lunes, 22 de julio de 2019

El Galpón de los Recuerdos


“Ya no recuerden el pasado. Ni traigan a la memoria las cosas del ayer.”

                                                                      Isaías 43:18

                   El último fin de semana, me sucedió algo bastante especial. Una de esas cosas que le pasan a la gente muy de tanto en tanto. Yo había ido a pasar el día domingo a un campo cercano a la localidad de Marcos Paz. Lo hice, invitado por algunos amigos y con el afán de olvidarme, por un rato, de la dureza del asfalto de esta ciudad que amo y que, a veces, me abruma de tanto amor que le profeso.
                 Marcos Paz tiene un fuerte significado para mí: cuarenta años atrás, siendo un jovencito, había pasado allí un invierno inolvidable, producto, un poco, de las circunstancias y también  de los desatinos financieros de mi padre.
                Aquel día viajé en el auto de uno de mis amigos y al transitar por la Ruta 200 vinieron a mi mente algunos lejanos recuerdos que, enseguida, comenté entre el resto de los pasajeros. Muchos de esos recuerdos se encontraban perdidos como en un viejo rincón de la memoria, pero otros me resultaban nítidos y reales. Mis compañeros de travesía se sorprendieron por su abundancia.
             –Cuarenta años es mucho tiempo – dijo mi amiga Valeria.
             –Según cómo lo mires– respondí.
             Corrían las horas cercanas al mediodía de un tibio domingo de Agosto, y estábamos, en cierto modo, felices. Valeria me comentó, con algo de melancolía, que su padre estaba perdiendo la memoria de los hechos recientes. Sufría de un Alzheimer que avanzaba a pasos agigantados y casi no recordaba lo sucedido el día anterior. El pasado lejano, sin embargo, lo recordaba hasta en sus más pequeños detalles. Toda una singularidad que convocaba al asombro.
             –Cuando lleguemos al campo – dijo Valeria con una mirada cómplice – voy a mostrarte algo que te va a sorprender.
             Seguimos desandando la ruta y, al final, llegamos a destino, para ello, atravesamos el casco principal de la ciudad y tomamos un camino de tierra para fastidio del conductor del vehículo. El sol estaba luminoso, casi en el Cenit, y los pájaros volaban sobre nuestras cabezas. El verde, además, se extendía por todas partes.
             Más tarde, llegó el otro automóvil.
             Éramos, en total, unas diez personas, todos de una cierta edad madura: algunos matrimonios, otros solos y recién divorciados y toda la fauna habitual de principios del siglo XXI, en la ciudad de Buenos Aires. Comimos carne asada, naturalmente y en mi caso personal, bebí un vino blanco casero de color muy claro que elaboraban los dueños del lugar. Lo hacían con vides de uva chinche que ellos mismos plantaban y los peones lo llamaban “Agüita de Dios”. El color era claro pero el vino tenía un sabor muy fuerte.
              A los postres algunos salimos a caminar, y otros prefirieron montar a caballo. Valeria, sin embargo, me apartó del resto y me dijo:
             –Vamos a conocer el galpón de los recuerdos.
             La acompañé, provisto de una cierta intriga y caminamos unos trescientos metros, atravesando un pequeño monte de eucaliptos y de álamos. Mientras caminábamos, Valeria comentó que el galpón estaba igual que a finales de los sesenta cuando ella era una niña y que, luego, nadie lo había tocado. Sólo le agregaban, cada tanto, alguna cosa, algún utensilio, algún mueble, algún arado obsoleto que, luego, permanecía en su lugar por los años de los años.
             Cuando llegamos, lo vi y me impresionó. Calculé que la construcción tenía, por lo menos, un siglo de antigüedad. Me hizo recordar, de algún modo, a las estructuras de metal que –a veces– había visto en el interior del Uruguay, pero que por aquí eran casi inhallables. Valeria quitó una traba oxidada y empujó, como pudo, una gran puerta de madera y de chapa. La ayudé apoyando mi mano; la puerta se corrió como pudo, haciendo un chirrido desagradable. Entramos. Se percibía en el ambiente un cierto olor avinagrado de humedad, y la luz era muy escasa. No supe calcular, en un primer momento, su extensión, pero pensé que tenía media cuadra de largo. En un principio, noté algunos utensilios para trabajar la tierra. También, vi una máquina de coser, una plancha a carbón y algunas mesas muy deterioradas. Luego, nos encontramos con un mueble repleto de antiguas muñecas abandonadas y percibí que Valeria se ponía algo alterada.
             –Eran de mi tía abuela– susurró. Las recuerdo muy bien.
             Al notar que temblaba, le tomé la mano. Seguimos caminando en una especie de pasillo central, rodeados de aquellos objetos del pasado, hasta que la oscuridad se fue haciendo muy intensa, y ya casi no veíamos nada. En  un costado, sin embargo, y  justo donde se filtraba un fino rayo de luz  entre las rendijas del techo de chapa, noté un retrato de mi padre junto a su camión y conmigo –recién nacido– en sus brazos. Aquello me afectó profundamente. ¿Qué hacía en aquel lugar ese retrato de mi padre? ¿Qué extraña coincidencia lo había provocado? No sabía bien qué pensar. Me adelanté solo en el galpón y solté la mano de Valeria. La oscuridad se fue haciendo casi completa, pero al acercarme al retrato me pareció que desaparecía. La cuestión volvió a afectarme. Dudé por unos instantes y hasta pensé que estaba bajo los efectos de aquel vino tan claro que había bebido en el almuerzo, pero luego, vi el jardín de la casa de mi abuelo, los globos de goma del kiosco del griego, la seda carmín del disfraz de carnaval y la primera pelota de fútbol de mi niñez y entonces me quedé pasmado.
                –Son mis recuerdos – pensé– por alguna razón están todos aquí.
                Los ojos se me llenaron de lágrimas. Luego vi aparecer como en un calidoscopio el fin de mi niñez, mi pubertad y mis primeras vacaciones en el mar. Vi, también, a mi madre llena de juventud y comencé a retroceder, lentamente, porque estaba abrumado y ya no deseaba ver más nada. No sé cuánto tiempo pasó; tal vez, fueron algunos segundos; tal vez, un rato largo, pero terminé tropezando con Valeria y me detuve.
             – ¿Qué sucede? –preguntó. ¿Te pasa algo?
             –Quisiera salir – respondí en lo oscuro. Creo que me falta el aire.
             Regresamos los dos con el resto de la gente y así fueron transcurriendo las horas de nuestro día en el campo Me fui reponiendo bastante bien de la experiencia vivida y pude conservar la compostura, ante el resto de la gente, pero con Valeria casi no volví a cruzar palabra.
             Una vez en casa, me duché y traté de olvidar lo que había pasado, pero el transcurrir de las horas trajo el lunes y junto con eso el comienzo de la semana. Fueron tres o cuatro días de incertidumbre, hasta que Valeria me llamó por teléfono diciendo que deseaba verme.
            Nos encontramos en una confitería del Centro de la ciudad. Ella estaba radiante, se notaba que le había sentado muy bien su reciente divorcio. Charlamos un rato de cosas circunstanciales hasta que le dije:
          – ¿Valeria, para qué me llamaste?
          –Deseaba hablarte – dijo– de lo que pasó el domingo en el galpón. Me quedé muy preocupada.
          – ¿A vos también te pasó no? –Comenté, por lo bajo.
          –Es verdad –dijo– a mi me sucedió lo mismo el año pasado. Estaba pasando una crisis personal y entré con el afán de encontrar recuerdos del pasado. Ese campo en su momento fue propiedad de uno de mis abuelos y de dos de sus hermanos. Yo buscaba cosas de mis primas y de mi madre y, de repente, un alud de recuerdos comenzó a desfilar ante mis ojos. Estaba sola en el galpón, casi no lo resisto porqué tardé en retirarme. Lloré durante un día entero y, luego, replanteé mi vida por completo. He llevado algunas personas, antes a repetir la experiencia, pero a ninguna le hizo tanto efecto como a vos.
            –No sé qué decirte –comenté– no tengo una opinión formada. Esto ha sido algo tan fuerte para mí que pienso que seré incapaz de manejarlo. Voy a tratar, simplemente, de olvidarlo.
            – No creo que puedas hacerlo –replicó– Te ruego que me permitas el beneficio de la duda. Esa tarde del domingo forma parte ya de tus recuerdos y también de los míos, no creo que podamos olvidarlo.
                Dicho lo cual, se levantó y se retiró luego de darme un beso.
                Yo me quedé un rato más en el lugar y después regresé a mi casa.
                Los días y las semanas comenzaron a transcurrir porque si hay algo seguro en la vida es que el tiempo transcurre y pasa. Y hasta sucedió que mis amigos me volvieron a invitar a pasar otro domingo en el campo. Invitación que rechacé de una manera amable porque por ahora no estoy dispuesto a regresar al galpón de los recuerdos. Aunque a veces, se los juro, cuando me quedo solo en mi casa en esas tardes quietas de domingo y de lluvia y me miro en el espejo con la mirada triste y recordando el pasado, siento unas enormes e incontenibles ganas de volver a visitarlo.


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sábado, 6 de julio de 2019

Reflexiones de Invierno


                Hoy es la tarde del eclipse y el invierno ha terminado de apoderarse de la ciudad de Buenos Aires. Se acercan los días de la intemperie y  del  obsesionado viento sudoeste que aquí llamamos “pampero”.  Mis días transcurren, de todos modos, sin ningún alegato ¿A quién voy a apelar por mi desgano? Hace rato ya que he perdido el incentivo, no hay motivación y no hay musa que me alcance. Rubén Darío solía decir que cuando hablamos de “musa” tan solo estamos nombrando una falacia. Le gustaba afirmar que hasta las sirenas de Ulises eran falsas. “Ellas nunca cantaron –decía- Ulises simplemente creyó que cantaban y se engaño como nos engañamos siempre los varones”.
                Lo cierto es que esta inédita combinación (por lo menos para mí) del invierno de la ciudad y del invierno de mi vida termina siempre con los dedos inertes frente al teclado.  
                Podría escribir al azar, por ejemplo, y recordar a Mirta y a su flequillo legendario: aquel que me seducía tanto como su breve falda.  Lo cierto es que a medida que me he vuelto un tipo grande suelo tener distinta la mirada. El pasado ya no es algo fraccionado en evocaciones. Ahora es una especie de túnel que lo abarca todo. Cada vez que miro hacia atrás distingo una especie de conducto decorado como el set  de una escenografía.  Y allá en el fondo del túnel, como en una pintura impresionista, mi infancia.
                Decía Chavela Vargas que el amor no existe, que es solo un invento de noches de borrachera y ahora que estoy, digamos, sin amor, tiendo a creer en la frase. El hecho de estar enamorado es similar a estar borracho. La sentencia la leí el otro día en la Internet. El departamento de neurociencia de una vieja universidad inglesa coincide con ella.
                De momento me refugio en la calidez del vino en estos atardeceres de la ciudad que amo, cuando me pongo a escuchar música sentado en el sillón de cuero que hace tantos años me acompaña. Y en el fondo de todo, ese retintín mezclado con el sonido, ese énfasis imperceptible que me advierte que, haga lo que uno haga, finalmente igual  el tiempo pasa.





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