Es difícil de
olvidar ese Diciembre del 2001.
Yo venía de
cumplir cincuenta años y aquel número 5 delante de la cifra de mi edad no me
causaba ninguna gracia. Sentía, equivocadamente, que ya comenzaba a ser un
viejo y que la vida no sería otra cosa, en adelante, que un devenir de sucesos
sin relevancia y sin pasión alguna.
El país se
desmoronaba.
Había un saldo
de 30 muertos y cinco presidentes en una
semana y yo me preocupaba por mi edad. Supongo que había en ello algún acto
reflejo de necesidad personal para que la situación no me causara, todavía, más
dolor del que podía soportar. Por lo tanto solo, divorciado, con una
pequeña renta y mis hijos en Europa decidí viajar e instalarme en el
departamento que en aquel tiempo tenía en Valeria del Mar.
Detrás de mí,
en Buenos Aires, quedaba el escándalo y el bochorno.
Fue así que
salí de la Terminal de Retiro siendo presidente Rodríguez Saa y cuando llegue a
mi destino ya no era presidente nadie. Al año 2001 le quedaban apenas un par de
días y el futuro del país era muy incierto.
Aquella tarde
me instalé en la pequeña vivienda con un enorme espacio vacío en el alma. Había cumplido los consabidos cincuenta años y
no sabía lo que iba a hacer con mi vida y ni tampoco lo que iba a suceder en el
país con la gente. Ser argentino siempre
ha sido apasionante. Por eso guié mis pasos en dirección al bar de la calle
Espora, me bebí un par de whiskys y saludé
gente amiga que hacía bastante tiempo que no veía. También ventilé la casa, lavé algunos
utensilios y conecté la TV por cable.
Al otro día era
fin de año, así que me invitaron a una modesta reunión donde apenas se pudo
brindar con una cierta timidez al llegar la medianoche.
Después
comenzaron a llegar los turistas.
No fue el aluvión
que siempre se espera para ese día pero lo cierto es que llegó bastante gente.
Por suerte la ubicación de mi vivienda (casi en el límite con Cariló) me
mantenía en general alejado de cualquier muchedumbre. Fue así que comencé una
rutina que solo incluía la playa, la lectura, un poco de música y de TV y las
tertulias y las bebidas del bar de la calle Espora.
Hasta que un inesperado
mediodía me crucé con Paula Rhys.
La conocida
estrella del cine y la televisión pasó caminando a mi lado, bellísima y lejana.
La verdad es que me sorprendí por su presencia y la saludé con una cierta
torpeza. Ella apenas me regaló una sonrisa. Pero… ¿Qué era lo que estaba
haciendo allí una mujer tan famosa?
Los días
siguientes confirmaron la rutina. Paula pasaba a eso de la diez de la mañana en
dirección al norte y luego regresaba en horas del mediodía, caminando hacia el
sur. Yo la miraba desde lejos, sentado en la reposera y leyendo a Milan
Kundera. Algunos amigos me habían
recomendado en su momento La Insoportable
levedad del Ser y recién ahora les hacía caso.
Estaba bien,
estaba confortable allí.
Podría llegar a
quedarme hasta que llegara el fin del mundo.
Aunque a mí lo
que más me intrigaba era Paula Rhys. Ni bien llegaron los turistas comenzó a
utilizar diferentes gorros, capuchones y
sombreros. También usaba enormes
anteojos para sol y hasta pañuelos que le cubrían buena parte del rostro.
Prácticamente no
la reconocía nadie.
Ella estaba, con
toda seguridad, al borde de los cuarenta y era muy famosa en el país. La TV
había recogido su imagen desde niña, en los programas infantiles y luego en las
novelas románticas del horario principal. También había arrasado en la taquilla
en el teatro de verano en Mar del Plata y en
varias películas del cine argentino de los últimos años.
Lo cierto es
que Paula Rhys ignoraba olímpicamente a todo el mundo y solo trataba de que
nadie la viera por ese lugar.
Aunque en mi
caso personal solía hacer una excepción.
Siempre me saludaba con una mirada cómplice y
lejana cuando pasaba cerca de la reposera en el borde del mar. Supongo que aprobaba la discreción que tuve desde
aquel día en que nos cruzamos por la playa desierta y casi la llevé por delante
sin darme cuenta. Intuitiva como toda mujer Paula Rhys estaba en lo cierto. En
ningún momento le comenté el asunto a nadie.
Hubo algunas veces en las que intenté seguirla
desde lejos para averiguar el lugar donde paraba. Algo descabellado, por
cierto, y sin propósito alguno. Me intrigaba, sin embargo, su presencia en la
playa. Ese afán de no ser reconocida y de pasar de incógnito ante la gente del
lugar. Ella vivía en los hechos en
Cariló. Aunque siempre realizaba su caminata diaria en dirección al norte, a
Valeria del Mar.
Para gente poco
habituada como yo, el límite entre ambas localidades suele ser muy difuso. Se supone que donde acaban las calles con
nombres marinos termina Valeria del Mar y donde comienzan las calles con
nombres de árboles empieza Cariló. Lo cierto es que un día la vi salir a Paula,
de pura casualidad, de una casa frente al mar, cercana a la playa y a la calle
Roble y eso despejó todas mis dudas. .
La propiedad
era bastante singular, no tenía habitaciones en altos, solo una azotea y un
pequeño jardín de un par de metros en el frente. La fachada era gris y la puerta
de entrada muy simple. Desentonaba mucho con las mansiones que la rodeaban y
parecía haber sido construida de una
manera precaria muchos años atrás. De todos modos regresé contento con mi
descubrimiento.
Al otro día
estaba nublado y casi sin gente en la playa.
Las olas eran
bastante altas y el viento fuerte. Así que tomé la tabla de surf de mi hijo
mayor y decidí probar suerte. Él me
había enseñado el take off, que es la
primera maniobra que hacen los surfistas y en general aprobaba mi técnica. Claro que eso había sucedido diez años atrás,
cuando mi hijo era todavía un adolescente y yo tenía nada más que cuarenta
años.
De todos modos
lo intenté.
Remaba acostado sobre la tabla y en cuánto podía
trataba de pararme sobre ella, listo para deslizarme sobre la ola que llegaba. Naturalmente,
me costaba mucho erguirme y en general me caía bastante seguido al agua. Aunque
al final, en el enésimo intento tuve suerte y permanecí parado sobre la tabla un
tiempo largo. La ola me fue llevando
hacia la costa y eso me provocó una gran alegría. Hasta que una segunda ola sobrepasó la que yo
surfeaba, hizo que perdiera el equilibrio y me arrojó hacia adelante. Luego colapsé por el costado y fui arrollado
por al agua. Llegué al borde de la playa tambaleante y de la forma en que pude
intenté levantarme hasta que la tabla, que andaba a la buena de dios, me pegó
fuerte en la espalda. Entonces caí hacia adelante y fui rodando hasta quedar
tirado en la arena.
Paula
Rhys pasaba en ese momento por el lugar y comenzó a matarse de la risa.
Me
levanté como pude y fui en busca de la tabla antes de que se la llevara el mar.
–Eso
te pasa por hacerte el pendejo. – me dijo por lo bajo.
Y
luego siguió caminando sin parar de reírse.
Aquella
vez pasé el resto del día en la cama.
Estaba molido por el esfuerzo y por los golpes recibidos en el mar. Cuando me di una ducha noté en el espejo que
se me había formado un gran moretón a la altura de la espalda.
Era
casi un despojo humano.
Sin
embargo estaba como sorprendido por esa especie de química cómplice que se
había desarrollado entre Paula y yo a lo largo de los días. En especial por el
tuteo y el uso de la palabra “pendejo” de parte de ella. Había sido tan solo un
concierto de miradas a lo largo de la semana y ahora por fin intercambiábamos
una frase. Aunque eso de “intercambio” era excesivo. En realidad había hablado
ella sola. Yo no le pude contestar porque en el estado en que estaba no me
salían las palabras. Finalmente me dormí a la noche mirando Los Sopranos.
Al
día siguiente llovió casi todo el tiempo.
El
mar es melancólico cuando llueve y a mí me gusta mucho mirarlo desde la
ventana. Increíblemente, a eso de las diez de la mañana, Paula Rhys pasó
caminando por el borde del agua. Llevaba una gorra de beisbol cubriéndole la
cara y una campera impermeable. La vi perderse entre la humedad del aire en
dirección al centro de Valeria del Mar y eso me dejo pasmado; no era
precisamente un día para andar caminando por la playa. Un par de horas después
regresó de la caminata y atravesando los
médanos buscó el camino hasta su casa. Algo inexplicable me atraía fuertemente
a esa mujer.
No
solo su belleza sino también su comportamiento. Esa conducta, tan aferrada a la rutina y la
extraña y desafiante soledad de la que disfrutaba con impunidad y hasta con
alevosía. Daba la impresión de andar tan solitaria como yo, y a mí me pareció que esa era una oportunidad
para conocerla de la manera más íntima que fuera posible.
“Voy
a invitarla a salir –me dije- no tengo nada que perder”.
Y
así anduve casi un día entero pensando en la forma más conveniente y efectiva
de abordarla. Rumié los pensamientos más absurdos y elaboré los planes más minuciosos
pero ninguno me convenció demasiado. Al final decidí hacerlo de la manera
espontánea y exactamente igual que en mi juventud: tomar la determinación de
improviso y arrojar la moneda al aire
sin importar lo que salga.
Toda
la mañana anduve caminando de un lado al otro para tratar “casualmente” de encontrarla pero no tuve
resultado alguno. Aquello me molestó. Día
tras día me cruzaba con ella, sin quererlo, en la playa y ahora que deseaba
hacerlo no la veía por ningún lado. Hasta que por fin la hallé cuando entraba a
su casa. Fui sin darle tiempo a nada y
le dije:
– ¿Paula, te
puedo invitar a salir?
Ella me miro algo
extrañada y contestó:
–No, no podés,
porque yo no salgo a ningún lado. A mí no me gusta salir. En todo caso, a mí lo
que me gusta es entrar.
Aquella
contestación me tomó muy desprevenido. Estuve varios segundos sin atinar a
decir nada y por un momento me vi perdido por completo. Una luz inesperada, sin
embargo, me iluminó el cerebro en el
último instante.
–En tal caso
–agregué– Te invito a entrar a mi
casa ¿Qué tal?
–Sí, podría
ser. Pero mejor entrá vos a la mía. Te espero esta noche a las nueve, dale.
–Está bien ¿Y
qué llevo?
–En El Buen
Sabor hay cosas ricas. –dijo.
Luego se dio
vuelta, se metió en la casa y me cerró la puerta prácticamente en la cara.
Aquello colmó
mis expectativas por completo. Volví caminando a mi departamento bajo una
fuerte sensación de irrealidad. Había conseguido una cita con la más bella,
acaso, de las actrices argentinas y en su propia casa. Por momentos hasta pensé
en pellizcarme el brazo para ver si en realidad todo aquello era cierto. Pasé
por el bar de la calle Espora y me tomé un par de whiskys y al final dormí una
larga siesta.
Deseaba estar
en mi plenitud para la noche.
Luego pasé por
El Buen Sabor, acicalado, con mi mejor ropa y mi mejor perfume. Compré
mariscos, en general y me fui con el paquete hasta la casa de Paula.
Ella me
franqueó la entrada y yo casi me desmayo. Estaba vestida con un pequeño short,
bien corto, y en la parte superior el corpiño de una bikini de color rosa. Eso
solo y nada más.
Aquella era una
noche cálida en Valeria del Mar.
Dejamos los
paquetes de comida en la mesada de la cocina y lo que primero noté era la
increíble rusticidad de la vivienda. No concordaba en modo alguno con ella. Una
mujer muy hermosa, fina y seguramente millonaria.
Luego Paula me
invitó a sentarme en un enorme sillón y comenzamos a charlar. Habló de sus
inicios, de la obstinación de su madre que la llevaba a los concursos y a los castings del tiempo de su niñez. Ella era
una mujer puntillosa y obsesiva y solo
ambicionaba que su hija “triunfara”. Y
Paula, en cierto modo, se había dejado llevar.
Su padre, en
cambio, era un albañil que nunca había logrado mejorar en su oficio. La casa
dónde estábamos la había levantado prácticamente con sus propias manos. Un
terreno comprado allá por los años setenta con poco dinero y mucho sudor y que
dio como resultado esa casa donde ella y yo estábamos charlando ahora. Cuando
le pregunté por sus padres me dijo que los dos habían muerto muy jóvenes. Esta
respuesta dio paso a que supuestamente le preguntara por ella y su situación
actual pero eso me pareció demasiado imprudente para un invitado que estaba
allí hacía apenas media hora. Así que le dije, cambiando de conversación:
– ¿No tendrás
algún buen vino para tomar?
Paula se
levantó y trajo un torrontés helado de no sé que marca. Y sobre una mesa
lateral comimos los mariscos que había comprado en El Buen Sabor. Ella apenas
probó algunas rabas pero bebió bastante vino blanco.
Entonces
aproveché para contarle algo de mí y de mi divorcio. Y de los hijos que tenía
en Europa. Uno cercano al Opus Dei y seminarista en España y el otro ingeniero
en Fráncfort, Alemania.
–Es rara la
vida. –me dijo terminando su vaso.
Luego volvimos
al sillón y con el control remoto en la mano me preguntó si deseaba ver algo.
Le dije que me gustaban Los Sopranos y entonces ella comenzó a cambiar de
canal. Mientras pasaba de canal en canal, en uno de ellos, pude ver su imagen
actuando en un programa. Aquello me volvió a parecer irreal pero Paula no le
dio la menor importancia y siguió cambiando de señal hasta llegar a la que daba
la serie que a mí me gustaba. Luego se sentó a mi lado y dijo:
– ¿Te fumarías
conmigo un porro?
Yo le contesté
que sí, pero interiormente dudaba un poco. Siempre he sido un hombre del
alcohol y a mí esas cosas no me gustaban mucho y casi nunca las había probado.
Lo cierto es que Paula se apareció con un cigarro enorme, una especie de porro
gigantesco y con lo que quedaba del torrontés servido en dos vasos.
Miramos juntos
Los Sopranos.
Ella bebía un
pequeño sorbo y luego le daba al cigarro una profunda pitada. Yo, naturalmente
hacía lo mismo. Y así durante un buen
rato. Hasta que comencé a notar que Tony Soprano salía de la pantalla. Su
imagen se volvía un poco gris y luego tornasolada.
Increíblemente
era verdad. ¿Acaso no estaba sentado junto a una estrella? ¿Por qué Tony
Soprano no podía salir de la pantalla? Paula se reía y aprobaba lo que yo
pensaba. Y así le fui dando al cigarro una pitada tras otra hasta que una
fuerte luz rodeó el televisor y entonces ya no recuerdo nada,
Desperté al
otro día, acostado en el sillón y en posición dorsal porque de lo contrario no
entraba en el asiento donde me hallaba. En un momento supuse, por el
resplandor, que ya era de mañana y cuando vi el reloj pude confirmarlo. Eran
las diez menos cuarto. Fui enseguida al baño como si fuera un zombie y puse la
cabeza debajo del chorro de agua. Por momentos sentí que el cerebro me
explotaba. Me peiné y me lavé la cara y luego fui en busca de café pero no lo
hallé por ningún lado. Lo único que había era té verde y eso a mí no me
gustaba. Así que le dejé a Paula mi número de celular en un papel de la cocina,
anotado con marcador y con símbolos bien grandes. Luego fui al bar de la calle
Espora, me bebí un café doble y finalmente regresé a mi casa a pegarme una
ducha.
No entendía muy
bien lo que pasaba.
Paula llamó,
por suerte, al promediar la tarde. Estaba muy jovial y no paró de hacerme
bromas. Se burlaba de mi poco aguante y
de lo que había pasado anoche. Me dijo que era un careta y un flojo para los
porros.
–Eso no era un
porro, mujer. –le contesté– Eso que me diste era un habano de marihuana.
Esa última
frase la hizo reír sin parar y luego terminó la conversación sin que quedáramos
en nada. Yo aproveché para descansar
durante la tarde. Volví al libro de Kundera y al reposo y aproveché para tratar
de reponerme un poco. Cuando oscureció y
comencé a notar que las estrellas brillaban en el cielo del mar decidí ir hasta
la casa de Paula, sin avisarle y sin llamarla. Compré un ramito de fresias en
el centro y cuando llegué toqué en el rustico llamador de la entrada. Ella
salió y me miró no demasiado asombrada.
–Anoche me faltó
algo. –le dije.
– ¿Que te faltó?
– Me faltó
enseñarte el moretón que me hice el otro día surfeando en la tabla.
–Hombres…-dijo
moviendo de un lado a otro la cara.
Y después me
franqueó la entrada.
Aquella vez pasamos una velada fabulosa. Por un par de
horas Paula dejó de ser una estrella de cine para convertirse simplemente en
una mujer. Ni bien tuve su cuerpo desnudo junto al mío tan solo pensé lo que pienso
siempre en ese trance. En darme absolutamente por entero y en hacerla sentir a
ella lo más feliz que pueda serlo en ese instante.
Con la
extenuación llegó la incredulidad y con la incredulidad volví a sentir que no
era verdad lo que me estaba pasando.
Paula se puso
un pequeño pijama porque ya comenzaba a refrescar y casi sin decir palabra me
fui quedando dormido junto a ella en su
casa. Pasamos la noche abrazados y desayunamos juntos. Yo bebí el té verde que
no me gustaba, y el jugo de pomelo y las galletitas con omega3 que guardaba en
la alacena. Al parecer, así desayunaba una estrella de cine todas las mañanas.
Luego me
despedí porque no deseaba interrumpir ni su rutina ni sus caminatas. Quedamos
en hablarnos por la tarde. Ella me despidió con un beso y lo primero que hice
fui ir hasta el bar de la calle Espora y
pedir un café con leche con medialunas.
Después regresé
a mi casa.
Al rato mi hijo
ingeniero, que vivía en Alemania me mandó un mensaje de texto. Quería saber
como iban mis cosas en el país y en la playa. Le contesté con algunos
monosílabos y con algunas frases cortas. Al final me preguntó “¿Conseguiste
alguna novia?” y yo le contesté que sí, que estaba saliendo con una actriz de
cine. Aquello seguramente lo intrigó y volvió a preguntar “¿Y con quien, se
puede saber?”. “Con Paula Rhys”, le contesté. Y se ve que no me creyó porque
volvió a enviar un último mensaje: “¡Que mentiroso que sos! ¡Que tipo hijo de
puta!” y allí se rió y cortó el
contacto.
A la tarde fui
a visitarla porque sabía que a esa hora iba a encontrarla. Ya me conocía al
detalle los horarios de sus caminatas. Estuvimos un rato hablando del clima
hasta que le apoyé el dedo índice en los labios y le pedí que se callara.
–Tengo algo que
decirte, te ruego me escuches con atención. Este par de semanas que llevo acá
han sido de las más felices de mi vida. En especial luego de lo de anoche. En
este momento debo ser el hombre más feliz del mundo. Quiero que sepas que sos
absolutamente libre de todo, que no quiero interferir para nada ni en tu vida
ni en tu carrera y que para mí todo lo que digas está bien. Y que haré
absolutamente lo que quieras que haga. Soy el hombre más feliz del mundo ahora.
Nadie puede ser más feliz que yo.
Y en ese
momento, luego de mis palabras noté que a ella, mientras me escuchaba mirando
hacia el mar, se le resbalaba una lágrima.
–Por favor –me
dijo– Dejame sola. Necesito estar sola.
Así que a mí no
me quedó otra alternativa que hacerle caso. Me acerqué y la besé en la mejilla secando
sus lágrimas y salí para caminar un rato por el centro de Cariló. Deseaba tomar
aire. Todo lo que estaba sucediendo era demasiado vertiginoso para mí y por
momentos hasta sentía que la situación me desbordaba.
Ya era un
hombre grande y no quería cometer ningún desastre.
Al caer la
noche fui hasta mi hogar pero Paula enseguida me llamó porque necesitaba verme.
Creo que batí el record de trayecto entre ambas casas, pero cuando llegué sentí
a mi corazón latiendo por completo desolado.
Paula se
hallaba en el mismo lugar donde yo la había dejado pero sus ojos estaban
enrojecidos por el llanto. Me acerqué, le mesé el pelo y la obligué a sentarse
en el sillón.
–A ver. –le
dije– Ya te dejé bien en claro que voy a hacer lo que vos me digas. Si vos
querés que esto se termine acá, se termina y nada más. Si querés nos vemos el
verano que viene. ¿Te acordás de EL Año
que Viene a la Misma Hora? Bueno, nosotros hacemos lo mismo y listo.
Ella me miró
desde el sillón y dijo:
-No sos el
hombre más feliz del mundo, nunca lo fuiste ni tampoco lo serás. Tenés que
saber que no hubo ni habrá “año que viene” para nosotros dos.
-No te entiendo…
¿Qué me querés decir?
–Sos una
persona muy buena. Me tocaste el corazón. Pero yo nunca debí aceptar esta
relación. Ha sido un grave error de mi parte. No habrá ni año, ni verano que
viene, ni nada para mí. Tengo un aneurisma en el centro del cerebro,
inaccesible a la operación, ni bien se rompa moriré. Puedo vivir dos horas, dos
días, dos semanas o dos meses, nada más.
– ¿Me estás
jodiendo no? Balbuceé.
Aunque íntimamente
sabía que ella me estaba hablando en serio.
–He venido aquí
a esperar la muerte haciendo lo que más me gusta hacer en el mundo que es
caminar junto al mar. –agregó. Te he dado la primicia. No lo sabe nadie. Ni
bien conocí el resultado de los estudios
hice un pacto de silencio con mi médico y él lo cumplirá.
Luego de
escuchar aquella frase me senté en el mismo sillón donde la noche anterior
mirábamos la tele y fumábamos el porro. Me tomé la cabeza y luego pasé mis
dedos por los ojos, frotándolos un poco, cómo si me quisiera despertar. Al
final me sobrepuse, me levanté y le dije:
–Sostengo mi
oferta Paula. Haré absolutamente lo que me digas que haga. Pero no te mueras
aquí, solitaria; permite que te acompañe
hasta que llegue el final.
–No sé lo que
voy a hacer. –dijo con una voz entrecortada. –Voy a pensarlo bien. Si yo no te
llamo, no vengas más.
Entonces me
levanté y regresé a mi casa con la cabeza un poco encorvada sobre el pecho y
una profunda tristeza y desconcierto en el alma. Siempre sostuve que los
hombres no deben llorar. Al menos en público. Así que cuando llegué al
departamento me puse a llorar un largo rato, aprovechando que no me veía nadie.
Ni comí, ni bebí nada. Sólo me arroje sobre la cama pero casi no dormí en toda
la noche..
Al día
siguiente Paula me llamó. Yo me di una
ducha y me recompuse como pude porque no deseaba darle una mala impresión. Ni
bien golpeé el llamador abrió la puerta y me dio un abrazo de esos tan largos
que no parecen acabar nunca.
Bebimos juntos
su ya famoso té verde y dejamos establecidas algunas cosas. Ella me dio la
dirección de su tía y de su prima hermana y del escribano donde había dejado
todos los papeles arreglados a favor de ellas, que eran los únicos parientes de
sangre que tenía en el mundo. Paula llevaba dos divorcios en su haber y nunca
había tenido hijos. También me pasó los
teléfonos de su medicina prepaga, incluido el de la ambulancia. Dejó las cosas
formales en mis manos y pareció liberarse de todo.
A partir de
aquel día ya no se ocultó más.
Siguió
caminando de manera rigurosa por el borde del mar que era lo que ella más amaba
en la vida, pero también dejó de esconderse o tapar y disimular su cara. Nos
bañábamos juntos arremetiendo contra las olas y nos matábamos de la risa las
veces en que yo intentaba enseñarle surf. También comenzamos a salir por las
noches a comer en algún buen restaurant o a bailar en algún sitio de moda. Ya
no le importaba que la reconocieran.
Había dejado esa cuestión de lado.
Así estuvimos
todo el mes de Enero. Y en todo ese tiempo casi no hicimos el amor. Siempre la contenía a base de caricias y de gestos
amables y ella le alcanzaba con eso.
El primero de
Febrero a la noche tuvo un leve desmayo. Yo la lleve hasta su cama porque se
mareaba un poco.
–No me siento
bien -dijo. ¿Podrías prepararme un té?
Entonces fui a
la cocina para prepararle su adorado té verde. Se lo traje lo más rápido que
pude y cuando llegué la noté como desfallecida en la cama. Respiraba de una
forma muy distinta a lo habitual y poco a poco fue hundiendo su cabeza en la
almohada. Después dejó de respirar y enseguida murió.
Fue así que
llamé a la ambulancia y me hice cargo de todos los recaudos del caso.
Por
su propia voluntad no hubo ni velorio ni entierro. Me entregaron las cenizas y
las arrojé en el mar, tal cual me indicara, frente a su casa. Después cerré mi
departamento y le otorgué un poder a un administrador para que lo pusiera en
venta porque era muy probable que ya no volviera por allí nunca más.
Finalmente regresé
en el ómnibus a la Ciudad de Buenos Aires del mismo modo en que había llegado a finales de Diciembre del año
anterior, exactamente cuando acababa de cumplir cincuenta años y una fuerte
crisis política se abatía sobre la patria y sobre mi persona. Esta vez parecía
estar todo mucho mejor y había en el
poder un nuevo presidente que se llamaba Eduardo Duhalde.
El país había
superado su crisis y yo, al parecer, la
mía.
El transporte
se dirigió rumbo al norte, a la ciudad que amaba. No llevaba muchos pasajeros y a mí me había
tocado viajar sentado solo y en la parte trasera del autobús.
Sin embargo no
era del todo así.
Cuando me puse a mirar el asiento que estaba a
mi costado pude verla a Paula mesándose
el pelo y haciendo la misma sonrisa cómplice de siempre.
Aquella
adorada visión de su imagen me hizo comprender que hasta el final de mi vida ella
habría de estar presente en todos mis asuntos y en todos mis anhelos.
Así
en mi mente como en mis sueños,
Así
en la tierra como en el cielo.
©2013
Estaba en casa tomándome un té cuando vi tu notificación. Ahora se terminó mi té y estoy llorando por tu culpa. Ando media sensible ultimamente y ya viste el frío que hace. Ni bien te tenga a mano te mato Nes. Palabra de cordobesa.
ResponderEliminarGracias carlita. La vida tiene sus claro y sus oscuros. Igualmente es una historia de amor en la cosa atlántica argentina.
EliminarUna historia muy triste. Bastante larga para lo que se suele leer en la Internet. A mí, sin embargo, se me hizo muy llevadera la lectura. Disfruté del paisaje del mar y de los lugares donde transcurre la historia. Siempre es un gusto leerte. Gracias Néstor. Un abrazo. ANDREA
ResponderEliminarEs cierto Andrea. Salí por completo de la extensión habitual de Internet. Veremos qué opinan quienes visitan habitualmente el blog. Que disfrutes del calor de España!
EliminarEs un relato fascinante, Néstor. Se pueden ver y sentir los dos viajes en ómnibus, el bar de la calle Espora, la playa y la breve y a la vez intensa y trascendente relación con la actriz.
ResponderEliminarGracias Eytán por la visita y el comentario. Tenía una idea imprecisa de que iba a gustarte. ¡Me alegra haber acertado!
EliminarHace tiempo leí esta historia. Me fascinó y quedé deslumbrada por tu don narrativo y tu creatividad sin parangón. Hoy la vuelvo a leer y mi admiración crece. Sólo un grande se puede dar el lujo de subir una historia tantas veces como desee porque tiene la certeza de que el lector quedará hechizado; yo lo estoy. Un abrazo, Néstor tan amado. SOFIAMA.
ResponderEliminarGracias Sofy por la visita y tan bello comentario.
EliminarNéstor, esta vez leo la historia, creo, por tercera vez, si no me equivoco, y me volvés a deslumbrar. Lo que pasa es que me lo creo todo, y como es dramática lográs que me conmueva. Pero esta vez logré ver más cosas, y reparé en la construcción emotiva y reflexiva del personaje que narra, quedé fascinado con el modo en que vas dibujando con pinceladas hasta llegar al cuadro completo de la figura de ese hombre que a los cincuenta se encuentra con ese amor que nunca va a olvidar. Y eso, me parece, ocurre, porque tu personaje es creíble, el material emotivo es verosímil. También la trama merece su elogio, por lo compleja, por lo elaborada, por los vaivenes que le das, como la tabla de surf en la ola, para que el lector no pierda el interés. Y por último, aparece ese dominio, esa seguridad para conducir que ponés de manifiesto en los textos largos, algo que se siente desde el principio. Uno sabe, presiente, que el escritor no se va a equivocar de camino, y que le va a contar una buena historia.
ResponderEliminarTe mando un gran abrazo.
Ariel
Gracias Ariel. La historia tiene algunos visos autobiográficos. Es el último de los "cuentos largos" y lo escribí hace unos cuatro añós. Deseaba ambientarlo en la costa atlántica argentina. Tan cara a mis afectos. Es muy visual, es cierto. Y en estos días charlé con gente de cine que me pidió que pensará en un guión. por privado te lo voy a aclarar porque tiene algunas consideraciones sorprendentes. Otro abrazo.
ResponderEliminarMe ha encantado este cuento, que si bien es muy triste, también está lleno de paisajes del mar. Muy bueno Néstor. Disfruté mucho la lectura.
ResponderEliminarGracias Mabel!
ResponderEliminarGracias Néstor, es, como siempre, una historia que me transporta y al leerla es como si la estuviera viviendo. La narración se hace muy amena e invita constantemente a continuar la lectura. Aunque triste, me gustó el final
ResponderEliminarEs de una gran alegría para mí que visites el blog, Guille. Y adicionalmente mucho más que te guste y que disfrutes su lectura. Un abrazo.
ResponderEliminar