martes, 27 de febrero de 2018

El Pasaje Vieyra



Mi verdadero nombre es Antonio Jorge Estévez, aunque ya nadie me llama de ese modo. Todo el mundo me conoce como Toño.  Vivo en un callejón del barrio de Constitución, en la ciudad de Buenos Aires, llamado Pasaje Vieyra.  La zona ha cambiado mucho los últimos años. En especial desde el día en que me quedé sin trabajo siendo un hombre solo y sin familia.
La combinación de esas dos cuestiones me arrojó a la calle.
Descansaba como podía, en zaguanes solitarios o en algún baldío apartado y sucio. Tenía mucho miedo durante la noche y en el invierno me gustaba dormir con mi abrigo de gabardina puesto. Lo había salvado de la debacle final y era el único bien de valor que me quedaba. A veces comía en las iglesias y otras veces mendigaba comida en la zona cercana al centro comercial. También pernoctaba en los bancos de la plaza y usaba para mis necesidades los baños públicos de la estación del  tren.
Eso fue en un principio pero luego todo cambió. Junto con los años se fue gastando mi abrigo de tanto raspar la gabardina contra el cemento de la calle.
Así  se fue endureciendo mi corazón y mi alma.
Y los años pasaron y llegaron los inmigrantes y yo comencé a imponer condiciones en la zona. Nada podía suceder en el callejón del pasaje Vieyra  si Toño no lo autorizaba. Había dejado de tener miedo y andaba siempre armado con una daga mediana y filosa que ocultaba entre la ropa.
Comencé con la acumulación de cartones, y decidí  intervenir en los desechos de las papeleras del lugar. Cobraba una especie de peaje. No era mucho dinero pero la actitud no dejaba lugar a dudas. Allí mandaba Toño y nadie más.
También incursioné en los desechos de plástico y en las latas de bebidas. Y fui tomando bastante preponderancia en la zona. Sin embargo jamás dejé de dormir en la calle; lo hacía en un mejor lugar y protegido por la gente, pero siempre en la calle.
Tampoco entré nunca ni en la prostitución ni en la droga.
                Lo cierto es que tenía poder dentro de los pobres y los menesterosos y disponía de un poco de dinero que guardaba dentro de los tacos de mis viejos y enormes zapatos.
Hasta que una tarde conocí a Delfina.
Una muchacha dominicana con piel de bronce y los ojos del color más claro que el cielo. Era desconcertante verla. Abrumaba por su belleza y la mezcla de tonos tan enigmática. Hablando con ella me dijo que era hija de un marinero noruego y de una mujer morena  nacida en Santo Domingo. El marinero partió con el barco a seguir surcando los mares y Delfina nunca conoció a su padre.     
Lo cierto es que esa mulata de ojos celestes conmovió mi vida hasta sus raíces.     Trabajaba de prostituta en la zona y era muy requerida en sus servicios. Seguramente apenas pasaba los veinte años y yo pensé en ella como la hija que nunca tuve. No me molestaba su trabajo ni pensaba caer en el ridículo de las objeciones morales pero sí me preocupaba su seguridad. Ella era de relacionarse con violentos rufianes. Hasta que un día la vi aparecer por el callejón fuertemente golpeada. Tuve que acompañarla hasta el hospital público y luego la visité en su cuarto de pensión y la ayudé a curarse.
Estaba desconcertada.
“No pensé que Buenos Aires era tan violenta” me dijo una tarde mientras  le cambiaba parte del vendaje. Yo le aconsejé mudarse a otra zona de la ciudad pero ella estaba muy vigilada por los proxenetas del barrio.
A veces la veía trotar la calle por las noches y sentía dentro de mí una especie de desesperación. Otras veces la observaba subir a lujosos automóviles y nunca sabía si ella iba a regresar de su aventura. Era una fuerte contradicción la que se instalaba en mi alma. Algo (me di cuenta después) que no terminaría por resolverse nunca.
Una madrugada apareció fuertemente golpeada. Tenía un ojo morado y le había tajeado los muslos, cerca de la vagina. Aquella visión de Delfina me alteró mucho. La acompañé en todo momento porque hasta sus compañeras la abandonaron. La mayoría de aquellas mujeres estaba aterrorizada por el jefe de los rufianes de la zona. Le pregunté quien la había golpeado y me dijo: “Un paraguayo hijo de puta al que le dicen El Gallo”.
Luego de una semana Delfina comenzó a reponerse pero enseguida noté que no soportaría una nueva golpiza.
–Se termina tu visa de turista. –dije– Debes volver de inmediato a tu país. Aquí van a matarte.
–No me alcanza para el pasaje Toño. –contestó.
Entonces frente a ella me quite los zapatos, luego desplacé con un pequeño metal cada uno de los tacos de madera y le di el dinero que le faltaba para el viaje.
–Mañana ya no te quiero ver más por acá. –le dije por lo bajo- ¿Entendiste?
 Y Delfina asintió con la cabeza sin decir palabra.
Más tarde salí para hacer el  último acto del plan. Me instalé entre los cartones e hice guardia toda la noche en el pasaje. El pasaje Vieyra, mi callejón, mi pasaje. Allí donde yo mandaba. Allí donde sólo se hacía lo que Toño permitía o toleraba. Y cerca de las dos de la mañana, para su desgracia, El Gallo dobló la esquina. Venía solo y fumando un cigarrillo. El infeliz no tuvo tiempo para nada. Le atravesé la garganta con la daga. Cayó  como fulminado pero me manchó con su sangre las manos y la cara.
La verdad es que a mí no me importó nada.
Limpié la sangre con unos trapos del callejón, me quité la camisa que llevaba e hice una gran fogata. Entonces me quedé tranquilo porque todas las pruebas estaban borradas.
Después decidí dormir ya que estaba muy cansado.
Mañana sería otro día en el pasaje Vieyra y la gente me necesitaba.


©2017

miércoles, 21 de febrero de 2018

La Musa



He aquí que tú eres hermosa y dulce amada mía. 
Nuestro lecho es de flores.

Anoche no he dormido bien. Hace ya varios días que suelo sumergirme en una especie de sopor, en un letargo insensible que solo escucha el tic tac del reloj. Me he puesto a leer para doblegar el insomnio y nada menos que La Biblia. Recalé, vaya uno a saber porqué, en el Cantar de los Cantares.  Los versos originales traducidos del arameo y que retumban en el fondo de los tiempos  comenzaron a atraparme. La historia del joven pastor y de su amada resulta, para mí una sorpresa  elegante y refinada. Tanto es así que me levanto y preparo café dando la noche por terminada. Sigo leyendo y me maravillan las metáforas, los frutos, las flores, los capullos, la miel  y los árboles. Los amantes  han sido obligados a separarse, pero  se buscan con desesperación, se reúnen y vuelven a separarse, siempre con la convicción de volver a estar juntos para siempre.
Antaño se pensaba que los poetas eran instrumento de los dioses. Para los griegos un poeta sin su musa no era nada. Y aquí yo con mi desvelo en la tenue luz del cuarto haciendo del insomnio una bandera e intentando escribir algo para ella, para mi musa, la que mora en el lejano horizonte, la que yo amo, la que yo deseo pero no puedo alcanzar.
Mientras tanto duerme la ciudad alocada y trato de buscar una respuesta donde seguramente no habré de encontrarla.
No hay placer en la creación artística. Sé de las penurias que conlleva. Se dice que la belleza no solo pertenece al campo de la estética sino también al de la ética. Uno siente dolor a veces cuando escribe.
Pero, ¿Quién es la musa? La musa debería ser la mujer que uno ama.
Me conmueve la frase.
Es esperable que se manifieste la deidad en ella pero es muy difícil recorrer el camino hasta su encuentro sólo en base a poemas y  palabras. Luego pienso en volver a acostarme  y soñar que la tengo y que es mía. Pienso en lo bella que es y en lo luminosa que resulta. La imagino como parte de algo superior y como algo divino porque los griegos no me dejarían pensar lo contrario.
Y al final sale el sol y junto con el alba mi noche de desvelo ha terminado.
La ciudad acecha detrás de la ventana y el agitado tiempo de mi vida me consuela y me aguarda.


Muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz; 
Porque dulce es tu voz y hermosa tu alma. 

©2018

martes, 13 de febrero de 2018

El Cielo

                El día que murió tu padre yo estaba en la ciudad de Rosario haciendo no sé qué cosa. Recuerdo vagamente haber ido a dar una conferencia que luego se suspendió por falta de público. La verdad es que no pasaba por mi mejor momento en aquel año. Me llamaste llorando de tal modo que no pude evitar conmocionarme.  Así que decidí abandonar todo y viajar de regreso a Buenos Aires.
Llevábamos ya casi cinco años divorciados.
Tú te habías vuelto a casar con un cirujano y el estúpido andaba ahora  con su velero y dos amigos en medio del Atlántico. Seguramente le llevaría varios días llegar hasta la costa. Yo en cambio estaba solo y de desastre en desastre. Además, con nuestros dos hijos en Europa sentí que para mí era una obligación viajar y acompañarte.
Cuando llegué traté por todos los medios de evitar mirar a tu padre en el cajón pero no pude lograrlo. Siempre he detestado estas ceremonias de la muerte. El velorio, el olor a flores y toda su pompa y en especial el muerto y los  despojos pálidos e irreconocibles que están allí dentro. Una triste y siniestra caricatura de lo que alguna vez hemos sido y que ya no seremos jamás.
De todos modos a mí me costó reconocerte en el dolor.
Guardaba tu dura imagen de los últimos años que vivimos juntos. Atesoraba aquella impiedad así como la reiteración de mis errores. Pero claro, la finitud temporal doblega el ánimo y la mente de cualquiera.
Cuando regresamos del entierro me pediste que te quedara a acompañarte. La casa alejada en la que vivías te abrumaba un poco.  El cirujano detestaba el Centro y  prefería esas viviendas con parque y piscina.
Así que aquella noche dormí en un sillón de cuero argentino que era casi tan grande como una cama de una plaza y luego, cuando bajaste de tu dormitorio, desayunamos juntos. Preparé el café para los dos, igual que antes, pero nunca imaginé verte así.
Estabas tan dolida y tan frágil como jamás lo habría imaginado.
Más tarde te acompañé  al Cementerio para dar por cumplido algunos trámites y luego regresamos a tu automóvil caminando entre las tumbas. Después nos sentamos en el banco de un parque cercano.
–Tú y yo –susurraste- no debimos habernos separado.
–Por favor, -le dije- ya no hablemos del pasado.
Entonces ella bajo la cabeza lentamente y me sentí algo culpable.
–Hagamos una cosa –le propuse– elijamos un tema.  Como cuando éramos novios y solamente hablábamos de eso. Teníamos un pacto ¿Te recuerdas? Y nos pasábamos horas conversando ¿De qué quieres hablar?
Ella levanto la cabeza, pensó por algunos instantes y me dijo:
–Del cielo, quiero hablar del cielo. Donde se fue mi papá.
Así que en aquella mañana tan especial y tan fresca y al amparo de la brisa que suele venir del río comenzamos a hablar del cielo.
Yo  dije que me parecía que el cielo era un concepto, algo que imaginan las religiones para consuelo de los que quedamos vivos, un supuesto lugar, o un no-lugar, para ser más estrictos, donde moran las almas de los que se han ido.
Ella me contradijo y me dijo que el cielo era real. Y que como suelen decir los nominalistas, si algo tiene un nombre entonces es cierto. También argumentó algunos conceptos místicos y hasta citó a Swedenborg cuando decía que el cielo era más preciso y nítido que la tierra. Que las formas, los objetos, las estructuras y los colores son más complejos y mucho más vívidos y reales que acá.
–Eso me gusta mucho. –le dije– No me agrada pensar que los muertos andan flotando en las nubes por el aire.
–Allí está mi padre ahora. En un cielo como el de Swedenborg. –afirmaste.
Y luego nos despedimos y cada uno fue en la dirección de sus cosas.
Esto pasó hace bastante tiempo.
Uno de nuestros hijos regresó luego a Buenos Aires y el otro siguió viviendo en Rotterdam. Tú te separaste del cirujano y cargaste con un nuevo divorcio. Y yo seguí con mis asuntos literarios y me vine un tipo grande con el pelo gris y lleno de canas.
Sin embargo, cada tanto, vuelve a mi cabeza el rumor, el pensamiento sutil y abrumador de las cosas que vivimos.  De aquello que no fue y de aquello que pudo haber pasado. Y resuena tu frase en la mañana del parque.
–Tal vez no debimos habernos separado.


©2018

martes, 6 de febrero de 2018

El Viejo Matías

𝑬𝑳 𝑽𝒊𝒆𝒋𝒐 𝑴𝒂𝒕í𝒂𝒔, 𝒅𝒖𝒆𝒓𝒎𝒆 𝒆𝒏 𝒄𝒖𝒂𝒍𝒒𝒖𝒊𝒆𝒓 𝒑𝒂𝒓𝒕𝒆. 𝑼𝒏 𝒇𝒂𝒏𝒕𝒂𝒔𝒎𝒂 𝒆𝒓𝒓𝒂𝒏𝒕𝒆 𝒍𝒆 𝒕𝒐𝒄𝒂 𝒍𝒂 𝒑𝒊𝒆𝒍 𝑷𝒆𝒓𝒐 𝒄𝒖𝒂𝒏𝒅𝒐 𝒍𝒍𝒖𝒆𝒗𝒆, 𝒔𝒖𝒔 𝒅𝒆𝒔𝒑𝒐𝒋𝒐𝒔 𝒃𝒖𝒔𝒄𝒂𝒏, 𝑳𝒂 𝑬𝒔𝒕𝒂𝒄𝒊ó𝒏 𝒅𝒆 𝒄𝒉𝒂𝒑𝒂𝒔 𝒅𝒆 𝑷𝒂𝒔𝒐 𝒅𝒆𝒍 𝑹𝒆𝒚.

Nací en un pueblo situado en la ribera del río Oder, no sé bien si en Polonia o en Alemania.
En el sector oriental, desde ya.
Nunca supe bien si fui alemán o fui polaco. Las fronteras han cambiado siempre en todo el mundo. A veces un pueblo dominante las lleva hacia un lado y en otras un pueblo diferente las corre hacia el otro. Yo nací en las afueras de la ciudad llamada Slubice. Estábamos frente a Fráncfort, éramos casi un barrio de Fráncfort pero bueno, no quisiera aburrir con cuestiones geográficas.
Mi sangre es eslava, está claro que no soy germano.
Creo que con esto lo digo todo.
Mi madre también era eslava, aunque además muy cristiana. Había nacido a orillas del río Zbruch y aunque seguía las enseñanzas de Jesús, siempre me contaba de bellas historias de algunos dioses llamados Koleda y Kupala que llegaron, desde el fondo de los tiempos- a la ciudad donde ella había nacido y que estaban conectados con el mismísimo Juan, el que bautizó a Jesús.
En fin, cosas que no deseo refrendar porque no estoy muy seguro de que sean verdad.
Mi padre siempre fue un misterio para mí. Me puso de nombre Matthäus, que en otros idiomas quiere decir “Mateo”, el nombre de un famoso evangelista. El murió muy joven, en una batalla donde se mezclaban los serbios de la península balcánica con Austria y con Hungría. En ese entonces la gente moría muy joven, destruida por las explosiones o atravesada por la espada. Era 1938, lo recuerdo bien, y un amigo me dijo, “Vámonos para América” y yo le dije que sí, porque recién había cumplido veinte años y no deseaba estar –como lo estaba- hastiado de todo lo que pasaba.
-Iremos a Buenos Aires –me comentó por lo bajo- un lugar muy cercano a Nueva York.
Y así partimos (Y huimos) en la tercera clase de un barco italiano.
Salimos de Dubrovnik, fuimos hacia el sur hasta el puerto de Neretva, en Croacia y al final abordamos el barco cuando casi se marchaba. Y luego tan sólo quedó para nosotros la indescriptible belleza del Mar Mediterráneo y la profunda hondura del Océano Atlántico.
Llegamos a Argentina en 1939 y allí nos enteramos que la guerra total se había desatado en Europa. Bueno, se publicaban noticias, fragmentos de la realidad que pasaba y que era el único modo en que podíamos enterarnos de todo. En la aduana argentina me pidieron mi nombre y yo les dije “Matthäus Engels” y ellos escribieron “Matías Angel” y entonces lo acepté de inmediato. Era el nombre que el destino me había puesto en esas tierras extrañas y yo lo acataba por completo. Estaba entregado a lo que pasara. Sabía de lo ajeno y de lo imposible que significa cambiar el destino. No lo había estudiado en ningún libro, lo sentía en mi interior y para mí, con eso bastaba.
Y una vez allá, que puedo decirles, pasaron una infinidad de cosas. Luché por un progreso económico, crecí en mis inquietudes, me enamoré de una mujer, tuve un amor inolvidable aunque no tuve un hijo y luego las cosas se fueron viniendo abajo lentamente y me atrapé, yo solo, en mi adicción al alcohol y lo fui perdiendo todo, poco a poco.
Y a veces, lo confieso, he llegado a beber alcohol puro que compraba en los almacenes de barrio de la ciudad y en las farmacias.
Argentina (me refiero a Buenos Aires) es muy liberal con el alcohol, tal vez porque no hace tanto frío como en la tierra eslava y allí la gente no depende tanto de estas cosas que a veces nos ayudan a vivir un poco.
Ahora duermo en el andén de la estación de trenes de Paso del Rey.
Los años han pasado. La misma vida pasó, año tras año, como si fuera un sueño. Y hasta me he llegado a enterar que un joven poeta y cantante de la zona me ha dedicado una canción al verme dormir entre los andenes.
En fin, estoy viviendo mi decadencia, no puedo negarlo, estoy enfermo y dispuesto a enfrentarme a la escena final. Siento cariño por esta tierra que me albergó a mi llegada. Y no sé bien que decir acerca de mi vida. No me pidan una opinión porque la verdad es que nunca se las podría dar.


𝑬𝑳 𝑽𝒊𝒆𝒋𝒐 𝑴𝒂𝒕í𝒂𝒔, 𝒅𝒖𝒆𝒓𝒎𝒆 𝒆𝒏 𝒄𝒖𝒂𝒍𝒒𝒖𝒊𝒆𝒓 𝒑𝒂𝒓𝒕𝒆. 𝑼𝒏 𝒇𝒂𝒏𝒕𝒂𝒔𝒎𝒂 𝒆𝒓𝒓𝒂𝒏𝒕𝒆 𝒍𝒆 𝒕𝒐𝒄𝒂 𝒍𝒂 𝒑𝒊𝒆𝒍 𝑷𝒆𝒓𝒐 𝒄𝒖𝒂𝒏𝒅𝒐 𝒍𝒍𝒖𝒆𝒗𝒆, 𝒔𝒖𝒔 𝒅𝒆𝒔𝒑𝒐𝒋𝒐𝒔 𝒃𝒖𝒔𝒄𝒂𝒏, 𝑳𝒂 𝑬𝒔𝒕𝒂𝒄𝒊ó𝒏 𝒅𝒆 𝒄𝒉𝒂𝒑𝒂𝒔 𝒅𝒆 𝑷𝒂𝒔𝒐 𝒅𝒆𝒍 𝑹𝒆𝒚.


©2018

jueves, 1 de febrero de 2018

La Higuera



A José Lezama Lima.


La dinámica luz de Enero comenzaba a cubrir de dorado  y de sol las grises baldosas  del patio. Había en el aire una extenuada gratitud al silencio que reinaba en el recinto. Apenas algunos minutos atrás los niños se habían retirado del jardín. Rosendo aguardaba con su enorme tijera de podar y con el canasto de mimbre de la India que había comprado cuando era marinero en las afueras de Bombay. La tijera tenía sus hojas afiladas como grandes navajas  y los vástagos terminaban en dos manijas de madera ya gastada pero pintadas de un lánguido celeste que ocultaban lo viejo y carcomido de las empuñaduras. Rosendo se aprestaba a cosechar los higos. Y la higuera estaba allí, pletórica y exultante como una doncella de Camagüey. Ninguna daba tantos higos como su higuera. Eso dijo siempre en el bar del pueblo y algunos le creyeron y otros no.  En cambio la de su vecino estaba envejecida, arruinada y maltratada por el paso de los años.  La suya no podía compararse con nada. Rosendo amaba su higuera. Y ahora que los niños se habían retirado del lugar se aprestaba con alegría, con un poco de alegría, en realidad, ya que nunca había sido un hombre alegre, a cosechar los frutos y a guardarlos en el canasto de mimbre de Bombay.
                Tomó su pequeña escalera doble de seis escalones y la apoyó lo mejor que pudo cerca del tronco de la higuera centenaria. Aunque también recordó con emoción  que su abuelo le había dicho en su momento que era probable que, en verdad tuviera ciento veinte e incluso ciento treinta años.
                Al subir a la escalera algo lo turbo profundamente.
                Colgando de una de las ramas principales se notaba un importante avispero. Aquello enfureció a Rosendo. La sangre comenzó a correr como un caudal bermellón sobre su cuerpo, sus ojos se nublaron y sus mejillas enardecieron. Para Rosendo la higuera era como la doncella de Camagüey. Sintió la presencia del avispero como una afrenta, como un inconcebible agravio. Y aunque hubiera podido cosechar los higos sin tocarlo igual decidió quitarlo de allí. Ingresó en su casa, consiguió algunos trapos viejos y una larga viga de madera liviana. Empapó los trapos de queroseno los puso en la punta de la viga y los prendió fuego. Luego los trapos se convirtieron en una bola incandescente de lumbre.  Una llamarada vengativa, una fogata que arrasó con el avispero cubriendo de humo negro y de también de un extraño  olor el patio. Tres o cuatro avispas lo atacaron pero el resto murió incinerada.
                Aquello lo envolvió en una extraña paz. Estaba feliz de que el avispero se hubiera convertido en una hoguera. El honor de su higuera estaba salvado. Tenía el rostro todavía enrojecido por el disgusto y lo salpicaban algunas manchas de ceniza y hollín y una picadura en el  brazo izquierdo. Sabía que los niños tardarían todavía un par de horas en volver. No podía perder el tiempo. Volvió a acercar la escalera al tronco principal y subió los peldaños uno por uno. Cada fruto y cada higo llenarían su canasto de mimbre sin ninguna duda.
                La tarde se hallaba ardiente en Santiago de Cuba.



©2018