lunes, 22 de mayo de 2017

Carlos



            No sé si alcanza con decir que soy periodista. Escribo en la sección policial del diario Crónica y acabo de presenciar un asesinato.
Fui testigo de un crimen y por eso no sé si alcanza para presentarme de ese modo.
Vivo en el Bajo Flores, no tengo hijos y hace siete años que estoy divorciado. ¿Mi edad? Cumplí los cuarenta y me siento algo viejo. Estoy desubicado respecto de la edad.  Sé que no soy joven y que hace bastante que he perdido las costumbres y los hábitos de la juventud pero sin embargo no me considero un viejo.
A lo largo de mi vida he sido un hombre que ha hecho un culto de la amistad y que se ha entregado a ella por completo. Siempre me fascinó la posibilidad de querer a un hombre, de abrazarlo y de darle afecto.  Me gustaba el rito del vino compartido en el mostrador de un bar.  Me gustaban las polémicas sobre la vida y la muerte y las confidencias acerca del amor y las mujeres. Carlos siempre decía que los homosexuales  en su afán de llevarlo todo al plano sexual terminan desquiciando ese afecto. Carlos tenía razón, casi siempre la tenía.
Nos conocimos un tiempo después de mi separación. Solíamos beber juntos durante la tarde en el bar El Encuentro, de Varela y Avenida del Trabajo. Yo regresaba de la redacción y me quedaba allí varias horas. No tenía ninguna intención de volver al pequeño departamento que entonces alquilaba. No sin antes que el alcohol hiciera su definitivo efecto. Trataba de olvidar la desdichada vida que llevaba y aquellos encuentros me ayudaban a hacerlo. Hablábamos de tango (a Carlos le gustaba mucho) y también algo de política. El tomaba ginebra y yo vino blanco. Varias horas estábamos juntos en el bar pero Carlos se retiraba siempre antes que yo. Tenía una familia y debía respetar ciertos horarios. Él llevaba una doble vida en más de un sentido. Muchas veces se jactaba de sus romances furtivos y de la cantidad de alcohol que bebía. La droga también ocupaba un lugar importante en sus intereses cotidianos.  Cada tanto utilizaba cocaína pero de eso, lógicamente, no hablaba. Siempre creía que se podía hacer de todo y luego regresar a casa a disfrutar del calor del hogar.
–Es una cuestión de coherencia. –decía– Solo se necesita un poco de sentido común, otro poco de tiempo y, por supuesto, bastante dinero; pero se puede, yo te digo que se puede.
Carlos tenía por entonces una gran oficina en un edificio de Rivadavia y Maipú. A veces yo salía de la redacción y pasaba a buscarlo. Regresábamos juntos en el utilitario que usaba para moverse por la ciudad pero aquel automóvil –si bien era nuevo– no se compadecía con sus altos ingresos ya que perfectamente podía comprarse uno mejor.
–Cuando se empieza a ganar dinero –decía– conviene pasar lo mas desapercibido posible.
Carlos estaba en el negocio de la intermediación de seguros y ganaba suculentas comisiones a expensas del estado. Yo había entablado con él una amistad que incluía la confidencia y la actitud solidaria. 
Todo, sin embargo, y en especial acordarme de él, no logra hacerme olvidar que vengo de presenciar un asesinato.
Mi viejo –lo recuerdo bien– decía que cosas como esas no ocurren en el barrio.
–El barrio es el lugar de la vida mansa– susurró una tarde cuando yo era pequeño y eso a mí me quedó grabado para siempre. Pero mi viejo lo dijo hace mucho tiempo y si hoy estuviera vivo tal vez no lo hubiera dicho.
Carlos tenía una respuesta para todo.
Yo envidiaba su capacidad para resolver problemas y su desenvoltura. El decía que admiraba mi desapego para con las cosas. No comprendía que nada me durara mas de un año o de seis meses.  Se solazaba con mis anécdotas, con las radiograbadoras que no funcionaban y yo tiraba a la basura o cosas por el estilo. Estábamos muy bien juntos. Nos sentíamos complementarios el uno del otro.
Con nosotros a veces bebía un hombre que decía llamarse El Rey del Bailongo. Era un tipo viejo, delgado y sumamente atildado.  Su pelo, de tanto teñir las canas, había tomado un color indeterminado.  Una mezcla de marrón, ceniza y dorado que sin embargo no le sentaba mal. Era una especie de dandy de barrio avejentado y capcioso que cada tanto soltaba algunas frases mordaces con respecto a la moda y a la juventud.  Junto a ese hombre Carlos se volcó a uno de los pocos vicios que le faltaban: las carreras de caballos. Los dos iban los viernes al Hipódromo Argentino y algunos días de semana a la agencia hípica del centro de Flores.
–Adrenalina pura. –decía– esa es la sensación, adrenalina pura.
Se refería al placer que experimentaba durante los últimos doscientos metros de cada carrera.
–Lógicamente –insistía– cuánto más dinero se apuesta la emoción es mas grande.
Yo en esta materia no lo acompañaba. En primer lugar porque no me bastaba con el magro salario mensual que ganaba en el diario y además porque una clase de emoción como la que Carlos citaba no era suficiente para mí como para cometer imprudencia alguna.
Un sábado primero de Mayo estuve en el bar a las diez de la mañana. En ese feriado no aparecen los diarios y por lo tanto yo tampoco trabajaba.  Carlos llegó un rato después, estaba excitado y nervioso. Me contó todo su periplo desde la tarde del día anterior. Dijo que salió de la oficina antes de lo habitual y junto con su secretaria fue a pasar un par de horas de intimidad al hotel de Pampa y Figueroa Alcorta. Después la dejó en la casa y de inmediato partió para el hipódromo. Estuvo allí hasta bien entrada la noche y tan solo salió después que terminó la última carrera. Luego fue a una discoteca de Retiro que regenteaba un amigo suyo y se quedó hasta la madrugada. De allí se dirigió a una fiesta en las afueras donde se mezclaba el whisky con la cocaína. Cuando ya no pudo resistir emprendió el regreso pero ese torbellino le había costado diez mil pesos.
–Lo peor –dijo– es que no sé que voy a decir en mi casa.
Carlos era como un chico. Pensaba que podía controlarlo todo y sin embargo, si se lo descubría en una situación comprometida sus fuerzas flaqueaban.
Aquella mañana fui muy solidario con él. Lo vi tan mal que me ofrecí a ir hasta su casa e inventar cualquier historia que considerase necesaria pero Carlos rechazó con amabilidad el ofrecimiento.
–Ya veré lo que hago. –dijo.
Carlos estuvo luego un tiempo largo sin venir al bar. Puedo dar fe cierta de esto porque no falté un solo día de los que él no estuvo, aunque luego, extrañado por lo extenso de su ausencia, cada tanto pasaba por la puerta de su casa para poder verlo. A veces miraba su automóvil estacionado en la puerta de calle y otras veces notaba que su esposa salía de la casa con el hijo en brazos pero a Carlos no pude encontrarlo.
Aquellos días, en general, eran de mucha agitación para el grupo de fieles parroquianos del bar. El Rey del Bailongo, por ejemplo, llegó una tarde con el dedo pulgar vendado con cinta aisladora. El pobre se había seccionado una parte usando una cuchilla en la carnicería del hermano.
– ¿Se lo injertaron? –pregunté con ingenuidad.
–No. –dijo–  me lo injerté yo solo.
– ¿Pero no se le va a infectar?
–No creo, le estoy echando limón a la herida y creo que se va a curar.
Gente como esa proliferaba en las reuniones del bar El Encuentro y una de las razones por la que yo nunca faltaba era para poder conocerlos a todos.
Carlos apareció el 25 de Mayo, es decir el feriado siguiente. Yo ese día trabajaba pero igual estuve en El Encuentro.  No parecía encontrarse mal, al contrario, se lo veía alegre y jovial aunque de inmediato comprendí que no tenía demasiadas ganas de hablar de su ausencia. La concurrencia, en general,  también le ahorró las explicaciones del caso y el pareció feliz de volver a la rutina de la charla y las copas.
Semanas después llegó al boliche y tuvo un comportamiento extraño. Noté que al tratar de hablar tenía dificultades con la dicción de las palabras. El rey del bailongo se lo llevó aparte y estuvo tratando de hablarle pero Carlos le contestaba en todo momento con incoherencias. Un rato después se acercó a mi lado y dijo por lo bajo.
–Me estafaron hermano. Perdí todo lo que tengo.
Yo no creí demasiado en la veracidad de sus palabras y en cambio preferí ocuparme del estado lamentable en que se encontraba.
– ¿Qué te pasó? –le dije.
–Perdí todo –contestó
–No me refiero a eso, hablo de tu estado.
–Tomé un antidepresivo –dijo– debe ser por eso que se me traba la lengua. Lo mezclé con alcohol.
Carlos tenía un socio en el que delegaba el manejo financiero de la agencia de seguros mientras él se ocupaba de lo comercial y de las entrevistas con funcionarios del área. Al parecer, el socio había estado enviando pequeñas remesas a cuentas numeradas de la Isla Caimán sin que Carlos lo notara. Al cabo de dos meses los envíos alcanzaron los quinientos mil dólares, entonces el socio desapareció y Carlos se quedó sin nada.
–Lo peor es que tengo la casa hipotecada. No me importa empezar de nuevo desde cero pero perder la casa va a ser demasiado.
Lamenté en ese momento no haber creído en sus palabras y hasta me asaltó la desesperación por lo que le estaba pasando, aunque en realidad, el desastre que cada uno de nosotros hiciera con su vida personal no resultaba incumbencia de nadie. Esto es un código, una ley no escrita de quienes se reúnen a beber en los bares. Yo la quebranté, sin embargo, porque el afecto que sentía por Carlos superaba cualquier prejuicio.
Una semana entera estuvo luego sin venir.
Abrigué en ese lapso la insensata esperanza de ver sus problemas superados pero cuando volvió estaba peor que antes. Insistía en combinar el alcohol con los estimulantes. Y ni siquiera reparaba en el daño que le infligía a un organismo debilitado como el suyo. Conversamos poco porque Carlos apenas podía hilvanar palabras. Me mostró el interior del maletín donde llevaba dos armas y un pasaje a las Islas Caimán.
–Voy a matarlo. –dijo– Dalo por seguro.
No quise contrariarlo porque me pareció que Carlos no estaba en condiciones de ser contrariado por nadie. Estaba decidido a todo, aunque su decisión, naturalmente, era tan solo la decisión de un hombre extraviado.
Al día siguiente salí de la redacción y no pude resistir el deseo de pasar por su oficina a buscarlo. Cuando llegué, Carlos ya no estaba y hasta me pareció que no quedaban empleados. Solo se hallaba su secretaria, con los ojos irritados por el llanto. Regresé después al Bajo Flores, pasé por El Encuentro y Carlos tampoco estaba. Entonces decidí ir hasta su casa y llamar a la puerta con cualquier excusa. Llegué, toqué el timbre y abrió la puerta un hombre anciano. Tenía inocultables arrugas y el pelo entrecano.
               – ¿Está Carlos? –pregunté.
                El hombre me miró con una cierta indiferencia pero tuve la impresión que se alegró por mi visita.
                –Sí. –contestó– Pase.
                Entré y tomé asiento en un amplio sillón de la sala de estar.
                Luego de un rato Carlos bajó. Sus pasos eran vacilantes y estuvo a punto de caer por la escalera. Me atendió con mucha solicitud. Estaba algo mareado y en apariencia controlaba la situación.  Enseguida sirvió café e intercambiamos frases de circunstancias.
                Yo fui directo al grano.
–Carlos. – dije– Quiero ayudarte.
El se levantó, caminó hasta un hogar simulado que daba calefacción a la vivienda y apoyado allí contestó:
–Nadie puede ayudarme. Todo es un desastre. Ayer mi mujer me abandonó y se llevó a los chicos.
– ¿Y el asunto de las Islas Caimán? –dije.
–Ya no me interesa. –contestó– Cancelé el pasaje.
–Alguna solución tiene que haber –insistí- Todo se soluciona.
Carlos sonrió con tristeza, me miró y dijo:
–Te agradezco mucho. No te hagas problemas.
Entonces el hombre viejo que había atendido mi llamado apareció de una manera sorpresiva detrás de la sala. Estaba armado con una escopeta. Los ojos se le habían vuelto pequeños y además le brillaban.
–Hay una solución. –dijo- Que muera esta inmundicia.
Fue tanta la zozobra que me tocó vivir que en un primer momento no tuve respuestas.
Carlos, sin embargo, reaccionó:
– ¡Cállese la boca viejo idiota!
– ¿Pero, qué está pasando? –dije yo.
–El infeliz de mi suegro. Un idiota al que mantuve siempre. Un viejo inútil, un don nadie.
–Por favor, tranquilícense los dos. –dije.
-Es una suerte que haya venido señor–dijo el suegro dirigiéndose a mí.– es una suerte poder contarle a alguien las cosas que ha hecho este canalla.
– ¡Cállese la boca! –insistió Carlos– ¡Baje el arma!
–Y ahora –dijo– ni siquiera tiene plata.
–Por favor…–dije yo.
Pero en ese momento el hombre disparó.
El primer tiro pegó en el pecho de Carlos y el impacto lo arrojó por el aire. Decenas de perdigones le destrozaron el corazón y murió de forma instantánea.  El segundo, que ya no era necesario, pegó en la pared.
La angustia y el estupor me invadieron por completo. Fui rápidamente donde Carlos estaba y lo tomé en mis brazos. Su sangre manchó mi camisa blanca.
– ¡Qué hizo inconsciente! – Le grité al suegro con todas mis fuerzas.
El hombre apoyó la escopeta en la mesa y luego se sentó en el mismo sillón donde yo me había sentado. Tenía una mirada extraña y parecía estar aliviado.
– ¿Se da cuenta de lo que hizo? –volví a gritar.
–Sí, me doy cuenta. –dijo– ¿Y quiere que le diga una cosa? Aún cuando no estuviera la casa de mi hija hipotecada y aún cuando este infame no estuviera quebrado, yo igual lo hubiera matado.
No supe qué contestar. Me levanté como pude y apoyé suavemente la cabeza de Carlos en la alfombra. Después llamé por teléfono al 101 y esperé junto al viejo que la policía llegara.
Veinticuatro horas estuve detenido.
Declaré ante el juez la mañana siguiente y luego me soltaron. Enseguida fui a la redacción a escribir una nota sobre lo que había pasado. Al jefe le gustó y entonces, como me vio cansado, me dio permiso para retirarme.
Volví al bar El Encuentro como siempre, como todas las tardes. Allí la gente hablaba de lo que había pasado. Algunos se mostraban indiscretos y otros más cautos. Yo bebí algunas copas en silencio y después conversé con El Rey del Bailongo durante un largo rato. Más tarde, cuando se hizo la noche, nos juntamos entre todos y después brindamos por la memoria de Carlos.



©1996

viernes, 12 de mayo de 2017

Desamor


La historia que sigue es real. Ni siquiera los nombres han sido cambiados. Sucedió hace algunos años en el Bajo Flores, en los tiempos en que todavía circulaba el tranvía.

Raúl Negrete tenía por entonces 25 años. Era un joven apuesto y muy atildado, acostumbrado a la pulcritud y al peinado a la gomina. Trabajaba de conductor de la línea 76, que circulaba por entonces a lo largo de la calle Varela y cuya terminal estaba en Retiro.

Raúl amaba tanto su trabajo como a la ciudad donde vivía.

Muchas veces solía abstraerse, casi embriagado por el monótono sonido del metal y de las ruedas y contemplaba absorto las fachadas de arquitectura italiana y francesa que jalonaban el recorrido del tranvía. Otras veces se ocupaba de cuestiones de carácter más mundano y entonces solía escrutar en ambas veredas a las innumerables y hermosas mujeres que circulaban por la ciudad durante el día. Raúl era un hombre que tenía mucho éxito. Su figura esbelta y atildada al mando del transporte resultaba irresistible a las miradas femeninas.

Estaba casado desde muy jovencito con la menor de las cinco hijas mujeres de un matrimonio de inmigrantes sicilianos. La joven se llamaba Lucía y era de la misma edad de Raúl. Una mujer de carácter muy introvertido que trabajaba de costurera en la fábrica textil más grande del barrio. Lucía no había logrado darle hijos a Raúl y – como era habitual en ese entonces – todos consideraron que la causa de la imposibilidad residía en ella. La chica era retraída y de algunas costumbres un tanto exóticas. Tenía, por ejemplo, de mascota, una iguana. Un animal de unos 60 centímetros de largo que le regaló su hermana mayor cuando fue a visitarla a Santiago del Estero.

Raúl detestaba a la iguana porque le producía repugnancia pero sus protestas no llegaban ni siquiera a inmutar a Lucía.

Ambos vivían en una casa de la calle Castañón que se hallaba al costado de una fábrica abandonada. La casa había sido pensada en un principio para que vivieran los cuidadores del predio pero la rápida quiebra de la empresa anuló ese propósito. Raúl había logrado alquilarla gracias a las influencias de un amigo de su padre que trabajaba en Tribunales. Fijó allí su domicilio al casarse con Lucía cuando ambos ni siquiera habían cumplido veinte años. Luego, el paso del tiempo y también una gran cantidad de controvertidas presentaciones judiciales hizo que no tuviera a nadie a quien pagarle el alquiler. Ejerció entonces de hecho la ocupación y el dominio de la propiedad a lo largo de esos primeros años del matrimonio cuando intentó, sin éxito, tener un hijo con Lucía.

Vivían distanciados a más de doscientos metros del vecino más cercano y todo el lateral de la vivienda daba la espalda al larguísimo y lúgubre paredón trasero del Hospital Piñero.

Sus primeros años de casado habían sido tan feliz como los de cualquier pareja pero la falta de la llegada de un hijo y las continuas infidelidades de Raúl fueron enturbiando la relación hasta hacerla sombría. Pronto dejaron de hacer el amor y al final casi ni se dirigían la palabra.

Lucía se refugiaba mucho en las tareas de la fábrica donde su rendimiento era superior al de cualquier compañera de trabajo. De regreso a la casa preparaba sencillas comidas que a veces Raúl ni siquiera probaba. En otros momentos escuchaba la radio o hablaba un largo rato con la iguana mientras la acariciaba y la tocaba incitándola a jugar con ella. Después se daba una ducha y casi siempre se acostaba temprano.

En la primavera del 44 Raúl notó que algunos cambios extraños se habían comenzado a producir en la casa y sin embargo no les dio ninguna importancia. Estaba por entonces como hipnotizado por la relación que mantenía con una rica mujer del Barrio Norte. Con ella frecuentaba los salones elegantes del centro donde se bailaba tango y se bebía champagne. Un mundo de alhajas y de automóviles nuevos al que había accedido por la ventana pero de la mano de una amante generosa y ardiente.

Lucía había hecho cambiar el cabezal de bronce de la cama por otro de hierro forjado, mucho más grueso y más pesado que luego hizo empotrar directamente en la pared. También ordenó cerrar con ladrillos una claraboya del dormitorio y luego compró una cama de una plaza que instaló en la misma habitación donde estaba la iguana.

Raúl, por esos días había renunciado a su trabajo en el tranvía. Solo se mantenía por el dinero que le daban sus amantes y si bien solía dormir muchas veces fuera de su casa en general optaba por regresar a la vivienda, cuya dirección – por otra parte– mantenía oculta a sus amigos de juergas ya que a Raúl le avergonzaba vivir  allí.

En el verano murió su padre y Raúl se sintió mas solo que nunca pero por alguna razón que no tenía muy clara, siguió viviendo con su mujer. Tal vez era el peso de la presión social, que desaprobaba el divorcio o tal vez el miedo de volcarse para siempre a un ambiente en el cual no dejaba de ser un extraño.

Una mañana de otoño se despertó con un intenso dolor de cabeza. Miraba el techo y le daba la impresión que giraba lentamente en derredor suyo. Se sentía obnubilado y no comprendía muy bien lo que pasaba ya que la noche anterior había bebido apenas lo necesario. Intentó entonces mesar sus cabellos y frotarse los ojos como hacía siempre al despertarse pero una pesadez en las muñecas le venció los brazos. Con asombro y espanto comprobó que dos gruesos grilletes rodeaban sus manos y la desesperación lo hizo entonces levantarse de un salto. Estaba encadenado al cabezal que Lucía había hecho empotrar en la pared por dos cadenas de unos cuatro metros de largo.

– ¡Lucía! – Gritó – ¡Qué significa esto!

Y un hondo silencio respondió a sus palabras.

Raúl entonces gritó varias veces sin que nadie respondiera al llamado de su voz angustiada.

Desesperado por la situación, tiró varias veces de las cadenas que lo aprisionaban, se arrojó contra la pared y saltó sobre la cama. Media hora estuvo así, yendo de un lado al otro como un autómata hasta que al fin se tiró extenuado sobre el piso mientras lloraba de furia e impotencia por todo lo que le pasaba.

Dominado por el descontrol, Raúl estuvo otro largo rato tratando de aquietar los latidos del corazón y la confusión de su cabeza hasta que al fin consiguió tranquilizarse un poco.

– Tengo que pensar con claridad. – se dijo a sí mismo en voz alta y casi deletreando las palabras.

– Esto que pasa es muy raro! –repitió luego mientras que notaba que, contra su voluntad, se le iban cayendo algunas lágrimas

Raúl entonces sintió la misma necesidad de orinar de todas las mañanas y al ir a hacerlo comprobó que la longitud de las cadenas que lo aprisionaban eran del largo necesario como para que pudiera transitar tan solo entre el baño y la cama, ya que a partir de allí, la fuerza del metal le impedía llegar a cualquier otro lugar de la casa.

Al atardecer llego Lucía.

Cuando Raúl notó que su esposa estaba en la casa la llamó dando fuertes gritos. Ella, sin embargo, parecía no escucharlo y llevaba adelante la rutina de siempre, utilizando ahora la ducha de un pequeño sanitario que había en el frente de la casa y al que había agregado un calefón a querosene para entibiar el agua. Mas tarde preparó comida haciendo caso omiso de los gritos de Raúl y le alcanzó parte de lo preparado con el palo de una escoba para así poder permanecer lejos del alcance de su marido. Cuando Raúl vio la bandeja se enfureció todavía más y la pateó con tanta fuerza que la comida voló por el aire y la jarra de vidrio del agua estalló en mil pedazos.

– Voy a gritar yegua puta –dijo Raúl – Voy a gritar tan fuerte que no vas a poder dormir. Voy a gritar – agregó – y algún vecino va a escucharme. Entonces vas a ir presa por loca y por desalmada. Voy a gritar toda la noche. ¡Te lo aviso!

Lucía lo miró con indiferencia y hasta pareció (pero no lo hizo) que iba a esbozar una sonrisa. Luego se retiró y cerró la puerta del pasillo que la aislaba de Raúl. Una vez en su habitación, la joven mujer se dedicó durante un par de horas a escuchar los radioteatros que tanto le gustaban. Tenía el volumen de la radio algo elevado por sobre su nivel habitual y así evitaba escuchar los gritos del hombre al que mantenía prisionero pero en ningún momento pareció molestarse.

Cerca de las diez de la noche se fue a acostar.

Lucía llevaba puesto en la oportunidad los auriculares de insonorización que utilizan quienes trabajan en la fábrica junto a máquinas muy ruidosas. También había encendido los motores del viejo grupo electrógeno para que taparan por la noche los gritos y alaridos de Raúl aunque esto último, en realidad, no era muy necesario ya que el vecino más cercano se hallaba a mucha distancia.

Después Lucía se durmió.

Raúl, por su parte gritó todo lo que pudo y hasta que se lo permitieron sus cuerdas vocales y a medianoche, conmocionado y exhausto, también se quedó dormido.

Al día siguiente la rutina se repitió tal como si fuera un calco de la anterior. Se repitieron los gritos de Raúl, las amenazas y el rechazo de la comida. También se repitió el silencio de Lucía.

Una semana duró todo eso.

Al octavo día Raúl apenas podía levantarse de la cama. Su cuerpo estaba tan débil que la única fuerza de la que disponía la utilizaba para ir hasta el baño y beber del agua corriente. De tanto gritar le habían salido nódulos en las cuerdas vocales y por eso había perdido el habla. Raúl bebía porque el agua fría calmaba la inflamación de su garganta y es probable que eso lo haya salvado de morir deshidratado.

La imposibilidad de gritar por su vida, tal como lo había hecho durante esa primera semana, le obligó a cambiar de actitud ante el encierro. Trató entonces de controlar la impotente furia que lo dominaba y comenzó a aceptar la comida, la muda de ropa y las sábanas que Lucía desde lejos le alcanzaba.

Luego de un mes en esas condiciones Raúl sintió que parte de sus fuerzas regresaban. También noto que había recuperado el habla aunque de todos modos prefirió no volver a gritar ya que lo consideraba un intento desesperado e infructuoso. Decidió entonces comenzar un trabajo de seducción sobre Lucía para conseguir que ella lo liberase. Le habló con voz dulce , la instó a que recapacitara y le rogó que terminara con aquella situación pero lo único que consiguió fue más silencio.

Todo aquel verano estuvo Raúl intentando convencer a su esposa con ruegos y palabras. Hubo veces que imploraba como si fuera una letanía y ella, no obstante, lo ignoraba.

Sin radio, sin periódicos, sin calendario y sin contacto con el mundo Raúl comenzó lentamente a perder los vínculos con la realidad. A veces hacía ejercicios físicos y flexiones. Otras se dedicaban a raspar los grilletes contra la pared para intentar (sin éxito) desgastarlos. Y a menudo dormía en un sueño leve, una especie de sopor que mezclaba realidad y fantasía, un estado de conciencia intermedio entre el sueño y la vigilia que le ayudaba a superar el dolor del cautiverio.

La llegada de las fiestas de Navidad y Año Nuevo lo sumió en una nueva depresión. Percibió los festejos a la medianoche cuando escuchó a la distancia las explosiones de los fuegos de artificio ya que Raúl, en realidad, no sabía muy bien en que día estaba viviendo. Luego se recuperó otra vez y estuvo todo el verano del 45 haciendo ejercicios en el dormitorio.

Lucía por su parte seguía su rutina invariable. Incluso rechazó el beneficio de tomarse vacaciones. Vivía recluida en su mundo interior y nada sabía de las nuevas conquistas laborales que alentaba por entonces un coronel que estaba a cargo de la Secretaría de Trabajo.

Cuando llegó el otoño Raúl no se reconocía a si mismo en el espejo. Tenía la barba tupida y el pelo largo y había adelgazado casi diez kilogramos. Justamente él, que siempre había llevado el cabello corto , acicalado y prolijo y daba ahora la impresión de ser un pordiosero.

Una tarde Lucía le acercó una tijera junto con la comida y la toalla. Era bastante filosa y Raúl fantaseó durante el resto del día con la idea del suicidio. Pensaba en la sangre tibia recorriendo sus brazos y saliendo de las muñecas a borbotones y se ilusionaba con el sueño dulce y definitivo que lo esperaba.

Sin embargo lo único que hizo fue cortarse las uñas de las manos y en especial las de los pies, que estaban largas hasta el exceso. También la utilizó para cortarse a si mismo el pelo y la barba lo mejor que pudo.

Ese otoño comenzó a hacer ejercicios de gimnasia mental y memoria. Con el tiempo consiguió fijar en su mente una lista de hasta cuatrocientos objetos, estableciendo una relación entre cada uno de ellos y la serie de los números naturales. No hizo la lista mas extensa porque no quiso ya que podría haber llegado a quinientos e incluso a mil. Jugaba con números y letras y armaba grandes crucigramas mentales. Una tarde intentó recordar cada día de su vida retrocediendo en el tiempo desde la noche en que Lucía lo encadenó. Esa tarea mental le llevó varios días pero debido a su perseverancia Raúl pudo llegar con sus recuerdos hasta casi un mes atrás del día de la desgracia.

En el invierno se sentía un pichoncito de algo extraño y hasta por momentos no sabía muy bien quien era. Lucía le había alcanzado algunas frazadas pero el sentía frío, mucho frío. Se acurrucaba en un ángulo de la habitación y allí se quedaba sentado durante varias horas, cubierto por las mantas.

Una mañana se miró en el espejo del baño y notó – con el poco asombro que le quedaba – que su pelo se había vuelto totalmente blanco de un día para el otro.

Nunca supo cuanto duró el invierno del 45, ni siquiera lo que ocurrió en el país o en la guerra en Europa. Nunca llegó a saber lo que sucedía a apenas ciento cincuenta metros de donde se hallaba. Todo transcurrió para él como en una nebulosa. Una especie de nube vital en la que dormía y respiraba y que lo envolvía a cada instante de su cautiverio.

Tanto es así que tardó más de 24 horas en percatarse que Lucía le había dejado la llave de los grilletes en la bandeja de la comida.

Cuando Raúl vio la llave la tomó en sus manos y empezó a juguetear con ella acercándola y alejándola de los ojos. Estuvo así largos minutos mientras trataba de lograr algún tipo de equilibrio entre su mente y la emoción que lo embargaba. Muy despacio abrió esas cadenas que habían aprisionado su cuerpo y su alma y lo primero que vio fue la callosidad de sus muñecas y la delgadez increíble del dorso de sus manos.

Después se levantó y caminó muy despacio por la casa.

En la habitación de Lucía ya casi no quedaba nada.

Era más que evidente que ella se había ido para siempre llevándose sus pertenencias y también a la iguana.

Raúl no lo sabía pero había estado exactamente un año preso, Un año detenido y engrillado en el propio dormitorio de su casa. Ese era el castigo que Lucía había considerado justo y adecuado para su conducta. Lo había preparado con minuciosidad desde el momento en que empezó a recibir un trato denigrante de parte de su esposo.

–Tanto desamor – pensó – merece un castigo.

Y como Lucía sabía que ni la sociedad, ni la policía, ni los códigos, ni los jueces ni nadie castigaría a Raúl , entonces decidió hacerlo ella y a su propio modo.

Un mes tardó Raúl en recuperarse.

Durante ese mes se dio cuenta de lo solo que estaba.

Nadie había ido a tocar el timbre ni a preguntar por él en todo ese año y aunque sus amigos de juergas tenían el descargo de la ignorancia de su domicilio, igualmente no estaba seguro de haber podido contar con ellos para nada.

Delgado y canoso pero siempre atildado, Raúl se presentó ante la Corporación de Transporte y solicitó ser reintegrado a su puesto.

Pronto volvió a circular por Buenos Aires al comando del tranvía mientras hacía grandes esfuerzos para olvidar la pesadilla que había sufrido el último año.

De Lucía nadie supo nada más.

El edificio, por otra parte, fue tirado abajo y en su lugar se levantaron viviendas populares pero todavía hay quienes aseguran que por el sendero que reemplaza a la vieja calle Castañón se escuchan por las noches los pavorosos gritos de un hombre cautivo y desesperado.


©2002