Muchas
veces me pongo a pensar en el bar del pasaje El Zonda que estaba en el barrio
de Parque Chacabuco. En realidad decirle “bar” era en cierto modo menoscabarlo.
Todos los días se servían allí abundantes raciones de comida. Y se bebían copas
en la barra y también café y meriendas en algunas de sus mesas.
Lo regenteaban dos gallegos.
Ramiro y Ramón, que eran el mayor y el
menor de una camada de ocho hermanos. Algunos de ellos para ese tiempo ya
estaban muertos y otros habían viajado de regreso a España. Ramiro el mayor
atendía la barra, su tarea en general era servir copas a los parroquianos.
Tenía unos labios desagradables, húmedos y oscuros donde casi siempre sostenía
un corto cigarrillo apagado. La piel de su cara estaba algo manchada y se
afeitaba, supongo, una vez por semana.
Tenía la mirada de un hombre muy malo.
Aunque no por cuestiones morales o éticas. Su
“maldad” no era ética sino estética. De seguro que hubiera podido hacer de
villano en algún filme de clase B.
Ramón, en cambio, el menor, tenía casi veinte
años menos que su hermano. Era atildado pero muy obeso. A eso de las tres o
cuatro de la tarde, cuando el trabajo fuerte ya había terminado, su esposa le
servía un cocido en una discreta mesa lateral. Muchas veces yo llegaba y lo encontraba engullendo trozos
enormes de tocino o de cualquier carne con grasa. Ramón adoraba ese tipo de
comida que aquí acostumbramos a llamar puchero.
En el salón era frecuente encontrarse con dealers y gente semejante. También
estaba, en una de las mesas, el quinielero, que tomaba apuestas de manera
ilegal. Y en la barra se apoyaban algunos disimulados borrachos. Los Testigos
de Jehová, una vez por mes, reservaban
una larga mesa lateral, alejada del bullicio y allí conversaban de sus tareas
mientras bebían café y un poco de agua. Y yo, que estaba pasando un momento
espléndido de mi vida por alguna razón lo frecuentaba.
A veces le decía:
–Ramón, quiero un sándwich de jamón y queso.
Y él me contestaba
–Habla bien salvaje, que se dice emparedado.
Yo lo adoraba a Ramón. De tan loco, de tan
trabajador, de tan buena persona. Incluso me complacía de su gula porque
pensaba (y sigo pensando) que cada uno hace de su vida lo que quiere. A veces, y de manera algo inconsciente, solía
invitar a cierta dama y Ramón nos preparaba algún plato menos rústico que los
del menú general. Y haciendo alarde de mi
dinero, también le solía encargar una botella de Navarro Correas, que en aquel
tiempo era el mejor vino del país.
El bar del pasaje El Zonda, sin embargo, un
buen día cerró sus puertas.
Ramiro, el mayor, no estaba en condiciones de
seguir trabajando. Fue triste cuando llegué y vi sus persianas bajas.
Luego el tiempo pasó, tal como es habitual y
nunca volví a oír hablar de Ramiro pero sí de Ramón. Un par de años después abrió con un par de
socios otro bar cerca del centro de la ciudad. El emprendimiento era muy
próspero pero una tarde, durante un atraco, le pegaron con un fierro en la
cabeza. Lo internaron en el Hospital Español y a los cuatro días se murió.
Hoy que es domingo y está nublado me puse a
recordarlos.
No sé muy bien porqué.
Tal vez porque la memoria es selectiva y
prefiere guardar en el arcón de los recuerdos todos esos momentos en que fuimos
felices de verdad. Los días increíbles en que Dios estaba sobre la tierra,
cuando todo el camino era de ida y nunca de regreso.
Supongo que debe ser por eso.
©2018
Que historia tan emotiva y tan nostálgica. Muy buena Nés, me gustó mucho.
ResponderEliminarGracias Carlita. ¡Me alegra que te haya gustado!
EliminarLindo relato. Los dos sabemos que ya no quedan de esos bares en Buenos Aires. Gracias por el recuerdo.
ResponderEliminarEs una gran verdad Diego. Gracias por pasar por el blog.
EliminarMuchas Gracias Sr. Nestor fue un relato muy nostalgioso y emotivo.
ResponderEliminarGracias a vos Alicia. Eres muy amable!
EliminarMe causó mucha nostalgia leer tu cuento. No tengo mucho qué decir, ya sabes por qué, pero también sabes cuánto admiro tu talento. Un abrazo Néstor amigo. Uno fuerte y energetizante
ResponderEliminarMuy amable Sofy. Gracias por estar siempre en el blog. Otro abrazo.
ResponderEliminarSin saber muy bien porqué algunos días se amontonan y duelen los recuerdos... Un texto precioso. Evocador y muy nostálgico.
ResponderEliminarGracias Marta. Siempre es una alegría verte por el blog. Me alegra que te haya gustado el relato!
EliminarComparto el comentario de Marta Navarro,... evocación y nostalgia llaman, a veces, a nuestra puerta sin aparente razón alguna. Feliz domingo!
ResponderEliminarGracias Norte. ¡Te mando un fuerte abrazo!
EliminarUna bella historia Néstor. Creo que has medido la nostalgia y yo me he dejado llevar. Me gustó mucho.
ResponderEliminarMuy amable Graciela ¡Qué bueno que te haya gustado!
ResponderEliminarLa nostalgia girando alrededor del bar al rescate de los recuerdos espléndidos, dejándolos por escrito, alejándolos del olvido. Sos un maestro, Néstor, narrando con estos materiales. Un relato bien porteño, un texto admirable. Un abrazo, Néstor.
ResponderEliminarAriel
Gracias Ariel. Por cierto que habrás frecuentado en su momento este tipo de bares que, por otra parte, ya casi no existen en Buenos Aires. me ponen muy feliz tus elogios. Un abrazo.
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