No era demasiado normal aquello que nos pasaba.
Yo andaba por aquel entonces con mi cuaderno azul de tapas duras, caminando por la playa sin rumbo fijo. Había recalado en aquel pueblo de la costa huyendo de las deudas y de la agitación de la gran ciudad.
En ese tiempo no existían los teléfonos celulares y por momentos abrigaba la certeza de que jamás habrían de encontrarme. No sólo mis acreedores sino también mi jefe, el secretario de redacción del mayor diario del país. Según sus propias palabras necesitaba mucho de mis crónicas. “Tus artículos son el lugar por donde respira el diario” -decía.
Y no le importaban ni mis deudas de juego, ni mi fracaso matrimonial, ni mi creciente adicción al alcohol, ni nada; a mi jefe sólo le importaba que le hiciera llegar los artículos para publicar en el suplemento del diario del domingo.
En aquel entonces tenía la grave sensación interior de haberme arrojado al vacío. Sentía que mi vida era tan solo una enigmática ecuación cuyo resultado era cero.
Mariela, en cambio, me servía vino en el parador del muelle y una pequeña ración de la pesca del día. Estaba separada, como yo, pero una profunda pena la atrapaba. Su marido se había llevado la hija del matrimonio a Australia. La secuestró, con papeles falsos, la cargó en un barco de transporte después la sacó del país y ella no pudo volver a encontrarla.
Me dijo que desde aquel día estaba muerta.
Solía tener sexo ocasional con cualquiera que le gustara y trabajaba sin importarle lo bajo de la paga. Cuando le dije quien era se asombró mucho. Supongo que le costaba asociar mi aspecto de gorra de lana, de barba de varios días y de ropa impermeable con el tipo que firmaba en el periódico.
Después de algunos días terminamos en la cama.
Yo alquilaba una pequeña vivienda cercana al parador y ella venía por las noches y después regresaba al cuarto donde pernoctaba. Teníamos sexo compasivo y salvaje. Mi vida había pasado ya largamente los cuarenta años y en ese tiempo aprendí que no importaba la edad que uno tenga y que siempre se podía conocer algo diferente.
Mariela me aconsejaba regresar, solucionar mis problemas y recomenzar la existencia que llevaba. Yo le aconsejaba acerca de algunos abogados que se dedicaban a recuperar niños secuestrados.
Pero ninguno de los dos le hizo caso al otro.
Nuestra relación pasaba por los besos dulces y apasionados, por la consagración del placer y por esa indescriptible cumbre donde la tristeza nos juntaba.
Cuando agosto terminó comprendí que de algún modo la necesitaba.
Ella acabó por mudarse a mi casa y comenzamos a compartir las horas y los siglos de nuestra desesperanza. Tenerla a mi lado me recordaba que existía otro espacio, otra dimensión y otras palabras. Y por contradictorio que parezca, también me enseñó que algún día tendría que dejarla.
Una noche, en el exterior del parador, nos sentamos juntos en lo oscuro para ver desde allí la lluvia de meteoritos. La gente del lugar conocía el fenómeno desde siempre aunque también lo había informado la NASA.
Y entonces comenzaron a caer las estrellas fugaces en la noche atlántica. Parecían luminarias, luceros y pequeños cometas. Soles efímeros que por un momento se encendían y luego se apagaban. Cientos de luces en el cielo iluminando nuestras miradas azoradas mientras deseábamos que nunca terminara aquella noche extraordinaria.
No sé explicarlo bien. No tengo una razón pero al día siguiente me fui.
Mariela me acompañó a tomar el ómnibus que me llevaba de regreso a la metrópolis. A veces no se puede seguir huyendo siempre de la propia vida que uno tiene. Le dejé mi dirección y los números telefónicos pero ella me dijo que no pensaba llamarme.
Cuando estuve en mi asiento la saludé agitando las manos y ella me beso desde lejos e hizo como si soplara ese beso en el aire.
Después el vehículo arrancó y me llevó de regreso a Buenos Aires.
Yo andaba por aquel entonces con mi cuaderno azul de tapas duras, caminando por la playa sin rumbo fijo. Había recalado en aquel pueblo de la costa huyendo de las deudas y de la agitación de la gran ciudad.
En ese tiempo no existían los teléfonos celulares y por momentos abrigaba la certeza de que jamás habrían de encontrarme. No sólo mis acreedores sino también mi jefe, el secretario de redacción del mayor diario del país. Según sus propias palabras necesitaba mucho de mis crónicas. “Tus artículos son el lugar por donde respira el diario” -decía.
Y no le importaban ni mis deudas de juego, ni mi fracaso matrimonial, ni mi creciente adicción al alcohol, ni nada; a mi jefe sólo le importaba que le hiciera llegar los artículos para publicar en el suplemento del diario del domingo.
En aquel entonces tenía la grave sensación interior de haberme arrojado al vacío. Sentía que mi vida era tan solo una enigmática ecuación cuyo resultado era cero.
Mariela, en cambio, me servía vino en el parador del muelle y una pequeña ración de la pesca del día. Estaba separada, como yo, pero una profunda pena la atrapaba. Su marido se había llevado la hija del matrimonio a Australia. La secuestró, con papeles falsos, la cargó en un barco de transporte después la sacó del país y ella no pudo volver a encontrarla.
Me dijo que desde aquel día estaba muerta.
Solía tener sexo ocasional con cualquiera que le gustara y trabajaba sin importarle lo bajo de la paga. Cuando le dije quien era se asombró mucho. Supongo que le costaba asociar mi aspecto de gorra de lana, de barba de varios días y de ropa impermeable con el tipo que firmaba en el periódico.
Después de algunos días terminamos en la cama.
Yo alquilaba una pequeña vivienda cercana al parador y ella venía por las noches y después regresaba al cuarto donde pernoctaba. Teníamos sexo compasivo y salvaje. Mi vida había pasado ya largamente los cuarenta años y en ese tiempo aprendí que no importaba la edad que uno tenga y que siempre se podía conocer algo diferente.
Mariela me aconsejaba regresar, solucionar mis problemas y recomenzar la existencia que llevaba. Yo le aconsejaba acerca de algunos abogados que se dedicaban a recuperar niños secuestrados.
Pero ninguno de los dos le hizo caso al otro.
Nuestra relación pasaba por los besos dulces y apasionados, por la consagración del placer y por esa indescriptible cumbre donde la tristeza nos juntaba.
Cuando agosto terminó comprendí que de algún modo la necesitaba.
Ella acabó por mudarse a mi casa y comenzamos a compartir las horas y los siglos de nuestra desesperanza. Tenerla a mi lado me recordaba que existía otro espacio, otra dimensión y otras palabras. Y por contradictorio que parezca, también me enseñó que algún día tendría que dejarla.
Una noche, en el exterior del parador, nos sentamos juntos en lo oscuro para ver desde allí la lluvia de meteoritos. La gente del lugar conocía el fenómeno desde siempre aunque también lo había informado la NASA.
Y entonces comenzaron a caer las estrellas fugaces en la noche atlántica. Parecían luminarias, luceros y pequeños cometas. Soles efímeros que por un momento se encendían y luego se apagaban. Cientos de luces en el cielo iluminando nuestras miradas azoradas mientras deseábamos que nunca terminara aquella noche extraordinaria.
No sé explicarlo bien. No tengo una razón pero al día siguiente me fui.
Mariela me acompañó a tomar el ómnibus que me llevaba de regreso a la metrópolis. A veces no se puede seguir huyendo siempre de la propia vida que uno tiene. Le dejé mi dirección y los números telefónicos pero ella me dijo que no pensaba llamarme.
Cuando estuve en mi asiento la saludé agitando las manos y ella me beso desde lejos e hizo como si soplara ese beso en el aire.
Después el vehículo arrancó y me llevó de regreso a Buenos Aires.
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