Hoy estaba
estacionado con mi automóvil en una sencilla calle de barrio de la Ciudad de
Buenos Aires. El sol caía detrás de mí,
pero eso no impidió que llegara a ver por el espejo retrovisor a un
hombre parado en el medio de la calzada, allí donde una calle se cruza con la
otra. Se hallaba de espaldas, cubierto por un abrigo y la verdad es que su
actitud me desorientó un poco. Los coches avanzaron cuando el semáforo dio luz
verde y todos lo fueron esquivando por el costado.
Permanecí observando la escena porque no entendía
muy bien que pasaba.
El hombre pareció darse cuenta de que se encontraba
en una situación peligrosa e intentó caminar hasta la acera más cercana. Sin
embargo, apenas dio el primer paso cayó de manera violenta contra el suelo. Su
cabeza pegó en la vereda y el hombro en el cordón.
Por la forma en que cayó pensé que se había muerto.
Salí corriendo del auto para auxiliarlo y cuando
llegué a su lado se arrimaron otras tres o cuatro personas que
también estaban cerca. Un hilo de sangre caía de su frente y en la
vereda había quedado el gorro y un audífono de esos que usan las personas que
no oyen bien. Un vecino aportó una silla y todos logramos sentarlo
en la vereda.
Llamé al número de Emergencias desde mi celular y prometieron
que la ambulancia llegaría lo más rápido posible. Era un anciano de
más de 80 años de edad. Tenía una pequeña bolsa plástica de un negocio de alimentos.
Al parecer había comprado un litro de leche y dos pequeños panes en algún
comercio cercano. Y allí estaba, con su historia y su humanidad a cuestas, no
pudiendo expresarse y mirándonos como quien no entiende nada de lo que está
pasando.
Llegó la ambulancia y los médicos se lo llevaron.
Yo regresé a mi automóvil y me puse a pensar en la
historia de aquel hombre. ¿Qué habría sido de su vida y de su
significado? ¿Cuántos hijos tuvo? ¿Cuántas mujeres amó? ¿Cuántas
quimeras guiaron sus pasos? ¿Cuántos sueños se cumplieron y cuántos
no? En fin, los interrogantes de siempre para cualquier persona.
Demasiadas preguntas para una vida atribulada como
la mía.
Aquella noche dormí un sueño liviano en la penumbra
del departamento donde vivía en soledad desde mi divorcio. Un sueño
extraño en el que la vigilia se mezclaba con la ensoñación y con lo
inexplicable y la incertidumbre reemplazaba a la realidad más cruel
y más amarga. Yo nadaba (en sueños por supuesto) en una especie de mar de
recuerdos y de largas frases que me reiteraban, como al descuido, la palabra
“Gregorio”.
Esa situación me confundió.
Miré la hora en el despertador y noté que
faltaban apenas unos pocos minutos para que sonara. Me levanté, me afeité
mientras miraba casi sin ganas al espejo y reparé un café cargado y bien fuerte
para beber y para que me espabilara un poco.
Entonces sonó el timbre de la puerta de mi casa.
–Es Gregorio –pensé– no puede
ser otro.
Así que le abrí la puerta sin siquiera preguntar nada.
Gregorio entró y se sentó en una silla del comedor
porque mi casa es muy pequeña y no tengo dónde recibir gente. Miró mi sencilla
cama y la enorme discoteca y dijo con un cierto asombro:
– ¿A usted le gusta mucho la música, no?
No supe contestarle nada. Le arrimé su
gorra y el audífono y lo compuse de la mejor manera que pude.
–Soy Gregorio –dijo– El hombre que usted
auxilió ayer en la calle. Hace dos horas que he muerto y quise venir a
visitarlo.
Y entonces, con toda dedicación, le serví el mismo
café fuerte que había preparado para mí. Gregorio lo bebió con
mucho placer y luego comentó:
–He muerto muy viejo señor. Hace un par de semanas
que cumplí 84 años. Usted sabrá que los años se me han pasado demasiado
rápido; casi sin que me diera cuenta y sin que lo hubiera notado. De
joven era muy loco, demasiado insensato. Cometí muchos errores, me volqué hacia
el juego y las emociones fuertes. Me enamoré de una mujer, que me dio dos hijos
que luego se fueron por el mundo. Y luego me enamoré también de
otra, en fin, no quisiera abrumarlo con detalles.
– ¿Y qué hacía ayer en esa cuadra? – pregunté.
–Nada en especial, compraba las cosas de todos los
días en los comercios del barrio, solo que el destino me estaba esperando en la
esquina.
–Don Gregorio –le dije– tengo un poco de miedo, yo
también me estoy viniendo grande.
–
¿No pensará que estoy en condiciones de darle una respuesta, no? Sólo
soy un viejo que murió y que se va de viaje.
Entonces
lo abracé como si estuviera abrazando a mi padre y el viejo se levantó y dejó
el pocillo de café sobre el pequeño plato. Después se alejó hacia la puerta y
dijo:
–Gracias
por lo de ayer a la tarde.
Caminó
en la bruma y en la mañana de mi barrio y fue desapareciendo de mi vista poco a
poco, hasta perderse en un horizonte incierto de niebla y de oscuridad
desatada.
No
tengo mucho más que agregar.
Las
cosas son como son y no cómo uno las supone.
Tan solo me dedico a solventar la soledad de mis
años y cuando puedo lo hago a destajo. Todas las mañanas salgo de la manera que
puedo, intentando evitar que los senderos de mi vida vayan siempre hacia abajo.
Y luego, con una sonrisa forzada y
con los ojos un tanto cansados, me voy en silencio camino a mi
trabajo.
©2017