestida - como nunca - de blusa y minifalda. Su pelo estaba mas largo y había cambiado el color celeste por otro de tono aún más claro. Pablo se acercó a saludarla e intercambió con ella palabras convencionales pero aprovechó también la calidez de la chica para seguir caminando junto a ella hasta la parada.
- ¿Tenés algo que hacer el sábado a la noche? - preguntó.
-No -dijo ella sorprendida.
-Bueno, entonces te invito al cine.
- Acepto - dijo Clarita y subió al colectivo.
El sábado fueron juntos a un cine de la calle Corrientes. Vieron la película EL Cartero y a la salida comieron pizza en Serafín. Casi dos horas conversaron, tanto de la vida de ella como de la de él.
En síntesis, Clarita dijo:
-Soy una mujer joven y libre. No quiero ataduras. Quiero vivir. Me interesa el placer y -si lo siento así- voy siempre al frente. Quiero tener una historia. Una historia propia. Una historia mía, que me pertenezca solo a mí. No voy a vivir prestada y en cierto sentido estoy decidida a todo.
Pablo dijo:
- Estoy cansado de estar solo. Quiero una mujer, formar una familia, disfrutar de las cosas que me gustan y tener un hijo varón.
También hablaron de la película, de música y de poesía y Clarita se sorprendió al notar que de este tema ella sabía mucho menos que él.
Volvieron al Bajo Flores en el Torino de Pablo. Antes pasaron por el hotel alojamiento de la avenida Pedro Goyena e hicieron el amor hasta la madrugada. Pablo después la llevó hasta su casa.
-Una sola cosa. - dijo ella en la puerta- Ni se te ocurra enamorarte.
Varias semanas seguidas se siguieron viendo. Casi siempre se encontraban los sábados y los domingos y a veces también la noche de los viernes. Cuando cumplieron un mes de verse Pablo le regaló a Clarita un gran oso de peluche y ella le obsequió un encendedor. Era una relación apasionada y Pablo sentía que cada día se entregaba mas a esa hoguera que los quemaba.
Una tarde, sin embargo, Clarita le dijo
-No me llames más. Ya no quiero seguir saliendo juntos.
Pablo se quedó helado por el asombro.
- Pero... ¿Porque? - preguntó
- No hay un porqué - dijo ella- quiero vivir otras experiencias. Nada más.
Ese día Pablo sintió que se hundía en un pozo muy profundo. A la noche, solo en la habitación de su casa, las fuerzas lo abandonaron y estuvo a punto de largarse a llorar aunque no lo hizo. Recordaba a Clarita de todas las formas posibles pero también recordaba el momento en que ella le advirtió claramente que no se enamorase.
Del recuerdo de aquellas palabras Pablo sacó la fuerza para seguir adelante. Regresó a su taller y a sus tareas y buscó refugio en el trabajo. De tardecita paseaba a su perro ovejero llamado Chango y a la noche cenaba y miraba televisión junto a su madre. En ese tiempo escribió la letra de un tango referido a su relación junto a Clarita. El estribillo decía:

Tal vez ya nunca más te tenga entre mis brazos
Y deba acostumbrarme a vivir sin tu amor.
Estarás, sin embargo, conmigo a cada instante
Mi querida del alma, mí corazón.

            La vida de Clarita, en cambio, comenzó a tomar un vértigo mayor.
Uno de los peluqueros la recomendó a la agencia de modelos más importantes del país y ella comenzó enseguida a salir en algunos avisos de la televisión. La primera vez que la vio, Pablo saltó de la silla. Sentía una extraña mezcla de alegría y estupor.
La carrera de modelo de Clarita, sin embargo, no creció mucho más, ya que ella no daba la altura necesaria para poder pasar ropa en los desfiles.
En los meses de verano Clarita entabló un romance con el encargado de relaciones públicas de una discoteca. Era un hombre cercano a los cincuenta que habitualmente la traía de regreso a su casa en una moto Harley-Davidson. Vestía siempre con pantalones, botas y camperas de cuero negro y tenía el pelo teñido de rubio y del largo que suelen usar los adolescentes. Pablo los veía pasar muchas mañanas por el taller de la calle Varela. Iban casi siempre a gran velocidad y Pablo no sabía muy bien si ambos regresaban de bailar o si él la estaba llevando a su trabajo.
Una mañana de otoño dejaron de pasar frente al taller y eso a Pablo le extrañó mucho. Días enteros miraba con incertidumbre hacia la calle porque para Pablo el solo hecho de  poder verla era más que suficiente.
No le importaba que ella ya no lo quisiera ni tampoco que se encontrara en otros brazos. Le bastaba solo con verla, con saber que estaba viva y respirando en este mundo.
Clarita reapareció en una helada mañana de Abril. El frío del invierno porteño parecía haber llegado un poco antes. Ella pasó caminando con un paso vacilante y algo lento. Estaba pálida y llevaba anteojos oscuros.
Pablo le gritó:
- ¡Clarita!
Y ella se dio vuelta y lo miró.
Saludó desde lejos agitando la mano en el aire pero un inoportuno colectivo 132 llegó de inmediato por Varela y entonces ella subió con rapidez y luego se alejó.
Clarita volvió a pasar al día siguiente y Pablo fue a su encuentro con mucha decisión. Al llegar a su lado la beso en la mejilla y le quitó los anteojos para verla mejor. Clarita tenía un enorme hematoma en el ojo izquierdo y varios cortes en el pómulo y en la nariz.
- Me pegó - dijo sollozando - El hijo de puta me pegó.
Pablo la tomó de la mano y le ofreció su hombro derecho para que pudiera llorar y desahogarse pero Clarita lo rechazó.
- Igual estoy bien. No te preocupes - dijo.
Pablo volvió a darle un beso y ella subió al 132
Los días que siguieron a ese encuentro fueron para Pablo días de angustia y remordimiento."Acaso ella me necesita - pensaba - Acaso está pidiendo ayuda y yo no la llego a entender."
Clarita sin embargo estaba lejos de pedir ayuda a nadie. Ella consideraba que episodios como ese la fortalecían. Ella quería ser fuerte y la debilidad no estaba en sus planes.
A los pocos días Clarita comenzó a pasar frente al taller conduciendo un pequeño automóvil. Pablo creyó verla una mañana pero el reflejo del sol le impidió confirmarlo. Finalmente, esa misma noche, Clarita estacionó el automóvil en la entrada del taller y bajó para consultar con Pablo algunas cuestiones técnicas del auto.
A partir de ese momento Clarita comenzó a frecuentar el taller con bastante frecuencia. Cada tanto reparaba algún desperfecto del vehículo pero Pablo no le cobraba los servicios que prestaba. Estaba decidido a dejar de involucrarse con ella, aunque igual abrigaba, en el fondo de su corazón, la secreta esperanza de recuperarla algún día.
En pleno invierno murió la mamá de Clarita.
La mujer falleció de una manera sorpresiva por un derrame cerebral y el sufrimiento de Clarita fue aún más intenso por lo inesperado de la muerte. Había dejado, la noche anterior, su auto en el taller y ya no lo pasó a buscar. Pablo, intrigado, se dirigió a la casa varios días después y la encontró sentada en un ángulo de la habitación. Tenía puestos los auriculares del equipo de audio y la mirada lejana y transparente.
- ¿Puedo ayudarte? - dijo Pablo.
Clarita lo miró, se levantó y corrió a abrazarlo.
La semana siguiente Clarita renunció a su trabajo en la peluquería, se recluyó en la casa y estuvo casi diez días sin salir. Después regresó a la vida social y lo primero que hizo fue cortarse el pelo. También puso un aviso para vender el automóvil y le rogó a Pablo que lo atendiera.
-Quiero venderlo...-dijo. Quiero sacar 10.000 pesos. Con eso alcanza y sobra.
-Pero, para qué? - dijo Pablo.
- Me voy a Londres - contestó - allá tengo una amiga.
Pablo vendió el auto al tercer aviso. El mismo se encargó de las diligencias de la venta y apartó el dinero de los impuestos. Arregló todo de tal manera que Clarita tuviera tan solo que firmar los papeles y cobrar el importe de la operación.
Con la plata en la mano Clarita aceleró las gestiones. En el plazo de un mes gestionó el pasaporte, obtuvo la visa y confirmó el pasaje. También compró ropa para el otoño inglés y vendió su colección de discos y el equipo de audio.
- Ya nada me ata aquí - dijo.
Cuando llegó la noche anterior a la partida de Clarita, Pablo se sintió desesperado. Deseaba tener una última conversación con ella. Entonces la invitó a la Costanera a comer asado.
- Es lo mas argentino que se me ocurrió - dijo en su oído mientras manejaba el Torino rumbo al bajo.
Comieron mucho, tomaron vino y se marearon un poco porque ninguno de los dos estaba acostumbrado.
Pablo dijo:
- Clarita por favor no te vayas. Te pido por favor que no te vayas porque nunca amé a nadie como te amo a vos. Estoy dispuesto a darte todo. Hasta mi vida si es necesario. Podemos casarnos. Yo tengo una casa, un taller, y un departamento en Santa Teresita. Te lo ofrezco todo para que vivamos juntos los dos.
Clarita dijo:
- Pablo, por favor, no hagas más difícil todo. Mañana me voy. Me voy a la libertad, a lo desconocido. Mañana me embarco hacia lo extraño. Voy a ser libre. Me teñiré el pelo de cuatro colores y nadie habrá de notarlo. Voy a comer toneladas de hamburguesas de pescado y a escuchar música pop.
Eso fue todo. Todo lo que conversaron.
Volvieron después al Bajo Flores en el Torino de Pablo pero no fueron a hacer el amor a ningún lado. Pablo la dejó en la casa y Clarita le dio un beso interminable.
- Te dije que era mejor no enamorarse.
- Claro - dijo Pablo y la besó en los ojos.
Después los dos se fueron a dormir y en ningún momento lloraron.
El avión de British Airways salió a las 10 de la mañana. Pablo dejó a Clarita en la escalera mecánica y la despidió haciendo señas con la mano. Regresó como pudo al Bajo Flores porque le costaba controlar el auto.
En el trayecto, sin embargo, pensó en su madre, en los amigos y en las calles del barrio y se dijo a sí mismo que tal vez Dios le diera otra oportunidad mas adelante. Después se perdió por la autopista Richeri, rumbo al centro de la ciudad de Buenos Aires.


Esta es la letra completa del tango que Pablo le escribió a Clarita.

 Uno no sabe nunca las vueltas de la vida
No hay certeza ninguna para un alma mortal.
A veces disponemos del cielo entre las manos
Y otras un sueño vano y un vano despertar

Yo quisiera aferrarme al tiempo en que te tuve
Aunque tal vez ya nunca vuelva a verte jamás
Y esté solo en la tierra con mi dolor a cuestas
Y tu ausencia refleje toda mi soledad.

Es cierto,
Tal vez ya nunca más te tenga entre mis brazos
Y deba acostumbrarme a vivir sin tu amor

Estarás sin embargo conmigo a cada instante
Mi querida del alma, mi corazón.


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