jueves, 29 de noviembre de 2018

Úrsula Restrepo


Úrsula Restrepo Uribe nació en Medellín, Colombia, en 1865. Era hija del terrateniente Francisco Restrepo Ramos y de una mulata que trabajaba en su hacienda llamada Leonor Uribe. La niña fue aceptada y reconocida por su padre, que estaba casado y tenía otros tres hijos, siendo inscripta en la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen  de La Ceja, en las afueras de la ciudad.
Úrsula nunca conoció a sus tres hermanos y fue apartada desde el comienzo de su vida de cualquier relación social con la familia de su padre.  Su madre murió al poco tiempo de haber nacido y la niña fue criada en el Convento Domus Dei de las Hermanas Dominicas.
Tenía la piel levemente aceitunada, el pelo oscuro y rizado  y unos ojos verdes e insondables.
Úrsula creció bajo una estricta moral cristiana. Fue informada de La Biblia (muchos de cuyos versículos sabía de memoria) y de la llegada del Hijo de Dios y del Espíritu Santo y todas esas cosas. Una tarde, sin embargo, contempló que cuatro campesinos negros eran azotados, atados a un árbol, porque estaban sospechados de haber cometido un delito y la visión de aquel hecho alteró por completo su percepción del mundo.
Tenía por entonces 18 años y vivía rodeada por las monjas, sin amigas, ni amigos y sin novio. Una Navidad, las hermanas le informaron que era demasiado grande para permanecer allí, que debía abandonar el Convento y casarse con el hijo de un herrero al que ella detestaba.
Úrsula no lo pensó demasiado, tomó sus ahorros, armó una pequeña valija con sus cosas y viajó hacia Cartagena de Indias. Desde allí tomo un vapor hacia Nueva York, dónde según todos le decían, se encontraba el centro del mundo. En ese lugar trabajó de costurera junto a otras inmigrantes pero las condiciones del trabajo la agobiaban. Estuvo en Chicago en 1886 y le tocó vivir de cerca los acontecimientos que se desencadenaron a partir del 1º de Mayo de ese año. Luego regresó a Nueva York y allí notó que tenía condiciones de escritora. 
Algo se iluminó en ella en ésa década.
Trabajó como vendedora en una tienda y en los ratos libres, al regresar del trabajo, solamente se dedicaba a la escritura. De aquellos años proviene su extraordinaria trilogía: Crónicas de una Mujer, Diarios de Inmigrante y en especial Bajo la Encina, novelas donde aborda la temática de la mujer trabajadora, aunque más desde una óptica existencial que feminista. Cuando le llevó su primera novela a la editorial Collins de Nueva York Úrsula se sorprendió de la rápida aceptación de su manuscrito. Los libros fueron un éxito y enseguida pudo vivir de lo que escribía.
En 1897 y con 32 años recién cumplidos Úrsula, al igual que en su momento hiciera Rimbaud, abandonó la literatura para siempre.  No se dignó siquiera escuchar los ruegos de la editorial que le pedían, casi de rodillas, que escribiera al menos un libro más, dada las muy buenas ventas de los tres anteriores. Tenía una solida posición económica y además encontró el amor en un periodista neoyorquino llamado David Mark.  Juntos viajaron a Europa y allí comenzó el extraordinario periplo de Úrsula alrededor del mundo.
Estuvo junto a David en decenas de países mientras vivía de sus derechos de autor y de los libros de viaje que su esposo escribía. Nunca pudieron tener hijos aunque eso a Úrsula no le importó demasiado. Era una determinista convencida desde los tiempos en que leía a Espinoza en su pequeño cuarto de Nueva Jersey.
Conoció a Virginia Woolf en Londres y el propio Hemingway le pidió una entrevista. Úrsula había pasado a convertirse en una especie de leyenda dentro del mundo literario. David murió en Junio de 1935 y Úrsula, que sostenía dignamente sus 70 años decidió que ya era tiempo de regresar a Medellín.
Estuvo, como todo viajero que regresa, visitando  los lugares que más profundamente habían marcado su alma. Merodeó en un lujoso automóvil la hacienda donde había nacido y el convento donde había sido criada. Y también fue a escuchar al cantor argentino Carlos Gardel, que esa noche cantaba en la ciudad. La muerte del cantor al día siguiente en un accidente de aviación la afectó de una manera enorme. Úrsula amaba el tango y además a la canciones tristes como el fado y las canzonetas italianas.
Al día siguiente regresó a Nueva York.
Y allí vivió recluida dejando pasar el tiempo, junto a su dama de compañía y tan solo esperando la muerte.
Lo cierto es que eso no sólo no sucedió sino que Úrsula vivió hasta los cien años.  Su leyenda, naturalmente, se fue apagando con el paso del tiempo hasta que un día el escritor argentino Julio Cortázar la rescato del olvido y le refirió la historia a Gabriel García Márquez que por ese entonces estaba escribiendo Cien Años de Soledad.  El escritor colombiano quedó muy impresionado por aquella leyenda, en especial por la firmeza de su carácter, y terminó por inspirarse en ella para su personaje de Úrsula Iguarán.
Finalmente Úrsula Restrepo murió en Nueva York a finales de 1967. Tenía 102 años y tal cual fue su voluntad, sus cenizas fueron arrojadas al Mar Caribe


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jueves, 22 de noviembre de 2018

La última palabra



Escribo para que la muerte no tenga la última palabra.

                                                                          Odysseus Elytis.





               
          Anoche me puse a pensar mucho en Laura.
          Recordaba aquellos años de Video Club cuando las cosas latían hasta lo insoportable. No es nada original lo que digo pero casi siempre pienso en Laura.

De alguna manera ella ha sido en mi vida el ancla de los  recuerdos. Laura les otorgó a todos un año en particular, un año insobornable y preciso que no quiero mencionar porque no me parece necesario ponerle un número a mi templanza.

Laura en su momento era la locura y era también la calma.

Nos conocimos de un modo circunstancial, como casi todo el mundo.  Yo era joven pero  la doblaba en edad. Tenía 43 y ella 19. Y atrapados por el frenesí del amor conocimos tanto el delirio como el arrebato.

Se pueden imaginar lo inaugural que era Laura.

Tenía los rizos del color de la caoba y era contradictoria hasta lo inexplicable. Ella me tomó del cuello de la camisa desde el primer día y no me volvió a soltar hasta abandonarme. Porque ella me abandonó, eso es cierto, pero antes encarceló mis ansias asfixió mis sentidos y aprisionó mi anhelo.

No había vara ni medida para Laura.

No existía dimensión, ni régimen ni compostura.  Todo resultaba en magnitud y no había sensatez que le alcanzara.

Ella era deportista, representaba al país,  y viajaba por el mundo. A veces nos reíamos, a su regreso, de las cosas que le habían pasado y de sus percances y desencuentros en las ceremonias con tipos como Fidel Castro que al final de un torneo le entregó una medalla.

Anoche por gente allegada me enteré que murió en Octubre pasado.

Una enfermedad se la llevó en poco meses de tan joven que era, de tan loca, de tan extemporánea.

El Néstor en negativo, el de los ojos diferentes en el rollo de la Kodak,  el que siempre cuestiona mis cosas,  el que lleva una extraña tonalidad  en la  imagen, y que tiene los colores del cuerpo al revés.  El del espejo,  el que me mira en el cristal bruñido y tiene un ojo derecho donde yo tengo el izquierdo; ése Néstor -el otro- me ha dicho

                – ¿Para qué te pones a escribir estas cosas? ¿A quién puede importarle?

Por de pronto a mí.  A mí me importa y me seguirá importando Laura. Soy un poco obcecado como ella. Tengo su propia obstinación, tan  querible como desorientada.

Y no pienso dejarle a la muerte la última palabra.



©2018

jueves, 15 de noviembre de 2018

La Ventana


Oh amor elegido, Oh amor congelado
Oh maraña de materia y fantasma.

Leonard Cohen. LA VENTANA.


            El pasado es una historia que nos contamos a nosotros mismos.
En ese sentido no tengo pasado porque no tengo ya ninguna historia que contar. He borrado mi memoria personal. Tan solo he dejado lo elemental: el sabor del café y la dirección de mi casa, por ejemplo, cosas simples que me ayudan a seguir viviendo.
          No tengo ni objetivos ni propósitos definidos  y me paso gran parte del tiempo sentado en un banco del parque central.  Y desde allí miro hacia tu ventana.  Casi siempre estás cercana al borde transparente y luminoso que te enmarca.  Yo me acomodo con facilidad a la textura del asiento y nunca dejo de notar tu silueta oscura detrás del nácar de las cortinas pálidas y cerradas.
El vidrio tiene algunos reflejos pero tu silueta no.  
Algo sacude la paz en ese instante. Justo cuando percibo la hiriente armonía de tus pechos invadiendo la claridad de la ventana.  Suelo imaginarme subiendo a esa recámara y acercarme por detrás con la obsesión del lobo. Y con un solo movimiento adecuado quitarte el sostén  y acariciarte como quien acaricia a una mujer que duerme y que solo está esperando que vayan  a despertarla. Y morderte en la punta, en donde todo culmina. Y notar que detrás de tu despertar está tu locura y detrás de tu locura la razón por la cual yo sigo vivo en este mundo.
Sin embargo no lo hago. Es decir, no puedo hacerlo.
Tu estás hecha  de materia pero mis manos son las de un fantasma. Mis dedos te transparentan y atraviesan y mis palmas no tienen donde apoyarse.
Aunque no siempre es así.
Otras veces estoy contigo y sé que mis manos son tan sólidas como la materia principal del universo. Entonces te busco con el oscuro propósito del amor y te recorro con la misma intención de hacerte el  milenario y amoroso daño que suelen hacerse los amantes desde el comienzo del tiempo.
Pero no estoy desvariado, estoy consciente.
Busco tus valles y tus fronteras en un vano intento de aposentarme en el fondo del abismo más profundo tu cuerpo. Quiero hacerlo pero esta vez la transparente eres tú. Yo soy la roca y tú eres el espectro. Tú eres el espíritu y yo soy la mesa de madera de tres patas.
Algo muy especial parece suceder entre nosotros.
Entonces me retraigo y camino por los sinuosos senderos del parque.
Suelo llevar mi cuaderno azul de tapas duras y escribirte poemas. Noto de alguna manera que el universo me está pidiendo resignación. Cierto tipo de conformismo imperturbable muy parecido a la muerte. A la muerte que tengo ahora por no tenerte y a la muerte de mi propio pasado que elegí borrar por decisión propia.
Todo un océano contiene el paisaje.
Y yo regreso con mi tristeza, (pero no con mi conformismo)  al mismo banco de siempre. Y a mirar a la misma ventana donde tu silueta oscura se esconde tras las cortinas de nácar pálidas y cerradas. Y pienso en ti y en las millones de personas de este mundo que tienen el corazón roto.
Nadie debería pedirle a la vida absolutamente nada.
Y menos yo que me he quedado sin pasado con el único y salvaje propósito de borrarte para siempre de mi alma.
Enlutadas por la noche las horas pasan y desapareces como una exhalación de la ventana. Volveré a descansar y a beber algo de café si es que puedo. Los sinuosos senderos del parque no parecen llevar a nadie a ninguna parte.
Sin embargo no tengo temor.
Pase lo que pase, mañana volveré a buscarte.


©2018