El día que murió tu padre yo estaba en la
ciudad de Rosario haciendo no sé qué cosa. Recuerdo vagamente haber ido a dar
una conferencia que luego se suspendió por falta de público. La verdad es que
no pasaba por mi mejor momento en aquel año. Me llamaste llorando de tal modo
que no pude evitar conmocionarme. Así
que decidí abandonar todo y viajar de regreso a Buenos Aires.
Llevábamos
ya casi cinco años divorciados.
Tú
te habías vuelto a casar con un cirujano y el estúpido andaba ahora con su velero y dos amigos en medio del
Atlántico. Seguramente le llevaría varios días llegar hasta la costa. Yo en
cambio estaba solo y de desastre en desastre. Además, con nuestros dos hijos en
Europa sentí que para mí era una obligación viajar y acompañarte.
Cuando
llegué traté por todos los medios de evitar mirar a tu padre en el cajón pero
no pude lograrlo. Siempre he detestado estas ceremonias de la muerte. El
velorio, el olor a flores y toda su pompa y en especial el muerto y los despojos pálidos e irreconocibles que están
allí dentro. Una triste y siniestra caricatura de lo que alguna vez hemos sido
y que ya no seremos jamás.
De
todos modos a mí me costó reconocerte en el dolor.
Guardaba
tu dura imagen de los últimos años que vivimos juntos. Atesoraba aquella
impiedad así como la reiteración de mis errores. Pero claro, la finitud
temporal doblega el ánimo y la mente de cualquiera.
Cuando
regresamos del entierro me pediste que te quedara a acompañarte. La casa
alejada en la que vivías te abrumaba un poco.
El cirujano detestaba el Centro y prefería esas viviendas con parque y piscina.
Así
que aquella noche dormí en un sillón de cuero argentino que era casi tan grande
como una cama de una plaza y luego, cuando bajaste de tu dormitorio,
desayunamos juntos. Preparé el café para los dos, igual que antes, pero nunca
imaginé verte así.
Estabas
tan dolida y tan frágil como jamás lo habría imaginado.
Más
tarde te acompañé al Cementerio para dar
por cumplido algunos trámites y luego regresamos a tu automóvil caminando entre
las tumbas. Después nos sentamos en el banco de un parque cercano.
–Tú
y yo –susurraste- no debimos habernos separado.
–Por
favor, -le dije- ya no hablemos del pasado.
Entonces
ella bajo la cabeza lentamente y me sentí algo culpable.
–Hagamos
una cosa –le propuse– elijamos un tema.
Como cuando éramos novios y solamente hablábamos de eso. Teníamos un
pacto ¿Te recuerdas? Y nos pasábamos horas conversando ¿De qué quieres hablar?
Ella
levanto la cabeza, pensó por algunos instantes y me dijo:
–Del
cielo, quiero hablar del cielo. Donde se fue mi papá.
Así
que en aquella mañana tan especial y tan fresca y al amparo de la brisa que
suele venir del río comenzamos a hablar del cielo.
Yo
dije que me parecía que el cielo era un
concepto, algo que imaginan las religiones para consuelo de los que quedamos
vivos, un supuesto lugar, o un no-lugar, para ser más estrictos, donde moran
las almas de los que se han ido.
Ella
me contradijo y me dijo que el cielo era real. Y que como suelen decir los
nominalistas, si algo tiene un nombre entonces es cierto. También argumentó
algunos conceptos místicos y hasta citó a Swedenborg cuando decía que el cielo era
más preciso y nítido que la tierra. Que las formas, los objetos, las
estructuras y los colores son más complejos y mucho más vívidos y reales que
acá.
–Eso
me gusta mucho. –le dije– No me agrada pensar que los muertos andan flotando en
las nubes por el aire.
–Allí
está mi padre ahora. En un cielo como el de Swedenborg. –afirmaste.
Y
luego nos despedimos y cada uno fue en la dirección de sus cosas.
Esto
pasó hace bastante tiempo.
Uno
de nuestros hijos regresó luego a Buenos Aires y el otro siguió viviendo en
Rotterdam. Tú te separaste del cirujano y cargaste con un nuevo divorcio. Y yo seguí
con mis asuntos literarios y me vine un tipo grande con el pelo gris y lleno de
canas.
Sin
embargo, cada tanto, vuelve a mi cabeza el rumor, el pensamiento sutil y
abrumador de las cosas que vivimos. De aquello
que no fue y de aquello que pudo haber pasado. Y resuena tu frase en la mañana
del parque.
–Tal
vez no debimos habernos separado.
Una historia humana, filosófica y mística. Discernir sobre la existencia o no del cielo, siempre resulta gratificante, aunque no se crea en ello. La imagen de los muertos flotando en las nubes, además de literaria, es muy humorística. Disfruté la historia, me dejó pensando. Un abrazo, Néstor tan querido. Uno bien fuerte. SOFIAMA
ResponderEliminarMe gusta que me abraces fuerte. Estoy bien de los huesos. :) Gracias por visitar el blog Sofy. Beso grande.
EliminarQue belleza y cuánta nostalgia en esta historia. Y también tristeza Nes. Cuando terminé de leerlo me dejó triste.
ResponderEliminarBueno, a veces la vida es triste. Gracias Carlita. Abrazo.
EliminarMelancolía de lo que pudo ser y no fue... Bellísimo relato, Néstor.
ResponderEliminarMuchas gracias Marta. Me pone muy feliz tu visita y el comentario. te mando un cariño grande.
ResponderEliminarNostálgico Nestor y es que a veces no se aprecia lo que se tiene hasta que se pierde.
ResponderEliminarUn abrazo
Gracias Conxita por visitar el blog. Espero que no estés pasando mucho frío. otro abrazo.
EliminarEspléndido, Néstor, una maravilla de relato. Los diálogos son tan adecuados a las circunstancias que forman como un solo bloque con el resto del texto. Son pocos y con las palabras tan medidas que a uno le parece que si cambia o elimina una, todo se viene abajo. Te felicito, Néstor, me encantó, un relato para aprender, para releer, desde el título hasta la última frase. Un abrazo grande.
ResponderEliminarAriel
Gracias Ariel por tan generosos elogios. Un abrazo.
ResponderEliminarImpecable historia acerca de las inestables relaciones actuales entre las personas. Conflictos, separaciones, divorcios. Muy bueno Néstor.
ResponderEliminarGracias Graciela. Eres muy amable. Un abrazo.
ResponderEliminarUna historia buen expresada acerca de realidades humanas que a muchos nos toca vivir
ResponderEliminarGracias por la visita Guillermo!
EliminarMelancolia,... lo que pudo haber sido y no fue,... intentar arremeter contra el pasado,... es tan inutil como cornear una pared de cemento. Me ha encantado Nestor, especialmente y como casi siempre en tus relatos ese tono intimista que tanto me gusta.
ResponderEliminarGracias Norte. Es para mí una gran alegria que te guste lo que escribo.
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