Nosotros Cuatro
Todo empezó en el mes de Junio, justo en el día de mi cumpleaños. Yo había bajado a los andenes del Subte de Buenos Aires con la intención de viajar hasta el centro de la ciudad.
En aquellos años la gente era más formal que ahora.
Muchos viajaban abrigados debido al invierno, las mujeres bien arropadas y ciertos hombres de edad con el sombrero puesto. En cambio yo era un hippie, algo así como un desclasado. Un mirado de reojo por la gente formal. Un pendejo adolescente, un don nadie. Una especie de lumpen, aunque en el fondo tal vez no lo era demasiado.
Recuerdo perfectamente aquel día. No sólo por ser el día de mi cumpleaños sino porque se rumoreaba que en los kioscos de los andenes se estaba vendiendo Cien Años de Soledad. La editorial Sudamericana de Argentina había sacado a la luz la primicia mundial. Pero la verdad es que nadie en el mundo sabía nada de eso. Tan solo lo sabíamos acá. Y en el boca a boca furibundo de los lectores la ola de anhelos crecía y todos queríamos tener nuestro ejemplar. Un pequeño carro de dos ruedas llegó en ese momento con una caja de cartón y dentro de la caja la novela. Hubo varias personas que se acercaron al comercio y la exigieron a voz en cuello al vendedor que les entregara una.
Buenos Aires era tan maravillosa en ese entonces que salí con el libro al nivel de la calle y casi lloré. Había pasado varios meses recluido en una casa en el campo con esa angustia tan particular de sentir que a uno algo le oprime el pecho y no sabe bien qué es. Pues bien, a mí me había faltado Buenos Aires. Y allí estaba mi ciudad adorada, con sus fachadas europeas, con el riel de sus tranvías que ya no funcionaban y con la magia de lo inexpresable.
Yo siempre comprendí (aún desde joven) que la literatura se trataba solo de lo inexpresable. Y que nunca terminaríamos por escribir lo que en verdad sentimos en el alma. Tenía por entonces el propósito certero del cuaderno y de la estilográfica, y también de la Olivetti Lettera 22 que me había comprado con un dinero que me prestó mi padre.
Pensaba desde un primer momento en escribir historias del ayer que algún improbable lector acabaría por leer mañana. Al igual que ésta que ahora emprendo y que no sé si un día llegará a terminarse.
Si existe algún dios de la literatura ese es precisamente Jano. Su mirada bifronte lo dice todo. Uno mira y es mirado desde todas partes.
A mí me estaba esperando emboscado en una esquina.
Yo era joven, apasionado y con muy poca noción de las cosas.
Ahora que el tiempo pasó, todavía no me explico como estoy vivo y porque no me mataron. Era millonario en inconsciencia. Tenía los bolsillos llenos de intolerancia. Pero también rebosaba de una juventud inagotable. No sé si viene al caso pero todavía recuerdo aquellas tensiones interminables que solía tener por las mañanas. Ser joven es una profesión de fe. No se tiene ninguna escapatoria. Uno ama a la vida con furia pero nunca se imagina que la propia vida le está ocultando algo. Una cosa increíblemente grave y muy triste y que recién se lo dirá con el paso de los años.
Algunos meses atrás había muerto Oliverio Girondo. Daniel tenía como una obsesión por él. Yo no tanto. Daniel me decía: “La literatura debe exaltarte. Y si no te exalta ¿Para qué sirve la literatura?” Era una posición de principios, algo de lo que era imposible hablar con él. Se lo aceptaba o se lo negaba. No había ningún término medio en ese tipo de frases. Y yo luego aprendí, aunque en realidad me lo enseñaron los años, que cuando uno adopta una posición de principios lo debe de hacer de viejo, en los momentos que el horizonte de la vida se ha convertido en tan estrecho que se está seguro de todo y que no se duda de nada. Hablar de blanco y negro siendo joven es un verdadero disparate. A mí no me gustaba mucho Oliverio Girondo. Daniel, al contrario, le llevaba cada tanto flores a su tumba de la Recoleta.
Marisa, en cambio, desconfiaba tanto de Daniel como de mi persona. Llevaba el pelo hasta la altura de los hombros. Un pelo lacio y oscuro que le otorgaba un aura de maravilla. Se peinaba generalmente con flequillo y tenía una nariz pequeña y respingada, de esas que a mí me han hecho cometer tantos errores en la vida. Ella era artista plástica, pero es una forma de decir. Yo nunca supe en realidad lo que ella era. Supuestamente, la novia de Daniel, aunque no sé si la palabra novia resulta la adecuada. Ello tenían sexo abiertamente y los “novios” de aquellos años también lo teníamos, solo que lo disimulábamos un poco.
Íbamos en general al Instituto Di Tella, que estaba en la calle Florida. Casi siempre llegábamos los tres juntos. Así nos aparecíamos por todos lados. Aquel lugar tan especial estaba en lo que entonces se llamaba “La Manzana Loca”. Pero el centro neurálgico y donde nos gustaba estar era el Bar Moderno de la esquina de Paraguay y Maipú. Daniel se había teñido el pelo de rubio pero conservaba sus bigotes marrones, que era bastante excéntrico para esos años. Yo llevaba el pelo largo pero lo ocultaba debajo del cuello de la camisa y Marisa usaba siempre una especie de túnica o de vestido hindú que gustaba de comprarse en la Galería Internacional del Once. Una vez fuimos a ver Libertad y Otras Intoxicaciones al Di Tella y durante la función dos varones y dos mujeres se besaron en escena. La mujer con la mujer y el varón con el varón. Al salir, y mientras tomábamos un café en el Bar Moderno se nos ocurrió repetir la escena pero, claro, faltaba una mujer, éramos tres y no cuatro.
Ese día Marisa se ofreció a ser la novia de los dos pero a Daniel no le gustó demasiado la idea. A mí tampoco. Lo cierto es que a partir de ese día la creencia de que yo debía de tener una novia fue rondando en la cabeza de los tres durante varias semanas. Hasta que finalmente conocí a Luciana.
Ella era la hija de un inmigrante italiano que había llegado al país unos diez años atrás, cuando promediaba la década del 50.
Luciana siempre decía que su padre había sido “el último inmigrante”. Que luego de él ya no había arribado nadie más desde Italia. Lo decía con algo de sorna pero no por eso dejaba de ser cierto. Europa comenzaba a recuperarse de la guerra y Argentina, en ese tiempo, declinaba. El hombre tenía una fábrica de sandalias en el barrio de Pompeya y Luciana cada tanto le regalaba a Marisa un par de esas sandalias. Eran perfectas para sus vestidos hindúes. La primera vez que intimamos me dijo que me adoraba y que yo tenía el pelo tan largo como sus ilusiones. A mí me dieron ganas de morderla, con suavidad, pero bien fuerte y pasamos una noche de locos en la cama, que luego se extendió al resto del tiempo y que casi dura una semana.
A partir de aquel día fuimos los cuatro juntos a todas partes. Pero Luciana no usaba vestidos hindúes. Luciana usaba unas minifaldas que conmocionaban al planeta tierra. A veces debía de ponerme fuerte ante cualquier agresión para poder defenderla de las provocaciones de algunos desubicados.
Nos gustaba fumar porros juntos a los cuatro en la casa de Daniel, del barrio de Caballito. Estábamos allí escuchando a Bob Dylan como si estuviéramos alucinados. La yerba era de origen colombiano y Daniel la conseguía en el propio Bar Moderno. Se la compraba a uno de los mozos. Una vez Marisa dijo:
–Pues bien, ya están dadas las condiciones. Vamos a besarnos los cuatro.
Y si bien parecía algo medio insólito nos preparamos para hacerlo. Empezamos por lo fácil. Daniel la besó a Marisa y Luciana se colgó de mi cuello y me dio un beso que me dejó sin aire. Hasta ahí todo estaba bien, pero luego Daniel fue decidido a besarla a Luciana y estuvo varios segundos apretando sus labios. Después yo me acerqué a Marisa, le besé la punta de su nariz respingada y ella me mordió los labios. No había manera de dar marcha atrás. Quemamos las últimas pitadas del porro, Marisa y Luciana se besaron con una facilidad asombrosa y luego Daniel se acercó y me beso en los labios, algo ciertamente raro y que no entendí muy bien. Se puede decir que hasta ese momento era todo normal, tan solo que Marisa se arrimó a Daniel y a mí y luego comenzamos a besarnos los tres en un triple beso extraordinario. Luciana se fue acongojada hasta el balcón y pareció estar llorando.
–The times, they are a changing –cantaba Bob Dylan en el combinado.
Pero no eran aquellos tiempos precisamente fáciles. No sé lo que pasó, no lo tengo demasiado claro. Pero a partir de aquel día Luciana comenzó a alejarse bastante de mí. Tuve que seguirla a todas partes. Ella en verdad me importaba. Era dulce, tierna y cambiante. Tenía un aire a Marianne Faithfull que a mí me importaba. Sin embargo, comenzó a dudar mucho después de aquel beso entre los cuatro. Se retraía. No me contestaba las llamadas y viajaba mucho a Villa Gesell, una localidad balnearia de la costa donde su padre estaba levantando un pequeño hotel para el turismo.
Y yo no tenía ninguna intención de dejarla.
Marisa se burlaba de mí cuando me encontraba melancólico y solo en algún rincón. “¿Qué le ves a esa mina?”, me decía. “Yo soy mucho más linda que ella”. Y en cierto modo tenía razón. “Vos nunca serás mía, Marisa”, le contestaba con desgano. “Nadie es de nadie”, me replicaba lapidaria. Pero lo suyo era un eufemismo. En su interior dudaba de que semejante frase fuera cierta. Yo hubiera aceptado de buen grado que ella fuera mía y quitársela a Daniel. Sin embargo Marisa tenía otras ideas al respecto. Le alcanzaba con el equívoco y con la ambivalencia.
Argentina era un volcán, pero un volcán que no explotaba. Todo estaba latente, al igual que la inconsciencia de las cosas. En el Di Tella actuaba Nacha Guevara y pronto se vendría el Cordobazo.
Daniel me trajo en aquel tiempo un manuscrito de casi doscientas hojas escritas en un libro contable. Lo había robado en el trabajo y le sirvió para volcarse a su primer intento literario. Era una especie de libro de actas, supongo, originalmente, pero no tenía renglones. Eso obligó a Daniel a un enorme esfuerzo caligráfico para poder seguir la escritura en línea recta. Lo que me asombró en un principio era que tenía muy pocas correcciones. O mi amigo era un genio o aquello era un desastre.
“Es la historia de un hombre que se convierte en larva”. Me dijo con inusitada seriedad. “Vive en el suburbio, en Lanús, y todo en su vida es oculto o larvado, por eso se convierte en larva”. Yo le contesté que aquello me traía cierta reminiscencia de La Metamorfosis y de Kafka pero el descartó esa relación por completo. Cuando le pedí que me lo deje para poder leerlo contestó:
–No te lo puedo dejar porque todavía no lo he terminado.
Luciana, mientras tanto, estaba en Gesell, en el hotel de su padre. Yo finalmente logré hablar con ella y terminó por invitarme al hotel. Era carnaval y la Villa estaba repleta. Ella me consiguió lugar en una especie de bohardilla que había en el cuarto piso, lo que resultaba para mí por completo inaceptable. El hotel tenía tres pisos, por escalera. Y la bohardilla del cuarto era casi inaccesible, no tenía puertas y se debía entrar por una escalera vertical de madera. Su techo era prácticamente el armazón de las tejas del edificio y constaba de una pequeña cama, un ropero y una mesa de luz. Supuse que se estaba vengando de mí, por alguna razón que desconocía, pero luego me di cuenta que su verdadero objetivo era tenerme allí para practicar sexo todas las noches. Residencia gratis en Gesell a cambio de un poco de locura sexual nocturna y desenfrenada. El trato no era del todo malo así que enseguida se disipó mi enojo.
Una madrugada salimos juntos de La Mosca Verde, atravesamos el Pinar y terminamos en la playa.
La luna del Atlántico le bañaba la mirada.
–Vos estás muy comprometido con ellos dos. –me dijo mientras encendía el ultimo porro que me quedaba en el bolsillo. –Solamente ves las cosas a través de un prisma. Y el prisma tiene nombre. Marisa y Daniel.
Yo preferí no contestarle nada.
No entendía demasiado bien lo que me estaba queriendo decir. O acaso no me convenía entenderlo. Nos metimos dentro de una carpa y luego de cada pitada le quitaba una prenda de la ropa. Cuando estuvo casi desnuda le dije: “Hoy no vas a gemir, hoy vas a gritar como una loca”. Y así estuvimos aquella madrugada en la carpa del balneario. La acariciaba desnuda sobre la arena porque de ese modo me parecía más sensual. La arena en su piel trastocaba mis sentidos. Tenía el propósito machista de dejarla muerta. De que recordara en el futuro que nadie le había hecho el amor como yo en aquella noche. Un propósito un poco absurdo ya que las mujeres nunca sueltan prenda de estas cosas.
Luego escapamos a tiempo de allí, pocos minutos antes de que pasara el guardián del lugar con una linterna en la mano.
En Buenos Aires, mientras tanto, lloviznaba.
Eso me dijo Daniel por teléfono cuando por fin logré comunicarme. Aguardé más de una hora para hacerlo mientras esperaba en la larga fila de la cooperativa telefónica.
Después todo terminó.
Marisa fue ingresada en una clínica para desintoxicarse y Luciana enviada por sus padres a Italia. Daniel cayó preso por vender droga y yo me quedé solo en la ciudad de Buenos Aires.
Nadie sabía bien lo que iba a pasar en el país. Las cosas se estaban poniendo cada vez más violentas y como no tenía otra cosa que hacer me la pasaba leyendo y releyendo el libro de García Márquez.
Finalmente comprendí lo que era aquello de “ser adulto” y supe de manera inevitable que mi vida en el futuro no sería otra cosa que una serie de interminables concesiones.
Jano finalmente había dado conmigo.
Los Beatles se habían separado y yo logré conseguir trabajo en un teatro.
Los años comenzaron luego a pasar y entonces me fui olvidando de a poco de nosotros cuatro.
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Cuanta nostalgia, gracias Jano por hallarlo.
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