Anoche no la he
pasado demasiado bien en mi cama. El amor de mi vida se acercó desde la puerta
de entrada y me apuntó a la cabeza pero no le salió la bala. Aquello me aterró
pero igual seguí durmiendo. Soy alguien
que nunca recuerda lo que sueña pero parece que esta vez fue la excepción.
Luego llegó mi
padre y comenzó a hablarme de cosas que no alcancé a entender del todo. Vino con un viejo amigo, alguien
vestido con un abrigo oscuro. Estaba de espaldas pero no supe quien era porque
me resultó imposible verle la cara.
Mi padre me
contó que cuando él nació, allá por los años treinta, a mi abuela, que estaba
de parto, la llevaron al hospital en un
carro. No sé porque me contó eso. “Era un carro ambulancia pintado de blanco,
con una cruz roja y tirado por caballos”, agregó- “Y luego de ese viaje nací yo”.
A mí me daba un
poco de terror hablar con mi padre muerto. Además, pensaba ¿Porqué me habrá
contado lo del carro ambulancia? El amigo, mientras tanto, no se movía ni
articulaba palabra y siempre estaba de espaldas.
Quise gritar
pero no me salió grito alguno.
Luego se
apareció Roberto y me quedé un poco más tranquilo. Hacía treinta años que no lo
veía. Terminamos sentados en dos amplios sillones que nunca tuve en mi casa. Sillones blancos que parecían flotar en el
aire. El se abrió la camisa y me mostró una herida muy importante y ya
cicatrizada. “Así me quedó el corazón cuando me traicionaste”-dijo- mientras a mí
se me llenaban los ojos de lágrimas. Roberto estaba equivocado, aquello no
había sido exactamente una traición sino un equívoco juvenil. Me había pedido que le cuide a la novia y yo
terminé acostándome con ella. Le insistí con mi argumento pero él ya no me
dirigió la palabra. Quise levantarme del sillón pero no pude hacerlo. Flotábamos
juntos en el aire y no sabía de qué manera bajarme de allí. Cuando lo miré a
Roberto para pedirle perdón el no contestó nada y solo se abrió de nuevo la
camisa para mostrarme la herida.
Aterrorizado y maltrecho
terminé por arrojarme al vacío.
Volví donde estaba
mi padre y su amigo de espaldas.
“El carro
ambulancia blanco era tirado por una yunta de percherones” –me dijo– tal como
se usaba en esos tiempos, eran caballos de tiro fuertes y nobles. Con esos
llegó tu abuela al hospital donde nací”.
–Ya sé, papá. –le
dije.
“Recuérdalo; si
yo no hubiera nacido tú tampoco”.
Y en ese
momento sentí como un fuerte escalofrío
en la columna. Mi padre desapareció y su amigo también. Pero nada estaba
demasiado claro, más bien todo era una bruma. Un bruma rojiza donde se paseaba
la muerte con su capucha y la guadaña.
El amor de mi
vida se acercó de nuevo hacia mi cama. Llevaba un arma, pero no era un arma
sino un paño humedecido con agua fría y lo apoyó en mi frente. Por momentos no
supe si estaba dormido o despierto pero me inquieté mucho cuando volví a ver a
mi padre detrás de ella y en la puerta de entrada.
–Tranquilo
–dijo mi amor– ya se irá pasando la fiebre. Buena neumonía te has pescado.
Entonces quise
agradecerle y me pareció que lo mejor era tocarle la cara. De ese modo no sólo
le agradecía sino también me aseguraba de que era cierto lo que pasaba.
Eso me dejó un
poco más tranquilo.
Sentí que lo
peor de la fiebre terminaba.
Después mi
padre me hizo una especie de señal de despedida y se alejó con la cabeza baja. Al
final se tomó del brazo con su amigo y los dos desparecieron por la puerta de
entrada.
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