jueves, 28 de junio de 2018

Brenda y la ensalada waldorf


                La conocí en el East Village, allá en el Bajo Manhattan. Fue una tarde de otoño en el mes de Octubre de un año que ya no recuerdo. Hacía bastante frío aquella vez en Nueva York. Me gustaba ir a correr al John Lindsay Park y luego pasar por una especie de bar irlandés que se hallaba oculto detrás de un callejón de la calle 14. Sin llegar a ser pelirrojo, su pelo era castaño pero con tonos de cobre y sus enormes  ojos brillaban siempre como en un intenso claroscuro.
                Brenda trabajaba en la asistencia social de la ciudad.
 Llegó de improviso, se sentó a mi lado en la barra y bebió un shot de whisky en un segundo. Estaba bastante abrigada pero también se notaba que su figura era pródiga en curvas. Luego pidió que le volvieran a servir. Y mirando al espejo  lateral, colmado de botellas de bebidas de todo el mundo, dijo por lo bajo “Es mi culpa, soy una inútil”.
A mí me pareció que deseaba ser escuchada y la miré. Entonces se presentó, mediante la  formalidad de los anglo sajones y comenzó a contarme lo que había pasado con una angustia digamos, latina. En el Bronx fue asesinada una abuela que se hallaba a cargo de su nieta porque la hija estaba presa. La mujer cuidaba de la pequeña y Brenda le había dicho al tribunal que la abuela  resultaba competente para cuidarla. Sin embargo la mujer se relacionó con traficantes y terminaron por matarla. Yo la escuché con mucha atención y tan solo le respondí con frases de compromiso porque no  se me ocurrió otra cosa.
– ¿De dónde eres? –dijo.
– Soy argentino –le respondí.
–Vaya, tienes acento australiano.
A veces pienso que contar la historia de mi año en Nueva York es contar la historia de Brenda. Me había ido del país porque ya no podía ni respirar. Tuve ofertas de algunos amigos del exterior para marcharme y al final me decidí por el lugar que más miedo me daba.  
Durante todo ese tiempo atendí la barra del bar del lobby del hotel donde uno de mis tíos tocaba el piano. Era una especie de devoto del paisaje urbano. Mi rutina incluía correr dos o tres veces por semana en el  Central Park;  aunque a veces buscaba también  lugares más pequeños y alejados.
En un agitado atardecer me crucé con Susan Sarandon.  
Ella venía por un sendero lateral y apareció de pronto frente a mí. Bella, agitada, apenas transpirada. Creo que fue Orson Welles quien dijo una vez que las diosas no transpiran pero no estoy seguro. Susan pasó a mi lado como una exhalación y mientras tanto seguí corriendo pasmado porque no supe bien que hacer luego de mirarla.
 Siempre estuve enamorado de Susan Sarandon.  
Se lo comenté en su momento a Brenda en la vereda del Marriot de Broadway y la 46 y ella se rió con aquella risa adorable que tenía. Poco tiempo después  me llevó a vivir a su departamento del Village. En aquel tiempo había comenzado a escribir poesía. Incluso lo había intentado en inglés pero el intento fue inútil porque siempre terminaba remedando a Whitman.
Los días en el bar del hotel eran simplemente una exhalación. Mi vida real era correr por los parques y acostarme con Brenda. Nueva York mientras tanto resultaba nada más que la decoración del escenario de un teatro donde se representaba mi vida.
Y aún así me sentía muy bien en las agitadas calles.
Gustaba de internarme en el Harlem los domingos a la mañana para escuchar al azar los coros del góspel y otras veces me sentaba durante horas en Times Square sin hacer nada.
Brenda era consecuente hasta el hartazgo. Yo nunca conocí una mujer así. No me hacía ningún tipo de concesión en la cama. Creo que si fuera por ella tendría sexo todo el día. También se preocupaba por lo cotidiano, anhelaba que me sintiera bien y cuando tenía un poco de hambre enseguida cocinaba algo. Una vez ordenamos ensalada Waldorf precisamente en el Waldorf Astoria. Y ella se interesó por saber bien las cantidades exactas de manzana, nuez y apio que llevaba la ensalada.
A veces le contaba cosas del país y a ella le brillaban los ojos.
–Un día me llevarás a Mendoza y nos beberemos todo el vino. – dijo con una sonrisa extraordinaria.
Era una trabajadora social, adherente al partido Demócrata y alejada de su familia. Los padres habían imaginado para ella un futuro universitario pero Brenda no les hizo caso. Consiguió un empleo en el Ayuntamiento de la ciudad y comenzó a dedicarse a la asistencia social de la gente más necesitada. Creo que era una mujer feliz, dentro de lo felices  que podemos ser los seres humanos.
Un buen día emprendí el regreso a la patria y nos despedimos con un poco de angustia compartida. Ella me abrazó muy fuerte mientras se le caían un par de lágrimas.
Una de ellas rozó por mi mejilla y me dejó sin habla.
Hoy los años han pasado y junto con ellos la tempestad del tiempo y los recuerdos que no se pueden dejar de lado. Es un torbellino de imágenes y sucesos que hemos vivido y que con dificultad recordamos. No obstante a veces, en esas charlas en que nos ponemos serios y profundos, cuando alguna bebida espirituosa desbarata nuestra calma y alguien pregunta quien fue la mujer de la vida de cada uno, la verdad es que no sé qué contestarle. Tengo que meditar mucho, lo confieso. Debo buscar en el baúl de la memoria lentamente y paso a paso
Y allí está Brenda sonriendo desde el fondo del vaso.


©2018

domingo, 10 de junio de 2018

Extrañarte


                Extrañarte.
                Que sensación emotiva y poderosa. Jamás la había experimentado. Nunca hasta ahora supe lo que significaba extrañar a nadie. La emoción me envolvió en las gradas de la Costanera Sur de Buenos Aires. Pensé en ti y un alud de recuerdos digitales se derrumbó sobre mi persona   ¿Dónde andarás? ¿Seguirás viviendo en el mismo lugar? ¿Cómo andarán tus cosas? ¿Tendrás un nuevo amor? ¿Serás feliz acaso?
                Recuerdo muy bien cuando fui tu cantor. Recuerdo muy bien cuando te canté como a una lejana musa en aquellos tiempos de la pasión online.
                Vaya uno a saber porqué pasaron esas cosas. Yo estaba muy solo es cierto y tú fuiste mi  lejana ancla a tierra. Sentí devoción por ti. Una devoción inexplicable,  lo acepto. Me puse lírico en el teclado, pero lo hice porque era capaz. No cualquiera hubiera escrito esas cosas. Y hoy ya ves, el tiempo ha pasado y poco a poco va apagando el fuego no solo de las cosas que pasaron entre tú y yo sino de todo lo que ocurre en el mundo.
                Me cuesta pensar que voy a olvidar ese ahogo interior que he sentido al no tenerte más ni en el chat ni en la pantalla. Me cuesta pensar que la palabra imposible será la definitiva e infranqueable barrera entre los dos.
      La tiranía del tiempo me abruma como a un condenado en el cadalso del olvido.
                Entretanto las musas se rebelan.
                Quieren obligarme a poner en el texto palabras como “siempre” y “nunca” y yo no pienso hacerlo. Te llevaré guardada en el corazón el mayor tiempo que pueda, eso puedes darlo por seguro. Pero un día seguramente te voy a olvidar. Y lo haré, como de costumbre, sentado en las gradas de la Costanera Sur de Buenos Aires.


©2018