A veces pienso que el sino de mi vida ha sido
el matadero.
Aunque no me refiero al destino
en particular ni tampoco a la suerte.
Los antiguos solían llamarle Hado, cierta fuerza o divinidad
desconocida que regía
a los seres humanos
y a veces también a los dioses. En mi
caso particular se aunaron varios factores para que sucedieran ciertas cosas. Aunque los griegos se matarían
de risa si leyeran “se aunaron varios factores”. Ellos descontaban una causalidad única en el Universo. Aunque no todos, claro, pero los principales estaban
a favor de eso.
Lo
cierto es que yo era un muchacho de dieciocho años, de familia pobre y con un
padre preso. Así que comencé a trabajar en el matadero. En realidad no se lo
nombraba de ese modo. Supongo que por un
cierto pudor, no lo sé. El lugar donde entré a trabajar era el Frigorífico
Wilson y estaba en Valentín Alsina.
Valentín
Alsina era un lugar muy cercano al suburbio de la ciudad de Buenos Aires. Se
hallaba detrás de ese pequeño río sin nombre al que se le llama Riachuelo. Bastaba con cruzar un puente
y llegar hasta él. Aquella senda de agua contaminada era el límite. De un lado
la Capital, del otro lado el Wilson. Por eso digo que tengo la impresión que en
mi vida ha sido muy importante el matadero.
Originalmente
aquel lugar fue levantado por los ingleses, de allí su nombre. Sin embargo en
ese tiempo se llamaba Frigoríficos Argentinos Sociedad Anónima. FASA, de
acuerdo a sus siglas. Y además le agregaban “ex -Wilson” para que todo quedara
bien en claro.
Era hermoso
Valentín Alsina.
Tenía un
cierto parecido a los barrios bajos de Liverpool o de Londres. En especial por
su industria y también por su clima. Yo estuve siempre bajo el influjo de la
humedad y de la niebla. Pero no era especialmente gris. Más bien tenía una
mezcla de negro y de marrón oscuro. Y su calle principal era empedrada y en el
medio pasaba el tranvía. Lo sorprendente del caso es que cuando era joven lo
único que anhelaba era largarme de allí. Y ahora que el tiempo ha pasado y que
todo sucedió me parece que aquel Alsina era hermoso de verdad. Y digo “aquel”
Alsina porque el actual no me gusta nada.
Ya no quedan fábricas, muchas están destruidas, y tampoco pasa el
tranvía. Todo tiene un cierto aire intrascendente de mediocridad que me disgusta
mucho.
En Valentín
Alsina estaba el frigorífico donde conocí la muerte.
Era un
adolescente en el gigantesco lugar al que llegaban a trabajar más de mil personas. No solo era el más joven sino también el más reciente, el más inexperto, el más bisoño
y desmañado.
Era el que
hacía los recados.
Y a veces
llevaba papeles y carpetas hasta el embarque, en el borde del río. Y pasaba por
el lugar donde estaba el matadero. Solía atravesar, por razones de cercanía, el
lugar donde mataban a las reses. Iban todas desfilando, una por una. Y al final
quedaban encajonadas en varios boxes de
madera. Desde arriba un obrero les pegaba un martillazo en la cabeza. Luego las
colgaban de una de las patas y otro obrero les cortaba la yugular. Las reses
estaban cabeza abajo y la sangre salía en una especie de torrente hacia una
amplia canaleta. Creo que con esa sangre se hacía luego la morcilla.
En ningún
momento sentí ninguna impresión por lo que veía.
También
mataban allí ovejas y cerdos. Las ovejas se entregaban mansamente pero los cerdos
gritaban como locos.
Creo que
aquello sembró en mí una cierta naturalidad con la muerte.
Al menos con
la muerte de los animales.
Aquellos fueron
años ciertamente muy bellos. Acaso por ser tan joven, no lo sé. Aunque en
verdad algo debe influir el tema de la edad en nuestra evaluación de lo que a
veces solemos llamar felicidad.
En aquel
tiempo acostumbrábamos a hacer bailes a los que nombrábamos “asaltos”. Nunca supe
bien porqué y tampoco me molesté en
averiguarlo. Las muchachas llevaban la comida y los jóvenes la bebida. En uno de ellos, en una noche de invierno,
salimos del baile con Mariela a darnos besos en la parte más oscura de la
calle. Que bella era Mariela; en mis recuerdos la siento bella por joven y por
ese aliento tan cálido que salía de su boca cuando nos entregábamos a los besos
y los abrazos. De su imagen, sin
embargo, no me acuerdo demasiado. La memoria comienza a hacer juegos extraños
cuando nos venimos grandes. Lo cierto es que en la penumbra de la acera pasó un
policía con una linterna, nos apercibió, nos amonestó e intentó llevarnos
presos. Desde ya que yo no podía
permitir tal cosa, así que convine con Mariela que gritara mientras pasáramos
por el frente de la casa.
Y ella lo
hizo.
De lo que sucedió
después no tengo recuerdos demasiado precisos.
Muchos
salieron a la calle y la llevaron adentro y a resguardo. Y yo comencé a insultar
al vigilante. Mientras me sostenían mis amigos le dije unas veinte veces “hijo
de puta” en su propia cara. Y mientras lo insultaba lo salpicaba con saliva. El
tipo, ofendido, sacó su pistola reglamentaria y me la puso a la altura de la
frente.
–A usted mi
madre no le hizo nada. – dijo haciéndose el injuriado.
Y yo lo seguí insultando.
Tenía el arma a pocos centímetros de mi sien y no me importaba nada. Desde ya
que el policía no tiró. Si lo hubiera hecho acaso estas líneas no hubieran sido
nunca escritas por nadie. Lo que digo es
determinismo puro. Pero de eso acaso hablaré más adelante.
Siempre he
llevado con orgullo aquel fuerte episodio
de mi vida.
En ningún
momento me intimidó ser apuntado con un arma. Ni tenía miedo ni pensé en la
muerte. Lo único que me importaba era gritarle “hijo de puta” al vigilante. Los
padres de Mariela, enterados del asunto, le prohibieron que me vea. Hubo una
cierta conmoción en el barrio y por un tiempo se dejaron de hacer los asaltos.
Aquel episodio
y mi trabajo en el matadero aunaron en mi vida una cierta descortesía con la
muerte. Me sentía tan altivo como ella, la trataba con desdén y era un poco irreverente.
Pero desde ya que estaba muy equivocado.
Aunque eso recién lo supe cuando los años pasaron y
la existencia me llevó a vivir algunas situaciones diferentes.
En Alsina, en
la artería principal donde pasaba el tranvía florecían algunos pocos negocios
de artículos de primera necesidad. Algún bazar, alguna farmacia, alguna
sastrería. La gente lo llamaba “Bulevar Alsina” y nunca supe porqué. Era
simplemente una calle empedrada, muy gris y con rieles en el medio. Nada más
que eso.
Pero también
había una pequeña disquería.
Si en aquellos
tiempos me lo hubieran preguntado y yo hubiera tenido la capacidad de responder,
seguramente hubiera contestado que para mí el paraíso tenía la forma de una
disquería.
Durante un par
de años y cada seis meses íbamos religiosamente a preguntar si ya había salido
el último long play de Los Beatles. Por
suerte aquí se iban editando a medida
que salían en Londres. Así que tuvimos religiosamente en nuestro poder a cada
uno de ellos. A mí me hizo un flash en la cabeza la portada de Rubber Soul. Y
también todo lo que vino después. En cambio con otros artistas las cuestiones
se hacían más complicadas. De Bob Dylan, por ejemplo, publicaron un álbum que
reunía en un resumen sus seis primeros años de carrera. Es que aquí no lo conocía
casi nadie. Yo a veces revisaba las estanterías y tomaba la decisión de comprar
solo si me gustaba la portada. Así fue que llevé a mi casa a The Mamas
& the Papas y a Simon & Garfunkel sin haberlos escuchado nunca. Me
gustaba mucho aquel folk rock, algo hippie. Y la audición de esos discos marcó
durante mucho tiempo varias de las instancias de mi vida y de la generación que
formé parte.
Tato descubrió del mismo modo
a Barry McGuire, otro cantor folk de voz muy grave y que entonaba temas
románticos mezclados con la guerra nuclear.
Hoy quedamos en encontrarnos
en Ezeiza. Iré a buscarlo con mi automóvil al aeropuerto. Hace veintisiete años
que no nos vemos y si no fuera por Internet acaso nunca nos hubiéramos vuelto a
ver. Durante el Mundial de fútbol del 78 se enamoró de una turista venezolana y
se fue a vivir a Caracas. En el año 90 vino a llevarse a su madre viuda para
allá. Vendió el departamento familiar en Caballito y nunca más volví a saber de
él.
De jóvenes y juntos, hacíamos
un desastre.
Solíamos salir, a veces, con
dos o tres minas al mismo tiempo. Más de
una vez he ligado un sopapo y bien merecido que lo tenía. Solíamos hacer
malabarismos con el tiempo entre una cita y otra. A veces mi padre –que había
salido de la cárcel– me prestaba su automóvil y eso facilitaba las cosas. Pero
otras veces no me lo prestaba y entonces todo se complicaba.
Tengo que admitir que ni Tato
ni yo sabíamos bien el porqué de nuestra conducta. Era algo atávico. Una
especie de mandato hereditario, ancestral y acaso genético que ni él ni yo podíamos dejar de seguir. Nos
gustaban todas las mujeres que se cruzaban en nuestro camino y no sabíamos
decirle que no a ninguna.
Por supuesto que tampoco
entendíamos de cuestiones éticas.
Aquella forma de vida que
llevábamos adelante en el fondo nos hacía gracia a los dos. Vivíamos muertos de
risa, esa es la verdad, aunque muchos pensaban que éramos dos hijos de puta.
Un atardecer, cerca del
puente, el hermano de una de las chicas despechadas le pegó a Tato con una
botella de cerveza en la cabeza. Ni él ni yo resultábamos en extremo valientes
pero aquel tipo era en verdad un cobarde porque le pegó de atrás. Quiso el destino que la rama gruesa de un
árbol desviara un poco el impacto. Por suerte la botella no llegó a estallar
pero igual el golpe le produjo un profundo corte en el cuero cabelludo. Un vecino nos llevó al Hospital Pena. Tato
sangraba mucho y yo lo abrazaba y apoyaba mi mano en la herida. En la guardia
le cosieron la cabeza. No recuerdo bien cuántos puntos de sutura le dieron.
Finalmente lo vendaron y daba toda la impresión de ser un musulmán o un turco
con un fez blanco en la cabeza. Luego lo acompañé hasta su casa en taxi. El
vivía en la Capital y yo en la Provincia. Casi no hablamos durante el viaje. Mi
camisa blanca estaba manchada por completo de sangre. Al llegar, Tato se tambaleó un poco pero
luego recuperó la compostura. Lo acompañé hasta la entrada y una vez en la
puerta de su casa me dio un abrazo.
–Somos hermanos de sangre. Esto
es para siempre.-dijo.
–Claro. –contesté- pero ahora te toca comprar los remedios y
hacer reposo.
Y luego lo dejé de la manera
más rápida que pude; temía que salieran sus padres y me vieran con él.
Luego pasaron cosas
diferentes, algunas mejores y otras mucho peores.
El verdadero nombre de Tato
era Leonardo y a mí siempre me extrañó que no lo llamaran “Leo”. Al parecer de
niño era un poco tartamudo y solía repetir bastante las letras “t”. De allí le
quedó Tato.
Estuvo más de un mes con la
cabeza vendada.
Para su desgracia debió cortarse
el pelo (a él le gustaba llevarlo bien largo). Al final la herida cicatrizó y
su cabello creció y todo volvió a la normalidad, salvo una pequeña marca que le
quedó en la frente. Tenía una pinta terrible el hijo de puta. El pelo grueso,
castaño y lacio. Alto como yo, en fin, un verdadero galán para las mujeres.
También nos gustaba en aquel
tiempo fumar marihuana.
Era muy difícil obtener porros,
había un gobierno militar y enseguida te metían preso por cualquier cosa. Un
día descubrimos que podíamos conseguirlos en el Parque Chacabuco. En la parte
que da a la esquina de Asamblea y Emilio Mitre, frente a un bar que se llamaba
“El Boxer”. Allí nos juntábamos a media
mañana unos ochenta jóvenes, todos llevando discos de vinilo de larga duración.
Era un sitio de canje. Yo le daba Blonde on Blonde a un tipo cualquiera y
él me lo cambiaba por Sargeant Pepper
de Los Beatles. Los canjes eran par a par. Te doy un disco y tú me das el tuyo.
Algo así. Excepto que adentro de alguno de los vinilos hubiera una bolsita con
yerba. Entonces, claro, los valores cambiaban. El cannabis modificaba todo.
Muchas veces quemábamos porros
juntos en un pequeño cuarto que disponía para mí en la terraza de casa. Escuchábamos
el insoportable Within You Without You de George Harrison, que
precisamente iniciaba el lado B de Sargeant
Pepper. Yo detestaba esa música hindú pero a Tato
le gustaba mucho. A veces, mientras bebíamos vino blanco entre porro y porro,
se levantaba, me miraba y me decía:
– ¿Sabés que te quiero mucho
no?
Y yo le contestaba que hablaba
como un borracho de algún bar de Buenos Aires.
Es increíble como suceden
las cosas.
Ya desde aquellos tiempos me
solía parecer que en mi caso personal tenía como una especie de anclaje en
Buenos Aires del que Tato carecía por completo. Podríamos decir que él era
internacional y yo, digamos, urbano. También le agarraba hambre al terminar el
porro. Un hambre específica y muy particular. A las tres de la tarde me decía:
–Tengo ganas de comer jamón
serrano.
Y yo le contestaba.
–Imposible conseguir jamón
serrano en Valentín Alsina a esta hora.
Fueron años muy especiales,
esa es la verdad y entonces es muy difícil sustraerse a la nostalgia.
Cuando estábamos con mujeres
tratábamos de fumar por separado. En lo posible en cuartos separados. Las minas
se ponen muy sensuales con los porros. Es que una vez intentamos hacer una
especie de sexo en conjunto que derivó en un terrible fracaso. Así que de allí en más decidimos que en ese
aspecto cada uno iría por su lado.
Tato era muy especial. No
tenía demasiados escrúpulos éticos y ya desde joven se dedicaba a vender
automóviles engañando a quienes los compraban. Sin embargo también tenía un
gran corazón. Una mañana en Pompeya se cruzó con una señora boliviana que
lloraba en la vereda. Al parecer deseaba llegar a un acto que se hacía en el
Congreso y ningún taxi la aceptaba llevar. Es que acarreaba unas cuatro
cacerolas con comida; y seguramente deseaba venderlas en ése lugar. Era una
señora bastante mayor. Acaso rondando los sesenta años. Tato se condolió tanto
que la abrazó y se puso a llorar con ella.
– ¿Podrías ir a buscar el
auto de tu viejo, no te parece?
Y yo casi lo fulmino con la
mirada.
Lo cierto es que crucé el
puente y por suerte pude conseguir el auto y terminamos llevando a la mujer
boliviana y sus cacerolas hasta el Congreso.
Luego paseamos un rato por el centro.
Así de azarosa solía ser
nuestra vida veinteañera. Pero claro, todo esto que cuento sucedió hace décadas
atrás. Y a veces no estoy seguro si eso es mucho o es demasiado poco. Uno de
los tangos más famosos dice “que es un
soplo la vida” y perfectamente puede ser cierto.
Recién ahora me doy cuenta y
no me hace demasiada gracia.
Debí de vivir décadas para
asumir lo efímero de tanta pasión desatada en vano. Hoy tengo “el telón final”
frente a mí y seguramente eso me agobia.
La ciudad, mientras tanto, late
a mis espaldas.
Hoy es 3 de Enero del año
2017. A las diez de la mañana arribará a Ezeiza el avión que trae a Tato de
regreso a Buenos Aires. Llega en el vuelo 1376 de Aerolíneas Argentinas.
Hace veintisiete años que no
nos vemos. Y en todo este tiempo nunca pudimos estar en contacto. Tuvo hijos
allá en Caracas, donde desarrolló su
vida y asentó sus reales. Hace poco conocí
a la hija en las redes sociales; a
través de ella supe que Tato rechazaba por completo a la Internet y que apenas sabía encender una
computadora. Y que también lloraba de emoción al ver por televisión algún
triunfo deportivo de Argentina.
Nada más que eso.
Pero bueno, hoy el pasado se
esfuma. Es decir, hoy el recuerdo del pasado se esfuma y da lugar al rigor del
presente. No hay juegos de la mente que puedan evitarlo. En un par de horas me
reencontraré con Tato. Lo iré a buscar a Ezeiza en mi automóvil y espero
reconocerlo entre la gente, aunque no sé si estará muy cambiado.
¿Acaso debería llevar un
cartel como el que llevan los conductores de taxis?
Esa sola idea me provoca una
sonrisa.
Es Enero y hace mucho calor
en Buenos Aires.
©2017
Que maravilla Nes. Cuánta intensidad que tiene esta historia. Son recuerdos muy fuertes y me llegaron muy hondo.
ResponderEliminarRecuerdos de juventud Carlita, de allí la intensidad. Creo que la juventud es eso, una mezcla de intensidad e inconciencia. Un beso. Gracias por visitar el blog.
EliminarQue maravilloso relato!! Se perciben decenas de novelas posibles dentro de este cuento. Me fascinó!!
ResponderEliminar¿Y quien va a escribir esas novelas Lili? Jajaja, yo no. Un beso. Me alegra que te haya gustado.
EliminarTodos queremos largarnos de los sitios cuando somos jóvenes porque creemos que el paraíso siempre está donde no vivimos.
ResponderEliminarImpresionan las imágenes tan detalladas del sacrificio de los animales que después, tan campantes comemos.
Emotiva la descripción del episodio del chico que defiende a su amada. ¡Genial! De un romanticismo puro, pero así es Néstor el muchacho, y Néstor EL GRANDE. Guardas hermosos recuerdos de una vida plena y sin nada que envidiar a nadie. Tato y tú se unieron por la “sangre” y por la emoción; y eso, amigo mío, es indestructible.
Bello relato, pletórico de añoranza y de esa nostalgia tan tuya que si te desprendes de ella, no te reconoceríamos. Sublime narrativa, emotivo contenido. Un abrazo eterno, mi tan amado amigo de tantas cosas compartidas. Te quiero full. SOFIAMA
Hola Sofy, corazón. Tal como digo en el cuento para mí era normal la matanza. No me causaba ninguna impresión. Supongo que porque era muy joven. Debe ser por eso. Gracias por ser tan generosa en tu comentario. Te mando un beso que atraviese el continente y llegue hasta donde te encuentras.
EliminarQue buen cuento. Lo leí de un "tirón" y por momentos sentí que me faltaba el aliento. Siento como si estuviera cargado de mucha acción y que pasan muchas cosas diferentes mientras una lo lee.
ResponderEliminarEs cierto Gra. El texto, mas allá de su calidad literaria, (la tenga o no la tenga) realmente está cargado de acción. No me gustan ni lo declamatorio ni los diálogos livianos. Creo que de este modo le entrego una mayor vivencia al lector. Gracias por venir a visitar el blog.
EliminarQue tremenda fuerza que tiene esta historia. Me impresionó mucho el matadero de los animales. Y también la fuerza de tus recuerdos. Muy bueno.
ResponderEliminarEs cierto. Tal vez el matadero merezca por sí mismo un relato.Por algunos comentarios veo que he logrado transmitir ese dramatismo que, por otra parte, yo nunca sentí. Gracias por visitarme. Me pone muy feliz que hayas vuelto por aquí.
ResponderEliminarPero sí, yo no soy escritor ni mucho menos, pero creo que tiene una gran calidad literaria. Me gustó el cuento como todos los tuyos, el paisaje del viejo valentín Alsina con su calle empedrada y su tranvía, y sus fábricas funcionando a pleno, y las historias propias de la juventud, narradas y bien articuladas.
ResponderEliminarEres lector Guillermo, con eso alcanza. Y yo muy honrado deque me leas y comentes. Un abrazo.
EliminarNo digo nada nuevo Néstor. Ya he leído los otros comentarios. A mí me quedó la nostalgia y en especial esas imágenes del matadero de animales.
ResponderEliminarGracias Pabluzky por visitar el blog!
ResponderEliminarTe felicito sos.PICASO en TUS. Letras
ResponderEliminarJajajajja. ¿Y vos sos un "Loco", te dije? Que bien ganado tenés el apodo!
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