La historia que sigue es real. Ni siquiera los
nombres han sido cambiados. Sucedió hace algunos años en el Bajo Flores, en los
tiempos en que todavía circulaba el tranvía.
Raúl Negrete tenía por entonces 25 años. Era un
joven apuesto y muy atildado, acostumbrado a la pulcritud y al peinado a la
gomina. Trabajaba de conductor de la línea 76, que circulaba por entonces a lo
largo de la calle Varela y cuya terminal estaba en Retiro.
Raúl amaba tanto su trabajo como a la ciudad
donde vivía.
Muchas veces solía abstraerse, casi embriagado
por el monótono sonido del metal y de las ruedas y contemplaba absorto las
fachadas de arquitectura italiana y francesa que jalonaban el recorrido del
tranvía. Otras veces se ocupaba de cuestiones de carácter más mundano y
entonces solía escrutar en ambas veredas a las innumerables y hermosas mujeres
que circulaban por la ciudad durante el día. Raúl era un hombre que tenía mucho
éxito. Su figura esbelta y atildada al mando del transporte resultaba
irresistible a las miradas femeninas.
Estaba casado desde muy jovencito con la menor de
las cinco hijas mujeres de un matrimonio de inmigrantes sicilianos. La joven se
llamaba Lucía y era de la misma edad de Raúl. Una mujer de carácter muy
introvertido que trabajaba de costurera en la fábrica textil más grande del
barrio. Lucía no había logrado darle hijos a Raúl y – como era habitual en ese
entonces – todos consideraron que la causa de la imposibilidad residía en ella.
La chica era retraída y de algunas costumbres un tanto exóticas. Tenía, por
ejemplo, de mascota, una iguana. Un animal de unos 60 centímetros de largo que
le regaló su hermana mayor cuando fue a visitarla a Santiago del Estero.
Raúl detestaba a la iguana porque le producía
repugnancia pero sus protestas no llegaban ni siquiera a inmutar a Lucía.
Ambos vivían en una casa de la calle Castañón que
se hallaba al costado de una fábrica abandonada. La casa había sido pensada en
un principio para que vivieran los cuidadores del predio pero la rápida quiebra
de la empresa anuló ese propósito. Raúl había logrado alquilarla gracias a las
influencias de un amigo de su padre que trabajaba en Tribunales. Fijó allí su
domicilio al casarse con Lucía cuando ambos ni siquiera habían cumplido veinte
años. Luego, el paso del tiempo y también una gran cantidad de controvertidas
presentaciones judiciales hizo que no tuviera a nadie a quien pagarle el
alquiler. Ejerció entonces de hecho la ocupación y el dominio de la propiedad a
lo largo de esos primeros años del matrimonio cuando intentó, sin éxito, tener
un hijo con Lucía.
Vivían distanciados a más de doscientos metros
del vecino más cercano y todo el lateral de la vivienda daba la espalda al
larguísimo y lúgubre paredón trasero del Hospital Piñero.
Sus primeros años de casado habían sido tan feliz
como los de cualquier pareja pero la falta de la llegada de un hijo y las
continuas infidelidades de Raúl fueron enturbiando la relación hasta hacerla
sombría. Pronto dejaron de hacer el amor y al final casi ni se dirigían la
palabra.
Lucía se refugiaba mucho en las tareas de la
fábrica donde su rendimiento era superior al de cualquier compañera de trabajo.
De regreso a la casa preparaba sencillas comidas que a veces Raúl ni siquiera
probaba. En otros momentos escuchaba la radio o hablaba un largo rato con la
iguana mientras la acariciaba y la tocaba incitándola a jugar con ella. Después
se daba una ducha y casi siempre se acostaba temprano.
En la primavera del 44 Raúl notó que algunos
cambios extraños se habían comenzado a producir en la casa y sin embargo no les
dio ninguna importancia. Estaba por entonces como hipnotizado por la relación
que mantenía con una rica mujer del Barrio Norte. Con ella frecuentaba los
salones elegantes del centro donde se bailaba tango y se bebía champagne. Un
mundo de alhajas y de automóviles nuevos al que había accedido por la ventana
pero de la mano de una amante generosa y ardiente.
Lucía había hecho cambiar el cabezal de bronce de
la cama por otro de hierro forjado, mucho más grueso y más pesado que luego
hizo empotrar directamente en la pared. También ordenó cerrar con ladrillos una
claraboya del dormitorio y luego compró una cama de una plaza que instaló en la
misma habitación donde estaba la iguana.
Raúl, por esos días había renunciado a su trabajo
en el tranvía. Solo se mantenía por el dinero que le daban sus amantes y si
bien solía dormir muchas veces fuera de su casa en general optaba por regresar
a la vivienda, cuya dirección – por otra parte– mantenía oculta a sus amigos de
juergas ya que a Raúl le avergonzaba vivir allí.
En el verano murió su padre y Raúl se sintió mas
solo que nunca pero por alguna razón que no tenía muy clara, siguió viviendo
con su mujer. Tal vez era el peso de la presión social, que desaprobaba el
divorcio o tal vez el miedo de volcarse para siempre a un ambiente en el cual
no dejaba de ser un extraño.
Una mañana de otoño se despertó con un intenso
dolor de cabeza. Miraba el techo y le daba la impresión que giraba lentamente
en derredor suyo. Se sentía obnubilado y no comprendía muy bien lo que pasaba
ya que la noche anterior había bebido apenas lo necesario. Intentó entonces
mesar sus cabellos y frotarse los ojos como hacía siempre al despertarse pero
una pesadez en las muñecas le venció los brazos. Con asombro y espanto comprobó
que dos gruesos grilletes rodeaban sus manos y la desesperación lo hizo
entonces levantarse de un salto. Estaba encadenado al cabezal que Lucía había
hecho empotrar en la pared por dos cadenas de unos cuatro metros de largo.
– ¡Lucía! – Gritó – ¡Qué significa esto!
Y un hondo silencio respondió a sus palabras.
Raúl entonces gritó varias veces sin que nadie
respondiera al llamado de su voz angustiada.
Desesperado por la situación, tiró varias veces
de las cadenas que lo aprisionaban, se arrojó contra la pared y saltó sobre la
cama. Media hora estuvo así, yendo de un lado al otro como un autómata hasta
que al fin se tiró extenuado sobre el piso mientras lloraba de furia e
impotencia por todo lo que le pasaba.
Dominado por el descontrol, Raúl estuvo otro largo
rato tratando de aquietar los latidos del corazón y la confusión de su cabeza
hasta que al fin consiguió tranquilizarse un poco.
– Tengo que pensar con claridad. – se dijo a sí
mismo en voz alta y casi deletreando las palabras.
– Esto que pasa es muy raro! –repitió luego
mientras que notaba que, contra su voluntad, se le iban cayendo algunas
lágrimas
Raúl entonces sintió la misma necesidad de orinar
de todas las mañanas y al ir a hacerlo comprobó que la longitud de las cadenas
que lo aprisionaban eran del largo necesario como para que pudiera transitar
tan solo entre el baño y la cama, ya que a partir de allí, la fuerza del metal
le impedía llegar a cualquier otro lugar de la casa.
Al atardecer llego Lucía.
Cuando Raúl notó que su esposa estaba en la casa la
llamó dando fuertes gritos. Ella, sin embargo, parecía no escucharlo y llevaba
adelante la rutina de siempre, utilizando ahora la ducha de un pequeño
sanitario que había en el frente de la casa y al que había agregado un calefón
a querosene para entibiar el agua. Mas tarde preparó comida haciendo caso omiso
de los gritos de Raúl y le alcanzó parte de lo preparado con el palo de una
escoba para así poder permanecer lejos del alcance de su marido. Cuando Raúl
vio la bandeja se enfureció todavía más y la pateó con tanta fuerza que la
comida voló por el aire y la jarra de vidrio del agua estalló en mil pedazos.
– Voy a gritar yegua puta –dijo Raúl – Voy a
gritar tan fuerte que no vas a poder dormir. Voy a gritar – agregó – y algún
vecino va a escucharme. Entonces vas a ir presa por loca y por desalmada. Voy a
gritar toda la noche. ¡Te lo aviso!
Lucía lo miró con indiferencia y hasta pareció
(pero no lo hizo) que iba a esbozar una sonrisa. Luego se retiró y cerró la
puerta del pasillo que la aislaba de Raúl. Una vez en su habitación, la joven
mujer se dedicó durante un par de horas a escuchar los radioteatros que tanto
le gustaban. Tenía el volumen de la radio algo elevado por sobre su nivel
habitual y así evitaba escuchar los gritos del hombre al que mantenía prisionero
pero en ningún momento pareció molestarse.
Cerca de las diez de la noche se fue a acostar.
Lucía llevaba puesto en la oportunidad los
auriculares de insonorización que utilizan quienes trabajan en la fábrica junto
a máquinas muy ruidosas. También había encendido los motores del viejo grupo
electrógeno para que taparan por la noche los gritos y alaridos de Raúl aunque
esto último, en realidad, no era muy necesario ya que el vecino más cercano se
hallaba a mucha distancia.
Después Lucía se durmió.
Raúl, por su parte gritó todo lo que pudo y hasta
que se lo permitieron sus cuerdas vocales y a medianoche, conmocionado y exhausto,
también se quedó dormido.
Al día siguiente la rutina se repitió tal como si
fuera un calco de la anterior. Se repitieron los gritos de Raúl, las amenazas y
el rechazo de la comida. También se repitió el silencio de Lucía.
Una semana duró todo eso.
Al octavo día Raúl apenas podía levantarse de la
cama. Su cuerpo estaba tan débil que la única fuerza de la que disponía la
utilizaba para ir hasta el baño y beber del agua corriente. De tanto gritar le
habían salido nódulos en las cuerdas vocales y por eso había perdido el habla.
Raúl bebía porque el agua fría calmaba la inflamación de su garganta y es
probable que eso lo haya salvado de morir deshidratado.
La imposibilidad de gritar por su vida, tal como
lo había hecho durante esa primera semana, le obligó a cambiar de actitud ante
el encierro. Trató entonces de controlar la impotente furia que lo dominaba y
comenzó a aceptar la comida, la muda de ropa y las sábanas que Lucía desde
lejos le alcanzaba.
Luego de un mes en esas condiciones Raúl sintió
que parte de sus fuerzas regresaban. También noto que había recuperado el habla
aunque de todos modos prefirió no volver a gritar ya que lo consideraba un
intento desesperado e infructuoso. Decidió entonces comenzar un trabajo de
seducción sobre Lucía para conseguir que ella lo liberase. Le habló con voz
dulce , la instó a que recapacitara y le rogó que terminara con aquella
situación pero lo único que consiguió fue más silencio.
Todo aquel verano estuvo Raúl intentando
convencer a su esposa con ruegos y palabras. Hubo veces que imploraba como si
fuera una letanía y ella, no obstante, lo ignoraba.
Sin radio, sin periódicos, sin calendario y sin
contacto con el mundo Raúl comenzó lentamente a perder los vínculos con la
realidad. A veces hacía ejercicios físicos y flexiones. Otras se dedicaban a
raspar los grilletes contra la pared para intentar (sin éxito) desgastarlos. Y
a menudo dormía en un sueño leve, una especie de sopor que mezclaba realidad y fantasía,
un estado de conciencia intermedio entre el sueño y la vigilia que le ayudaba a
superar el dolor del cautiverio.
La llegada de las fiestas de Navidad y Año Nuevo lo sumió en una nueva
depresión. Percibió los festejos a la medianoche cuando escuchó a la distancia
las explosiones de los fuegos de artificio ya que Raúl, en realidad, no sabía
muy bien en que día estaba viviendo. Luego se recuperó otra vez y estuvo todo
el verano del 45 haciendo ejercicios en el dormitorio.
Lucía por su parte seguía su rutina invariable.
Incluso rechazó el beneficio de tomarse vacaciones. Vivía recluida en su mundo
interior y nada sabía de las nuevas conquistas laborales que alentaba por
entonces un coronel que estaba a cargo de la Secretaría de Trabajo.
Cuando llegó el otoño Raúl no se reconocía a si
mismo en el espejo. Tenía la barba tupida y el pelo largo y había adelgazado
casi diez kilogramos. Justamente él, que siempre había llevado el cabello corto
, acicalado y prolijo y daba ahora la impresión de ser un pordiosero.
Una tarde Lucía le acercó una tijera junto con la
comida y la toalla. Era bastante filosa y Raúl fantaseó durante el resto del
día con la idea del suicidio. Pensaba en la sangre tibia recorriendo sus brazos
y saliendo de las muñecas a borbotones y se ilusionaba con el sueño dulce y
definitivo que lo esperaba.
Sin embargo lo único que hizo fue cortarse las
uñas de las manos y en especial las de los pies, que estaban largas hasta el
exceso. También la utilizó para cortarse a si mismo el pelo y la barba lo mejor
que pudo.
Ese otoño comenzó a hacer ejercicios de gimnasia
mental y memoria. Con el tiempo consiguió fijar en su mente una lista de hasta
cuatrocientos objetos, estableciendo una relación entre cada uno de ellos y la
serie de los números naturales. No hizo la lista mas extensa porque no quiso ya
que podría haber llegado a quinientos e incluso a mil. Jugaba con números y
letras y armaba grandes crucigramas mentales. Una tarde intentó recordar cada
día de su vida retrocediendo en el tiempo desde la noche en que Lucía lo
encadenó. Esa tarea mental le llevó varios días pero debido a su perseverancia
Raúl pudo llegar con sus recuerdos hasta casi un mes atrás del día de la
desgracia.
En el invierno se sentía un pichoncito de algo
extraño y hasta por momentos no sabía muy bien quien era. Lucía le había
alcanzado algunas frazadas pero el sentía frío, mucho frío. Se acurrucaba en un
ángulo de la habitación y allí se quedaba sentado durante varias horas, cubierto
por las mantas.
Una mañana se miró en el espejo del baño y notó –
con el poco asombro que le quedaba – que su pelo se había vuelto totalmente
blanco de un día para el otro.
Nunca supo cuanto duró el invierno del 45, ni siquiera lo que ocurrió
en el país o en la guerra en Europa. Nunca llegó a saber lo que sucedía a
apenas ciento cincuenta metros de donde se hallaba. Todo transcurrió para él
como en una nebulosa. Una especie de nube vital en la que dormía y respiraba y
que lo envolvía a cada instante de su cautiverio.
Tanto es así que tardó más de 24 horas en
percatarse que Lucía le había dejado la llave de los grilletes en la bandeja de
la comida.
Cuando Raúl vio la llave la tomó en sus manos y
empezó a juguetear con ella acercándola y alejándola de los ojos. Estuvo así
largos minutos mientras trataba de lograr algún tipo de equilibrio entre su
mente y la emoción que lo embargaba. Muy despacio abrió esas cadenas que habían
aprisionado su cuerpo y su alma y lo primero que vio fue la callosidad de sus muñecas
y la delgadez increíble del dorso de sus manos.
Después se levantó y caminó muy despacio por la
casa.
En la habitación de Lucía ya casi no quedaba
nada.
Era más que evidente que ella se había ido para
siempre llevándose sus pertenencias y también a la iguana.
Raúl no lo sabía pero había estado exactamente un
año preso, Un año detenido y engrillado en el propio dormitorio de su casa. Ese
era el castigo que Lucía había considerado justo y adecuado para su conducta.
Lo había preparado con minuciosidad desde el momento en que empezó a recibir un
trato denigrante de parte de su esposo.
–Tanto desamor – pensó – merece un castigo.
Y como Lucía sabía que ni la sociedad, ni la policía,
ni los códigos, ni los jueces ni nadie castigaría a Raúl , entonces decidió hacerlo
ella y a su propio modo.
Un mes tardó Raúl en recuperarse.
Durante ese mes se dio cuenta de lo solo que
estaba.
Nadie había ido a tocar el timbre ni a preguntar
por él en todo ese año y aunque sus amigos de juergas tenían el descargo de la
ignorancia de su domicilio, igualmente no estaba seguro de haber podido contar
con ellos para nada.
Delgado y canoso pero siempre atildado, Raúl se
presentó ante la Corporación de Transporte y solicitó ser reintegrado a su
puesto.
Pronto volvió a circular por Buenos Aires al
comando del tranvía mientras hacía grandes esfuerzos para olvidar la pesadilla
que había sufrido el último año.
De Lucía nadie supo nada más.
El edificio, por otra parte, fue tirado abajo y
en su lugar se levantaron viviendas populares pero todavía hay quienes aseguran
que por el sendero que reemplaza a la vieja calle Castañón se escuchan por las
noches los pavorosos gritos de un hombre cautivo y desesperado.
©2002
Uyyyy... Néstor. La historia es escalofriante, me causó angustia, mucha angustia. La narrativa, de una calidad extraordinaria. La verdad es que quedé consternada. Un abrazo full, amado amigo. Te requiero. SOFIAMA
ResponderEliminarNo sé que decirte Sofy. Seguramente es un texto fuerte. Sucede que quienes escribimos a veces no nos damos cuenta de su alcance. Otro abrazo (de oso).
EliminarSiento una gran agitación después de leer esto. Por momentos casi tiemblo. Lo leí como si estuviera viendo una película. Muy bueno Nes.
ResponderEliminarGracias Carlita. Tiene mucho realismo, eso es cierto, entonces te resulto muy visual. Beso.
EliminarExtraordinario, Néstor. Es la segunda vez que leo este impactante cuento. Lo recuerdo con bastante precisión, no sé si le has hecho algún retoque pero si ha sido así, ha sido pequeño, porque en su momento me causó la misma impresión. Es extraño, pero la lectura no ha sido igual, he descubierto más cosas, es como entrar a la misma habitación después de un tiempo y reparar en detalles no advertidos, metafóricamente hablando: las grietas en el lomo de un libro, el dibujo rebuscado de una alfombra, unos caireles que le faltan a la araña, un fuerte aroma a tabaco que antes no percibí. Pero no solo en lo que se refiere a lo explícito, sino también en las reglas básicas de la composición literaria, porque hasta ahí llego (a lo básico quiero decir), que descubro a lo largo del desarrollo. Néstor, estos cuentos merecen una pertenencia, en mi humilde opinión. Yo quisiera (este es un acto de egoísmo, lo sé) tenerlo como objeto entre mis manos, tocar páginas de papel impreso, abrigadas con la cubierta adecuada, para que la biblioteca lo atesore, y poder releer esas páginas de vez en cuando, subrayando con la pupila las frases más interesantes de esas construcciones que siempre merecen un nuevo repaso, capas de una cebolla que uno va descubriendo en cada re-lectura.
ResponderEliminarEs un placer que vuelvas a mostrar estos textos, que no deben quedar en el olvido, tantas veces como sea necesario. Un abrazo grandote.
Ariel
Tal vez lo haya puesto en su momento en algún sitio literario y luego lo haya quitado. De allí tu lectura anterior. He tomado la costumbre de no dejar demasiado mis textos en esas páginas de internet. Hay demasiada bajeza humana. Aquí en el blog los dejaré todos, para siempre. Y te ruego me aceptes la limitación humana de la palabra "siempre". Esta historia se aparte de mi linea habitual.Como habrás visto, narro en tercera, lo que no es habitual en mi. Me alegra mucho que te haya gustado.Originalmente, al volver a la literatura hace unos veinte años, estos cuentos estaban destinados a un libro cuyo título, tentativo, era "Historias del Bajo Flores". Acaso un día le dé una edición de autor y te dedique uno. Son de unas 3000 palabras. Son cuentos de verdad. Estas historias de internet de ahora de, digamos, 800 palabras, facilitan al lector que navega en la web pero son poco factibles en un libro de papel. Te mando un fuerte abrazo. Pronto nos espera un Chandon!
EliminarMuy buen relato. Tiene textura el drama que sucede tras las paredes de esa casa del Bajo Flores.
ResponderEliminarEytán, gracias por visitar el blog. Te mando un fuerte abrazo.
EliminarTremendo. Es hora de editar una recopilación de cuentos. La humildad te lo agradecerá. Lo digo en serio.
ResponderEliminarLili, me alegra que te haya gustado el relato pero creo que te ha jugado una mala pasasa el predictivo del teclado. No sé si la humildad o la humanidad me lo va a agradecer. :) :) :). De todos modos sos una exagerada! Te mando un beso.
ResponderEliminarNéstor, siempre algo nuevo. Historia atrayente y cautivante. Me gusta la época y la ambientación. Pensar que ocurren estas cosas en la realidad. Me gustó como está narrada esta historia. Me mantuvo enganchado desde un principio hasta el final.
ResponderEliminarGracias Guille. La historia es totalmente ficticia. Es decir, acaso sea ficticia. Salió de mi cabeza, es cierto, pero ¿Habrá sucedido alguna vez en la realidad? Te agradezco mucho tus comentariosy tus visitas.
ResponderEliminarUff! Apabullante.
ResponderEliminarGracias Gregoria. Bienvenida al blog. A la brevedad me daré una vuelta por el tuyo-
ResponderEliminarEsta historia me ha llegado profundamente Néstor. He sentido en mi corazón su violencia y por momentos tuve mucha angustia porque no sabía el desenlace. Esto tiene un alto nivel y me parece que es de lo mejor que te he leido. Un beso. ANDREA.
ResponderEliminarRealmente te estoy muy agradecido Andrea. Tanto por la visita como por el comentario. Cuando me pongo a escribir lo primero que pienso es en conmover al lector, sacudirlo con la lectura, sea de satisfacción o cualquier otra emoción. Me alegra haberlo logrado con vos.
ResponderEliminar