Mi verdadero
nombre es Antonio Jorge Estévez, aunque ya nadie me llama de ese modo. Todo el
mundo me conoce como Toño. Vivo en un
callejón del barrio de Constitución, en la ciudad de Buenos Aires, llamado
Pasaje Vieyra. La zona ha cambiado mucho
los últimos años. En especial desde el día en que me quedé sin trabajo siendo
un hombre solo y sin familia.
La combinación
de esas dos cuestiones me arrojó a la calle.
Descansaba como
podía, en zaguanes solitarios o en algún baldío apartado y sucio. Tenía mucho
miedo durante la noche y en el invierno me gustaba dormir con mi abrigo de
gabardina puesto. Lo había salvado de la debacle final y era el único bien de valor
que me quedaba. A veces comía en las iglesias y otras veces mendigaba comida en
la zona cercana al centro comercial. También pernoctaba en los bancos de la
plaza y usaba para mis necesidades los baños públicos de la estación del tren.
Eso fue en un
principio pero luego todo cambió. Junto con los años se fue gastando mi abrigo
de tanto raspar la gabardina contra el cemento de la calle.
Así se fue endureciendo mi corazón y mi alma.
Y los años
pasaron y llegaron los inmigrantes y yo comencé a imponer condiciones en la
zona. Nada podía suceder en el callejón del pasaje Vieyra si Toño no lo autorizaba. Había dejado de
tener miedo y andaba siempre armado con una daga mediana y filosa que ocultaba
entre la ropa.
Comencé con la
acumulación de cartones, y decidí
intervenir en los desechos de las papeleras del lugar. Cobraba una
especie de peaje. No era mucho dinero pero la actitud no dejaba lugar a dudas.
Allí mandaba Toño y nadie más.
También
incursioné en los desechos de plástico y en las latas de bebidas. Y fui tomando
bastante preponderancia en la zona. Sin embargo jamás dejé de dormir en la
calle; lo hacía en un mejor lugar y protegido por la gente, pero siempre en la
calle.
Tampoco entré
nunca ni en la prostitución ni en la droga.
Lo cierto es que tenía poder dentro de los pobres y los menesterosos y disponía
de un poco de dinero que guardaba dentro de los tacos de mis viejos y enormes zapatos.
Hasta que una
tarde conocí a Delfina.
Una muchacha
dominicana con piel de bronce y los ojos del color más claro que el cielo. Era
desconcertante verla. Abrumaba por su belleza y la mezcla de tonos tan
enigmática. Hablando con ella me dijo que era hija de un marinero noruego y de
una mujer morena nacida en Santo
Domingo. El marinero partió con el barco a seguir surcando los mares y Delfina
nunca conoció a su padre.
Lo cierto es
que esa mulata de ojos celestes conmovió mi vida hasta sus raíces. Trabajaba de prostituta en la zona y era
muy requerida en sus servicios. Seguramente apenas pasaba los veinte años y yo
pensé en ella como la hija que nunca tuve. No me molestaba su trabajo ni
pensaba caer en el ridículo de las objeciones morales pero sí me preocupaba su
seguridad. Ella era de relacionarse con violentos rufianes. Hasta que un día la
vi aparecer por el callejón fuertemente golpeada. Tuve que acompañarla hasta el
hospital público y luego la visité en su cuarto de pensión y la ayudé a
curarse.
Estaba
desconcertada.
“No pensé que
Buenos Aires era tan violenta” me dijo una tarde mientras le cambiaba parte del vendaje. Yo le aconsejé
mudarse a otra zona de la ciudad pero ella estaba muy vigilada por los
proxenetas del barrio.
A veces la veía
trotar la calle por las noches y
sentía dentro de mí una especie de desesperación. Otras veces la observaba
subir a lujosos automóviles y nunca sabía si ella iba a regresar de su aventura.
Era una fuerte contradicción la que se instalaba en mi alma. Algo (me di cuenta
después) que no terminaría por resolverse nunca.
Una madrugada
apareció fuertemente golpeada. Tenía un ojo morado y le había tajeado los
muslos, cerca de la vagina. Aquella visión de Delfina me alteró mucho. La
acompañé en todo momento porque hasta sus compañeras la abandonaron. La mayoría
de aquellas mujeres estaba aterrorizada por el jefe de los rufianes de la zona.
Le pregunté quien la había golpeado y me dijo: “Un paraguayo hijo de puta al
que le dicen El Gallo”.
Luego de una
semana Delfina comenzó a reponerse pero enseguida noté que no soportaría una
nueva golpiza.
–Se termina tu
visa de turista. –dije– Debes volver de inmediato a tu país. Aquí van a
matarte.
–No me alcanza
para el pasaje Toño. –contestó.
Entonces frente
a ella me quite los zapatos, luego desplacé con un pequeño metal cada uno de
los tacos de madera y le di el dinero que le faltaba para el viaje.
–Mañana ya no
te quiero ver más por acá. –le dije por lo bajo- ¿Entendiste?
Y Delfina asintió con la cabeza sin decir
palabra.
Más tarde salí para
hacer el último acto del plan. Me
instalé entre los cartones e hice guardia toda la noche en el pasaje. El pasaje
Vieyra, mi callejón, mi pasaje. Allí donde yo mandaba. Allí donde sólo se hacía
lo que Toño permitía o toleraba. Y cerca de las dos de la mañana, para su
desgracia, El Gallo dobló la esquina. Venía solo y fumando un cigarrillo. El
infeliz no tuvo tiempo para nada. Le atravesé la garganta con la daga. Cayó como fulminado pero me manchó con su sangre
las manos y la cara.
La verdad es
que a mí no me importó nada.
Limpié la
sangre con unos trapos del callejón, me quité la camisa que llevaba e hice una
gran fogata. Entonces me quedé tranquilo porque todas las pruebas estaban
borradas.
Después decidí
dormir ya que estaba muy cansado.
Mañana sería
otro día en el pasaje Vieyra y la gente me necesitaba.
©2017
Una historia sórdida y violenta, un registro diferente al habitual en tus historias, Nes. Es fuerte, y el final impresionante. Muy bueno. te mando un beso.
ResponderEliminarGracias Carla, corazón, por visitar el blog. Besos
EliminarImpresionante. Un texto fuerte y de una increíble hondura social. El final violento me impresionó mucho.
ResponderEliminarGracias Adrián ¡Me alegra que te haya gustado!
EliminarMuy bien contada, me ha gustado ese hombre que a su manera sabía hacer justicia.
ResponderEliminarBesos
Muy amable Conxita. Gracias por pasar por el blog. Es cierto, Toño, a su modo, hacía justicia.
ResponderEliminarUn cuento lleno de violencia y muy sórdido ¡Me encantó Néstor!
ResponderEliminarGracias moni. Un beso.
EliminarMe gustó mucho Néstor, es muy dramático.
ResponderEliminarGracias Norberto. Un abrazo.
Eliminarhermosa foto, me encuentra intentando escribir algunos recuerdos de mi infancia. mis primeros recuerdos, ellos fueron el pasaje vieyra, vivia en un conventillo. te encontre de casualidad. o no tan asi. fue un placer leerte y entender aun mas un poco el ambiente donde me crie.
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