lunes, 10 de abril de 2023

En el año 2003


 

Aquella vez, en una de las mesas alejadas del Petit Colón, ella me dijo que nunca imaginó que su corazón podría latir tan fuerte por alguien que no fuera su marido.

Era el año bisagra del 2003 y aún era presidente Eduardo Duhalde. Yo no quise darle intensidad dramática a lo que sucedía pero a mí, la verdad, me pasaba lo mismo. Su nombre era Adriana y hoy, que comienza a aproximarse, de a poco, mi vejez, muchas veces me pongo a pensar en ella.

            Lo nuestro incluyó de todo un poco. Fue una mezcla de inconsciencia y de suerte, de lapsos breves y situaciones increíbles y precisas que con el tiempo se fueron dando a nuestro favor y ayudaron a que todo pasara sin dolor y sin escándalo.

            Yo andaba en los cincuenta años y ella era un poco menor. Los dos casados y sin ningún conflicto aparente con nuestra pareja. Si me lo preguntan ahora diría que no sé bien lo que pasó. Teníamos trabajos diferentes  pero dentro de un mismo edificio. Ella era asistente del gerente general de una empresa que no voy a nombrar y yo secretario adjunto en una oficina del Poder Judicial.

            Ambos teníamos un buen pasar y buenos ingresos.

            Nos conocimos un día en que compartimos una mesa en Edelweiss que era el lugar donde íbamos a almorzar. Ya no quedaba lugar libre y decidimos convenir en sentarnos juntos en una pequeña mesa.de la parte de atrás. Ella realmente tenía una conversación encantadora y una fuerte cultura general. Resultó un momento agradable y al final elegimos diferentes  postres, yo, panqueque con dulce de leche y ella budín de pan.

Lo recuerdo como si fuera ahora, aunque es algo en verdad singular.

Me refiero al recuerdo y al uso que los humanos solemos hacer de él. Es como un juego dentro de la mente que privilegia algunos hechos, en este caso los postres y cubre de niebla todo lo demás.

Adriana era una mujer deslumbrante, aún para mí, un tipo supuestamente “bien casado” para la mirada de la sociedad.

Ella había nacido en Bahía Blanca y algunos avatares la hicieron recalar en Buenos Aires. Aunque en realidad era originaria de Monte Hermoso, lugar donde pasó su niñez. Nunca llegué a establecer  una relación geográfica entre ambos lugares, aunque sabía que estaban cerca el uno del otro.

Algo sucedió, sin embargo, en aquel tiempo; bastante bien específico y bien concreto: yo sentí que al haberla conocido, y de una manera inesperada, algo había cambiado en mi interior para siempre.

Fue así que al día siguiente de aquel encuentro, aún cuando había mesas libres, y de manera un tanto virtual, volvimos a almorzar juntos en Edelweiss. Y así también los días siguientes. Una motivación intensa nos llevaba a estar juntos y compartir esas charlas del mediodía. Algo tácito y sobreentendido que no queríamos (ni podíamos) evitar. Tal es así que luego de una semana, y para disipar sospechas de compañeros de trabajo que comían en otras mesas, decidimos cambiar de lugar y encontrarnos en el Café Paulín, a unas seis cuadras de allí. Un lugar distinto, sin mesas y con una barra espectacular que a veces impedía nuestros intercambios de miradas ya que almorzábamos sentados de costado uno con el otro.

Eso trajo, de todos modos, también una cierta intimidad y a veces ella solía apoyar su cabeza en mi hombro.

Fueron, para los dos, tiempos inaugurales que no pudimos evitar.

Un buen día terminamos juntos en un hotel de la avenida Independencia. Fuimos en su auto y planeamos las cosas con todo detalle, manejamos el tiempo casi al minuto y entonces salimos airosos. Éramos bien conscientes de lo que estaba pasando. Y aunque nos dominaba la pasión ella y yo sabíamos que no podíamos cometer el más mínimo error. Todos los convencionalismos del mundo nos cercaban. Y también la ética o la moral, por supuesto.

Después de aquel mediodía en el hotel tuvimos una larga conversación.

Fuimos a tomar café a un bar cercano y estuvimos bastante tiempo allí. A los dos nos costaba elaborar lo sucedido y ponerlo en palabras. Yo sentí que estaba loco por ella pero en ningún momento se lo dije. Pensaba en mi mujer, en mis dos hijos en la facultad y en mi matrimonio, pero no estaba al tanto de lo que pensaba Adriana.

Sabíamos del riesgo que corríamos, eso es cierto. Aunque la verdad fue que no pudimos resistir la atracción del uno por el otro. Y pronto elaboramos un plan de circunstancias y horarios que permitiera encontrarnos una vez por semana. Algo planeado y casi perfecto pero que debía cumplirse al pie de la letra.

Fue fascinante de verdad.

Para mí es difícil poder olvidar aquel primer semestre del 2003 y siempre voy a recordarlo.

Entre ella y yo sucedía algo casi perfecto. Estábamos transgrediendo muchas cosas y a ninguno de los dos nos importaba. Tanto su vida “oficial” como la mía seguían exactamente igual pero en nuestros encuentros el mundo estallaba.

Hubo alguna vez que intenté decirle cosas románticas, algún te amo, o cosas por el estilo, ya que sentía que algo se derrumbaba en mi interior al estar con ella.

Sin embargo me pareció mejor no decirle nada. En ese tiempo me cuestionaba a mí mismo porque no estaba seguro si era un tipo sensato o un cobarde.

Una tarde de Junio me comentó que su esposo había enfermado gravemente y que iba a resultar difícil vernos. Pocos días después el hombre falleció.

Yo sentí una gran empatía con su dolor y mucha angustia al no poder comunicarme con Adriana. Teníamos limitaciones recíprocas en nuestros teléfonos y en los celulares y entonces estuve casi una semana sin verla.

Todo se fue haciendo de gran ansiedad para mí hasta que un mediodía volví a encontrarla en Edelweiss como la primera vez. La vi llegar entre la gente y casi me puse a temblar un poco. Me acerqué le di un beso y también mi pésame. Ella me sonrió y fue a sentarse a una mesa con dos compañeras de trabajo.

En ese momento decidí dejar que el tiempo pase, porque me parecía que era lo mejor. No sabía bien qué decisión tomar. Al verla y notar el dolor que se traslucía en su mirada se me rompía el corazón pero no sabía, de todos modos, qué cosas decirle al hablar con ella ni de qué manera abordarla.

Adriana también mantenía conmigo una cierta distancia. Era amable en el encuentro pero nada más y lo que yo en realidad deseaba era tener una reunión y poder charlar acerca de las cosas que pasaron, y expresarle mis sentimientos y también escucharla.

Una tarde me crucé con ella caminando por la calle en las cercanías del trabajo. La sorpresa impidió mi reacción pero Adriana me abrazó muy fuerte durante un largo rato. Fuimos a charlar a la mesa de un bar cercano.

Ella estaba devastada. La muerte de su esposo la había sumido en una profunda depresión, pero no exactamente clínica sino “humana”, cómo me dijo mientras charlábamos. En su interior sentía una oscura culpa por la infidelidad que había cometido y también dolor por la muerte del esposo y padre de su hija.

Yo traté de escucharla el mayor tiempo posible porque no sabía en verdad que decirle. Tenía dentro de mí dos hombres. Uno me aconsejaba que dijera cuánto  la amaba y otro que mantuviera la boca cerrada.

Finalmente me dijo que se volvía a su Monte Hermoso natal. Su herencia y los bienes del matrimonio facilitaban la decisión. Ella era libre y la hija estudiaba en Europa. Y aunque no estaba segura de lo que iba a emprender, pensaba que alguna actividad que la hiciera feliz iba a encontrar allá. Decía que se sentía incapaz de seguir viviendo en la gran ciudad.

Yo lo acepté con naturalidad, aunque ella, claramente, no necesitaba que yo le aceptara nada. Así que luego de la charla la acompañé hasta la puerta de su empresa y allí le pregunté:

- ¿Seguro que no vas a volver a Buenos Aires?

- No lo sé –respondió- acaso en Noviembre, cuando florece el jacarandá.

Después entró caminando al edificio y ya no volví a verla nunca más.

Todo esto sucedió en el año 2003 cuando  la conocí aquel mediodía en Edelweiss y todavía era presidente Eduardo Duhalde.

            Los años pasaron luego como suelen pasar. La vida mostró el desfile impúdico de triunfos, fracasos, dolores y placeres para tipos que tienen mi edad. Y la impiedad de las cosas hizo, mientras tanto, un callado anuncio del cercano final.

            Yo hice lo que pude y fui manejando las imágenes del de una manera un tanto eficaz. Los recuerdos se hicieron amigables y de algún modo logré encontrar en mi vida la paz.

            Pero  a Adriana nunca la pude olvidar.

 

 

                                                                                                                  ©2023

 

5 comentarios:

  1. Aquí tus lectores estamos muy felices del regreso. Nuevamente un cuento dónde se transmiten imágenes cotidianas que en tu prosa se vuelven gigantes. Un placer leerte!

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  2. Gracias por tu visita!

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  3. Genio! Un placer leerlo.💓

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  4. Hola, Néstor.
    Cuando en el mundo de Internet uno se topa con un texto en prosa, se pone contento. Y si lo que lee le resulta familiar, como escrito por alguien a quien recuerda bien y con mucho cariño, se pone más contento todavía.
    Nada que decir del relato que no sea redundante con los comentarios de hace unos años atrás. Sugerente, armonioso, melancólico, porteño sobre todo. Y por detrás, la mano segura que maneja la narración con la pericia del oficio.
    Una alegría para mí estar nuevamente por acá para leer tus cosas.
    Un abrazo.
    Ariel

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  5. Que hermoso leer este cuento anónimo, Gracias!

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