jueves, 28 de diciembre de 2017

La Lluvia de Meteoritos

              No era demasiado normal aquello que nos pasaba.
              Yo andaba por aquel entonces con mi cuaderno azul de tapas duras, caminando por la playa sin rumbo fijo. Había recalado en aquel pueblo de la costa huyendo de las deudas y de la agitación de la gran ciudad.
              En ese tiempo no existían los teléfonos celulares y por momentos abrigaba la certeza de que jamás habrían de encontrarme. No sólo mis acreedores sino también mi jefe, el secretario de redacción del mayor diario del país. Según sus propias palabras necesitaba mucho de mis crónicas. “Tus artículos son el lugar por donde respira el diario” -decía.
            Y no le importaban ni mis deudas de juego, ni mi fracaso matrimonial, ni mi creciente adicción al alcohol, ni nada; a mi jefe sólo le importaba que le hiciera llegar los artículos para publicar en el suplemento del diario del domingo.
            En aquel entonces tenía la grave sensación interior de haberme arrojado al vacío. Sentía que mi vida era tan solo una enigmática ecuación cuyo resultado era cero.
            Mariela, en cambio, me servía vino en el parador del muelle y una pequeña ración de la pesca del día. Estaba separada, como yo, pero una profunda pena la atrapaba. Su marido se había llevado la hija del matrimonio a Australia. La secuestró, con papeles falsos, la cargó en un barco de transporte después la sacó del país y ella no pudo volver a encontrarla.
           Me dijo que desde aquel día estaba muerta.
           Solía tener sexo ocasional con cualquiera que le gustara y trabajaba sin importarle lo bajo de la paga. Cuando le dije quien era se asombró mucho. Supongo que le costaba asociar mi aspecto de gorra de lana, de barba de varios días y de ropa impermeable con el tipo que firmaba en el periódico.
          Después de algunos días terminamos en la cama.
          Yo alquilaba una pequeña vivienda cercana al parador y ella venía por las noches y después regresaba al cuarto donde pernoctaba. Teníamos sexo compasivo y salvaje. Mi vida había pasado ya largamente los cuarenta años y en ese tiempo aprendí que no importaba la edad que uno tenga y que siempre se podía conocer algo diferente.
          Mariela me aconsejaba regresar, solucionar mis problemas y recomenzar la existencia que llevaba. Yo le aconsejaba acerca de algunos abogados que se dedicaban a recuperar niños secuestrados.
         Pero ninguno de los dos le hizo caso al otro.
        Nuestra relación pasaba por los besos dulces y apasionados, por la consagración del placer y por esa indescriptible cumbre donde la tristeza nos juntaba.
        Cuando agosto terminó comprendí que de algún modo la necesitaba.
        Ella acabó por mudarse a mi casa y comenzamos a compartir las horas y los siglos de nuestra desesperanza. Tenerla a mi lado me recordaba que existía otro espacio, otra dimensión y otras palabras. Y por contradictorio que parezca, también me enseñó que algún día tendría que dejarla.
      Una noche, en el exterior del parador, nos sentamos juntos en lo oscuro para ver desde allí la lluvia de meteoritos. La gente del lugar conocía el fenómeno desde siempre aunque también lo había informado la NASA.
      Y entonces comenzaron a caer las estrellas fugaces en la noche atlántica. Parecían luminarias, luceros y pequeños cometas. Soles efímeros que por un momento se encendían y luego se apagaban. Cientos de luces en el cielo iluminando nuestras miradas azoradas mientras deseábamos que nunca terminara aquella noche extraordinaria.
      No sé explicarlo bien. No tengo una razón pero al día siguiente me fui.
      Mariela me acompañó a tomar el ómnibus que me llevaba de regreso a la metrópolis. A veces no se puede seguir huyendo siempre de la propia vida que uno tiene. Le dejé mi dirección y los números telefónicos pero ella me dijo que no pensaba llamarme.
      Cuando estuve en mi asiento la saludé agitando las manos y ella me beso desde lejos e hizo    como si soplara ese beso en el aire.
       Después el vehículo arrancó y me llevó de regreso a Buenos Aires.


©2017

viernes, 22 de diciembre de 2017

Una canción demasiado larga

En la esquina de las calles Tandil y Fonrouge, en el barrio de Mataderos, se hallaba la casa de mi tía abuela italiana. Allí viajábamos cuando niños de la mano de mi madre en el colectivo 126 y cada tanto, antes de llegar, le íbamos dictando con euforia el nombre de las calles que pasaban.
            Flotando sobre las cosas del recuerdo, bajábamos después caminando alegres y tomados de la mano mientras el sol, clavado en el cielo, era un testigo incomparable del viaje.
Nosotros amábamos llegar a aquel lugar, tan del otro lado, tan contracorriente de nuestra casa. Eran personas sencillas y queribles las que nos esperaban. Hombres recios del gremio de la carne y mujeres increíbles que hacían girar alrededor de ellas todo el hogar.
            Pero nuestras visitas favoritas eran en Navidad.
Visitas que duraban todo el día, a lo largo de aquellas extensas jornadas que solían empezar antes del mediodía y que recién acababan cuando la noche terminaba de pasar. Llegábamos cargados de regalos y de comida, lo más temprano posible, durante el día 24 de Diciembre y al encontrarnos nos saludábamos con besos y abrazos y llenos de algarabía.  Eran días de fiesta interminable, de decirnos nuestras cosas, de contarnos algún chisme, de abrazarnos con cariño y con euforia, de cantar y de comer y beber y de asistir a mesas descomunales, repletas de pollo, de lechón, de vino, de cerveza y de piadosas ensaladas mixtas rodeadas de papas y un poco de pan.
Tiempos del tocadiscos Winco.
Días de Sandro, de Leonardo Favio y del primer long-play de Joan Manuel Serrat. Días de dejar al viejo jugando a las cartas  y a alguno de los tíos cantando una canción que a veces desafinaba sin piedad. Tiempos de encontrar a la primera novia en una esquina fugaz. Días de Navidad extenuados por la juerga de la noche anterior, durmiendo la siesta en cuartos y en patios compartidos, con los ventiladores encendidos para atenuar las altas temperaturas. (Porque hace mucho calor en la Navidad del hemisferio sur)
Bueno, esto que he contado pasó hace mucho tiempo.
Después fue el ruido de los años el que acalló las canciones Y yo me vine un hombre grande y ¿Adivinen qué?  Canoso, solitario y divorciado me mudé a una casa apenas a cuatro cuadras del querido lugar. Y comencé a transitar de manera cotidiana aquella esquina añorada de las Fiestas de fin de año  y tanto el paisaje que la circundaba como el aspecto antiguo de la casa comenzaron a hacerse repetidos, rutinarios y hasta de un tono algo vulgar. Daba la impresión que a mí me había tocado entonar la última nota de una canción que se estaba haciendo demasiado larga.
Cualquiera podría suponer, en este caso,  que ante el peso abrumador de tanto pasado, las convicciones comienzan  a ceder y la memoria comienza a olvidar.
No lo crean. Eso es falso de toda falsedad
Yo paso a veces caminado por la vereda de la calle Fonrouge, y en el torbellino de los años que se fueron y en el tránsito descontrolado de la ciudad me parece escuchar la voz de mi padre jugando a las cartas y riendo sin cesar en las tardes de Navidad.
Y entonces toco con las manos las rejas de las ventanas, apoyo mis dedos al descuido en la pared y rozo sin que nadie se dé cuenta la madera de la puerta de la entrada. Es un modo de manifestar el compromiso de mi alma con tantos seres queridos que ya no están.  Después  me alejo en la dirección del sur (como en el tango) y les prometo que nunca los voy a olvidar.

sábado, 16 de diciembre de 2017

Visiones de Isabel



                Siete de la mañana. El zumbido intolerable del despertador digital me hace abrir los ojos. La tersura de la funda de satén permite que mi cabeza gire en la almohada. Nunca me han gustado ese tipo de sábanas. Siento como si mi cuerpo cayera al vacío durante la noche. Me resbalo hacia los bordes y soy una especie de nada.
                Luego preparo café y pienso en lo atinado de la metáfora.
                Neptuno le ha estado haciendo aspectos a mi Venus natal. Ahora voy a captar infinidad de emociones y sensaciones de naturaleza muy romántica. Eso dice el horóscopo que por las mañanas miro en la Internet.
Pero no tengo pareja así que el pronóstico será inexacto.
Afuera canta el ruiseñor. El muy ruin se aposentó en una de las ramas del árbol que hace sombra en la puerta de mi casa y desde allí desgrana su canto con las primeras luces del alba. Un vecino me ha dicho que convoca a la hembra. Lo cierto es que a mí me tortura llamando a su amada. Yo unto con mermelada mi tostada y bebo un poco de café como para inaugurar la mañana.
                Eso desata mis visiones de Isabel.
                Isabel en la tapa del periódico, Isabel en la caja de galletas, Isabel en el pequeño paquete de obleas, Isabel en el cereal y hasta en el tetra pak del jugo de naranjas.
                Mis visiones de Isabel son inagotables.
                Mas tarde termino el desayuno y salgo en automóvil con rumbo al trabajo.
La ciudad es un dechado indecoroso de lo multitudinario. Para mucha gente es un lugar hostil. Pero yo la siento tan mía como la muerte. Tiene relámpagos la ciudad, estrépito en los motores de los autos, ruidos burdos de las cortinas comerciales, detonaciones y disparos de robos y asaltos. Y también tiene estallidos sociales.
                Que no hubiera dado por Isabel.
                Tengo una imagen impresa de ella en un retrato debajo del vidrio de mi escritorio. La seleccioné y la amplié de una foto que me mandó desde lejos. Isabel no lo sabe porque ya no chateamos y he dejado de contarle tonterías. Utilicé un pequeño programa que tengo en la computadora y ella quedó hermosa. En realidad ella es hermosa. Aunque los tiempos verbales, en este caso, no parecen cumplir una función adecuada.
Ella es hermosa pero nunca fue mía por lo tanto no debería lamentar su falta.
Mis visiones de Isabel resisten los tiempos verbales.
He estado tan enamorado que me cuesta mucho entenderlo. A veces, a la mañana, al afeitarme me miro bien a la cara. Me toco la nariz y toco el espejo porque necesito comprobar que soy yo y no otra persona.
Igualmente no me fío. Ya tengo experiencia en estas cosas y sé hasta dónde puedo llegar para ponerme en ridículo. Mi alter ego es un tipo pendenciero, con ínfulas de escritor y muy apasionado que cada tanto toma el control de mis actos. Yo en cambio soy un hombre calmo que gusta de estar en el patio de su  casa bebiendo vino con sus amigos.
En medio de los dos y en otro continente está Isabel.
Y yo solo tengo visiones de Isabel.
Ella a veces es un cromo, una efigie, una fotocopia, una instantánea. Representa lo que perdí sin haberlo  tenido. Por eso aparece en mi vida diaria. Por eso aparece su imagen en el lateral del autobús ofreciéndome una nueva píldora para el dolor de espalda.
Nada coincide y nada condice con nada.
Una imagen puede ser la visión frontal de una escultura o el grabado renacentista y puramente mental de la mujer que amamos. Todos son tributos que le asignamos de manera arbitraria a una sola persona. En mi caso, como podrán ver, se los atribuyo a Isabel.
Luego el día pasa como si nada.
Regreso al barrio donde vivo. Un barrio sin glamour pero rústico y bello.  Isabel sabe mucho de él. Cada tanto le he contado algunas cosas del paisaje suburbano y de lo melancólico que se pone en otoño. A veces la veo en las nubes que se forman al poniente, la noto en el devenir  de los anuncios y la vislumbro en los escaparates de la vereda larga.
Solo me estremece una posibilidad.
El peligro cierto de que nunca pueda olvidarla. 



©2017

domingo, 10 de diciembre de 2017

Un piano en el desierto



                No sé lo que pensarás mamá.
                Diez años ya que te fuiste.
                Y aquí me tienes, en el Talampaya. Hace un terrible calor entre las piedras del desierto. Me vine a un lugar de montañas y desfiladeros a una edad impensada. Ando con mi ropa marrón de senderismo agotando los panoramas rocosos de Villa Unión.  Hace menos de un mes que saqué los boletos del avión  y ahora estoy acá. Recuerdo haberle preguntado al operador de turismo. “¿Y dónde queda Villa la Unión”? “Villa Unión”, me respondió secamente.  Así es la gente. Tiene su pequeño orgullo lugareño y bien que se lo merece. Pensaba quedarme un día y una noche y al final pasé aquí dos largas semanas. Algo me enamoró de Villa Unión y no sé bien lo qué fue. Lo mismo me pasaba de jovencito ¿Te recuerdas? Me enamoraba de alguna quinceañera como un tonto y tú me decías: “Cambia tu forma de ser porque si no vas a sufrir mucho en la vida”. Y en cierto modo tenías razón.  De grande cambié un poco, es verdad. En especial después de mi divorcio, pero luego volví a las andadas. A veces pienso que debí de haber nacido un par de siglos atrás. Valoro más lo diferente que lo ordinario. Siento nostalgia de supuestos paraísos que he perdido y que acaso nunca tuve. Hace poco, en Buenos Aires, estuve varios días leyendo solamente Mémoires d'outre-tombe, de Chateaubriand. Pienso que es muy probable que nunca pueda escribir así.
                No sé lo que pensarás mamá.
                He pasado aquí maravillosos días.
                En especial porque he desafiado al medio ambiente. Aunque no desde una posición de soberbia. De ningún modo, te lo juro. Nunca he procedido de esa forma en la vida. Tan solo me atrapaba el paisaje. Ese loco sudor del calor y las gotas que surcaban mi frente al amparo del sombrero, de los anteojos oscuros y del protector solar. Una tarde fui caminando solo hasta unos muros de pircas negras y luego regresé con mi último aliento hasta el centro de la pequeña ciudad. Y allí, sentado en el cordón, bebiendo un refresco de naranja me sentí mucho más joven de lo que en verdad soy.  A veces me internaba en los cerros, siguiendo la huella de arena y escalaba, módicamente las laderas y luego me extraviaba y tenía que  descender guiándome por la antena de TV del pueblo. Otras veces iba mucho más lejos. Andábamos con un matrimonio alemán y dos turistas francesas en camioneta, con un guía, atravesando increíbles cañones, caminando asombrados por sobre senderos de piedra y agua clara.
                 Acaso te asombre un poco que te cuente esto.
                Sucede que me cansé del mediano lujo del hotel donde paraba y me fui a pernoctar a un hostel, junto con las turistas francesas y otros pasajeros aventureros y más alocados que yo. Me asignaron una habitación sencilla, con las paredes pintadas de un color marrón oscuro, con un pequeño y ridículo televisor en la pared y con un piano vertical sobre el extremo contrario a la cama. Y a veces, en las tardes febriles del agotamiento del día, cuando ya por las noches se acallaban los rumores de la gente y los turistas; yo sentía, vencido por el cansancio,  que alguien tocaba el piano mientras dormía. Incluso una noche desperté, a eso de las dos de la mañana porque claramente eras tú, ensayando las sencillas notas de Para Elisa. Y me levanté y fui hasta el instrumento y levanté la tapa pero no, no eras tú, era sólo mi imaginación aturdida y extenuada.
            Así que ya sabes.
De algún modo has estado conmigo en Villa Unión.
Seguro que no es gran cosa para ti, que surcas la eternidad, pero a mí, que ahora estoy grande, me ha venido muy bien escucharte tocar el piano por las noches mientras pasaba mis vacaciones al calor de la montaña.
En fin, que ahora me encuentro en la gran ciudad, bajo el rigor del invierno y al amparo sutil de la distancia. Por eso decidí, con algo de inocencia,  ponerme a esbozar estas líneas dedicadas  a Villa Unión y a tu memoria.
Tal vez nunca pueda escribir como Chateaubriand, aunque pasen muchos años.
Es muy probable.
Pero no dudes que voy a intentarlo.


©2017