sábado, 19 de mayo de 2018

Martha


Cuando se tiene un amigo, se tiene un hermano.
                Así me dijiste aquel día al salir del estadio.  La multitud acompañaba nuestros pasos y la tarde era tan diáfana como la luna del barrio. Había, además, una cierta oquedad en el paisaje. El estadio y las calles se iban quedando vacíos y el empedrado de la ciudad de Avellaneda brillaba debajo de la suela de nuestros zapatos.
                Nada te amedrentaba Ricardo, ni siquiera lo cursi y trillada que fuera una frase.
                –Un amigo es un hermano que se elige. –repetías.
                Y todo resultaba  casual entre nosotros. Éramos vecinos y habíamos nacido el mismo día, del mismo año. Simpatizantes del mismo club de fútbol, vivíamos en la misma cuadra y habíamos sido compañeros de banco en la escuela primaria.
                Aunque aquel día, al salir del estadio, los dos contábamos ya con veinte años.
                Y la sombra de Martha nos acechaba.
                Yo la conocí en el baile de la primavera del año 74.  En los bosques del Parque Pereyra Iraola.  Ella era tierna y a la vez sensual, de nariz respingada y de flequillo rubio y lacio. Bailaba las canciones de Los Beatles haciendo ondular su minifalda. Y era tan bella que a veces al mirarla, lastimaba.
                Una tarde le hablé a Ricardo de Martha en el jardín delantero de mi casa.
Los dos bebiendo a la vera del rosal mayor una cerveza que con los años iba a tornarse legendaria. El jardín era amplio y muy cuidado por mi madre. Lo rodeaba un cerco de ligustrina que nos guardaba  de las miradas indiscretas de los que pasaban. En el centro, el camino de baldosas lo separaba en dos partes bien diferenciadas. De un costado, los rosales y del otro los jazmines de Francia.
                Una noche de Carnaval, sin embargo, tuvimos una fuerte discusión con Martha y terminamos separados. Yo acabé bebiendo en una de las mesas del club y ella se la pasó bailando con Ricardo toda la noche. Ya de madrugada, volvimos juntos caminando hasta casa y casi sin decir palabra. Y en mi caso personal, estaba medio borracho y tenía un fuerte dolor en el alma.
                Ricardo me dijo:
                – ¿No te importa si salgo con ella?
                –No –Le contesté- para nada.
                Y así comenzó a pasar el tiempo en aquel Buenos Aires de rock y militancia.
                Ricardo fue sorteado para el Servicio Militar y le tocó hacerlo en la Marina. Dos años rigurosos de milicia y además, en la distancia. Yo me salvé por número bajo pero a él lo enviaron a Puerto Belgrano, en las afueras de Bahía Blanca.
Nos despedimos una tarde en la Estación Constitución. Ricardo partía en aquel tren y yo me quedaba en el barrio, que es como quedarse en la patria. El convoy comenzó finalmente a moverse y entonces nos dimos un abrazo. Y desde el estribo del último vagón me gritó:
– ¡Cuidala mucho por favor! ¡Cuida mucho de Martha!
Hasta que su figura fue haciéndose pequeña en la distancia.
Lo que pasó después no tiene demasiada explicación.
Me reencontré con Martha una tarde de domingo a la salida del cine.  Yo estaba saliendo y ella entraba. Fue en el Cuyo del barrio de Boedo, cuando reestrenaron Submarino Amarillo de Los Beatles.
Me causó tanto impacto volver a verla que tomé un café en el bar de la esquina y me dispuse a esperarla hasta que terminara la función. Cuando salió, acompañada por una amiga, me miró con sorpresa entre la multitud que colmaba la antesala del cine.
– ¿Qué estás haciendo acá? –preguntó.
–Vine a cuidarte. –le dije.
Entonces llevó a su amiga hacia un costado, le comentó algo al oído y la amiga se fue y nos dejó solos entre la gente.
–Mis viejos viajaron a Europa –murmuró– vamos a casa.
Y yo le dije que sí, sin la menor duda, sin el menor remordimiento, sin la menor vergüenza y cargando sobre mis espaldas el futuro peso del arrepentimiento.
Es que Martha era tan bella y los dos éramos tan jóvenes que luego los años me enseñaron  que jamás hubiera podido hacer otra cosa.
Ricardo regresó  cuatro meses después. Era infante de marina y siempre andaba entrenando. Ni bien se enteró, Martha decidió pasar unos días en el campo para no encontrarlo.  A mí me tocó la dolorosa tarea de la simulación. Nos vimos en un bar de la calle principal y me preguntó por ella.
–No sé dónde está. –Le dije– Hace rato que no la veo.
–Le escribí varias cartas –agregó– y no me contestó ninguna.
Después nos separamos y ya no volvimos a encontrarnos durante casi un año. Ricardo regresaba un par de veces por semestre y yo siempre lo evitaba. Martha finalmente viajó al exterior junto a sus padres a instalarse en Europa  y a Ricardo lo dieron de baja justo en la semana de su cumpleaños.
Nos vimos en uno de esos bares que a los dos tanto nos gustaban. No solo era su cumpleaños sino también el mío y la verdad es que lo noté muy cambiado. Más serio, más aplomado. Dos años de milicia cambian a cualquier persona.
Charlamos un largo rato acerca de la vida y de las cosas que nos habían pasado. También acerca del rumbo divergente que iba tomando nuestra existencia. Yo pronto viajaba a Nueva York y el iba a comenzar a trabajar en el negocio del padre.
Nos dimos un abrazo en la puerta del bar y Ricardo, con una mirada extraña, me dijo:
– Cuando se tiene un amigo, se tiene un hermano.
Y les  juro que nunca pude descifrar ni el tono ni la intención de sus palabras.
He pasado la vida sin saberlo y tampoco quise averiguarlo.
Y hoy que han transcurrido tantos años a veces me pongo a recordarlo con un cierto recato. En especial cuando íbamos a la cancha y cuando al salir del estadio las calles se iban quedando vacías y el empedrado de la ciudad de Avellaneda brillaba debajo de la suela de nuestros zapatos.

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viernes, 11 de mayo de 2018

Rosa de Mayo


               Ayer caminaba sin rumbo fijo por las calles del barrio. A veces  uno se agota ante la prepotencia gris de Buenos Aires. El otoño, sin embargo, no ha conseguido hacerme daño. Hay una bruma tenue pero persistente y la humedad colma el paisaje. Suele ser difícil ponerse a recordar frente a  semejante retrato melancólico de las cosas que pasaron.
                Sabrás que tengo de tu última imagen una visión nocturna y muy profunda. A veces suelo invocar a nuestros duendes, aquellos que nos rodeaban cuando fueron tiempos de cuerpos unidos y de sueños frustrados. 
Creo que no sabes cuánto te quise corazón. No reparaba en otra cosa que en tu alma agitada de canción juvenil y tú nunca cesabas de buscar en el fondo de la mía. Eras como una rosa de Mayo, inexplicable. Solitaria en medio del otoño, rodeada de espinas y en la punta de una rama.
Quererte fue una experiencia intensa y muy privada ya que todo sucedía nada más que entre nosotros. Me maravillaba el hecho de encontrarnos en las reuniones sociales y darte un beso sencillo en la mejilla y mantenernos distantes para que nadie se diera cuenta de nada.
Sólo tú y yo sabíamos lo que pasaba.
Cierta vez, bebiendo un café en el bar del Bajo me preguntaste:
– ¿Todo esto no será una fantasía? Siento algo tan único, tan especial y tan irrepetible que a veces tengo miedo de que algún día se acabe.
Y yo quise decirte la verdad, pero no pude.
Todo se termina en esta vida. De tan simple y remanida que es la frase a veces uno hasta siente pudor al pronunciarla. Ni tú, ni yo, ni nadie puede estar juntos para siempre. La palabra siempre es una simple elaboración que hemos inventado los humanos.
Fuiste mi rosa de Mayo, eso es cierto; en pleno otoño la vida me regaló una flor.
Y hoy aquí, caminando sin rumbo fijo y bajo el peso abrumador de tanto pasado has vuelto como una tempestad a mi memoria.
Si pudiera tenerte cerca, si pudiéramos  volver a estar juntos otra vez, te volvería a decir cuánto te amo, aunque acaso un poco mejor que antes.  
Y sin embargo no puedo.
Tan solo me queda mirar hacia atrás y buscar en el laberinto de los espejos de tu vida y la mía la imagen de los momentos que compartimos y amamos.
En realidad el tiempo no pasa.
Somos nosotros los que pasamos.



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viernes, 4 de mayo de 2018

Don Ángel


                Mi abuelo Ángel murió a los 59 años y a mí me pusieron  de segundo nombre el suyo.
                Aunque no era mi abuelo, digamos, biológico. El verdadero murió sin llegar a conocerme y  yo tampoco.
Siendo mi abuela viuda y madre de cinco hijos una tarde se le acercó por las calles del barrio y le dijo que estaba interesado en ella. Luego de algunos instantes de duda recibió esta respuesta: “Mire que yo no busco un hombre para un día”. Y entonces el buen mozo, rubio y de extraños ojos grises, de apellido Ferrero y ascendencia italiana le contestó: “Está bien cuente conmigo”.
Creo que anduvieron toda la vida sin tutearse.
Mi abuelo era un hombre que vestía sombrero, y camisa y pañuelo blanco con un nudo al cuello. Tenía un cierto abdomen, producto de beber vermut en el bar de la esquina y usaba cinturón de cuero y  una importante hebilla con sus iniciales.
Creo que fue uno de los hombres más buenos que conocí en mi vida.
Aquellos jóvenes años me impidieron llegar a entenderlo del todo. Al fin y al cabo, el núcleo central de su existencia se correspondía con un tiempo que me era ajeno por completo. Mi abuelo frecuentó el comienzo del fútbol cuando iba armado a la cancha y el club del barrio Sportivo Alsina jugaba en primera división. Fue hombre de caudillos y zaguanes que buscó en la abuela ciertamente un refugio familiar para aquellos tiempos tan violentos.
Con los años se “amansó” y simplemente regenteaba el juego ilegal en las adyacencias de su casa. Varias personas levantaban apuestas y mi abuelo luego se las proporcionaba a un capitalista. Era muy querido en la zona y todos lo llamaban “don Ángel”. Aunque en su rutina diaria fumaba cinco atados de cigarrillos Particulares por día.
Eran cigarrillos cortos y sin filtro, no existían los filtros en aquellos días.
Una cierta tarde le descubrieron un cáncer de pulmón.
Yo era muy jovencito y mis padres me mantuvieron alejado  del intenso drama.          Rápidamente la enfermedad le hizo metástasis en la garganta y en un par de semanas murió. Los últimos cuatro o cinco días vino un médico con una inyección de no sé qué cosa. El tipo entró vestido de guardapolvo blanco y luego se fue. Y mi abuelo revivió y se volvió a sentar en la cama y hasta comió y disfrutó de la comida y luego finalmente murió.
Lo enterraron en la Chacarita.
En aquellos tiempos era impensable que nadie fuera cremado.  Lo pusieron en un nicho y me olvidé rápidamente de él. En lo único en lo que pensaba era en vivir ya que apenas tenía quince años.
Varios días después, durante un atardecer de otoño, acompañé a mi padre a la terraza de mi casa. Nunca supe muy bien por qué razón hizo lo que hizo.  Llevó todas las pertenencias del abuelo que no fueran ropa. Vació los cajones del ropero y de la cómoda, quitó todas las pertenencias menores y de a poco fue haciendo una fogata. Sé perfectamente de su amor por mi abuelo al que consideraba literalmente su padre pero nunca sabré bien porque quemó sus cosas.
Había un tono intenso de añoranza en la terraza de mi casa y en aquello que estaba pasando. El sol se ocultaba mientras tanto en occidente y el cielo tornaba de un color rosado un poco oscuro. Mi padre silbaba un silbido melancólico mientras incineraba todo y yo asistía a aquel escenario inesperado para mis jóvenes años sin entender bien lo que pasaba.
Hoy el tiempo atravesó mi vida  como si fuera un relámpago. Me he vuelto también un abuelo y el mismo sol de aquella tarde se sigue poniendo sobre el horizonte lejano.
Y allí está el cuerpo de don Ángel en la Chacarita.
Descansando por una eterna eternidad en su nicho. Mostrándole al mundo lo poco que somos los seres humanos.


©2018