No
sé si alcanza con decir que soy periodista. Escribo en la sección policial del
diario Crónica y acabo de presenciar un asesinato.
Fui testigo de un crimen y por eso no sé si
alcanza para presentarme de ese modo.
Vivo en el Bajo Flores, no tengo hijos y hace
siete años que estoy divorciado. ¿Mi edad? Cumplí los cuarenta y me siento algo
viejo. Estoy desubicado respecto de la edad.
Sé que no soy joven y que hace bastante que he perdido las costumbres y
los hábitos de la juventud pero sin embargo no me considero un viejo.
A lo largo de mi vida he sido un hombre que
ha hecho un culto de la amistad y que se ha entregado a ella por completo.
Siempre me fascinó la posibilidad de querer a un hombre, de abrazarlo y de
darle afecto. Me gustaba el rito del
vino compartido en el mostrador de un bar.
Me gustaban las polémicas sobre la vida y la muerte y las confidencias
acerca del amor y las mujeres. Carlos siempre decía que los homosexuales en su afán de llevarlo todo al plano sexual
terminan desquiciando ese afecto. Carlos tenía razón, casi siempre la tenía.
Nos conocimos un tiempo después de mi
separación. Solíamos beber juntos durante la tarde en el bar El Encuentro, de
Varela y Avenida del Trabajo. Yo regresaba de la redacción y me quedaba allí
varias horas. No tenía ninguna intención de volver al pequeño departamento que
entonces alquilaba. No sin antes que el alcohol hiciera su definitivo efecto.
Trataba de olvidar la desdichada vida que llevaba y aquellos encuentros me
ayudaban a hacerlo. Hablábamos de tango (a Carlos le gustaba mucho) y también
algo de política. El tomaba ginebra y yo vino blanco. Varias horas estábamos
juntos en el bar pero Carlos se retiraba siempre antes que yo. Tenía una
familia y debía respetar ciertos horarios. Él llevaba una doble vida en más de
un sentido. Muchas veces se jactaba de sus romances furtivos y de la cantidad
de alcohol que bebía. La droga también ocupaba un lugar importante en sus
intereses cotidianos. Cada tanto
utilizaba cocaína pero de eso, lógicamente, no hablaba. Siempre creía que se
podía hacer de todo y luego regresar a casa a disfrutar del calor del hogar.
–Es una cuestión de coherencia. –decía– Solo
se necesita un poco de sentido común, otro poco de tiempo y, por supuesto,
bastante dinero; pero se puede, yo te digo que se puede.
Carlos tenía por entonces una gran oficina en
un edificio de Rivadavia y Maipú. A veces yo salía de la redacción y pasaba a
buscarlo. Regresábamos juntos en el utilitario que usaba para moverse por la
ciudad pero aquel automóvil –si bien era nuevo– no se compadecía con sus altos
ingresos ya que perfectamente podía comprarse uno mejor.
–Cuando se empieza a ganar dinero –decía–
conviene pasar lo mas desapercibido posible.
Carlos estaba en el negocio de la
intermediación de seguros y ganaba suculentas comisiones a expensas del estado.
Yo había entablado con él una amistad que incluía la confidencia y la actitud
solidaria.
Todo, sin embargo, y en especial acordarme de
él, no logra hacerme olvidar que vengo de presenciar un asesinato.
Mi viejo –lo recuerdo bien– decía que cosas
como esas no ocurren en el barrio.
–El barrio es el lugar de la vida mansa–
susurró una tarde cuando yo era pequeño y eso a mí me quedó grabado para
siempre. Pero mi viejo lo dijo hace mucho tiempo y si hoy estuviera vivo tal
vez no lo hubiera dicho.
Carlos tenía una respuesta para todo.
Yo envidiaba su capacidad para resolver
problemas y su desenvoltura. El decía que admiraba mi desapego para con las
cosas. No comprendía que nada me durara mas de un año o de seis meses. Se solazaba con mis anécdotas, con las
radiograbadoras que no funcionaban y yo tiraba a la basura o cosas por el
estilo. Estábamos muy bien juntos. Nos sentíamos complementarios el uno del
otro.
Con nosotros a veces bebía un hombre que
decía llamarse El Rey del Bailongo. Era un tipo viejo, delgado y sumamente
atildado. Su pelo, de tanto teñir las
canas, había tomado un color indeterminado. Una mezcla de marrón, ceniza y dorado que sin
embargo no le sentaba mal. Era una especie de dandy de barrio avejentado y
capcioso que cada tanto soltaba algunas frases mordaces con respecto a la moda
y a la juventud. Junto a ese hombre
Carlos se volcó a uno de los pocos vicios que le faltaban: las carreras de
caballos. Los dos iban los viernes al Hipódromo Argentino y algunos días de
semana a la agencia hípica del centro de Flores.
–Adrenalina pura. –decía– esa es la
sensación, adrenalina pura.
Se refería al placer que experimentaba
durante los últimos doscientos metros de cada carrera.
–Lógicamente –insistía– cuánto más dinero se
apuesta la emoción es mas grande.
Yo en esta materia no lo acompañaba. En
primer lugar porque no me bastaba con el magro salario mensual que ganaba en el
diario y además porque una clase de emoción como la que Carlos citaba no era
suficiente para mí como para cometer imprudencia alguna.
Un sábado primero de Mayo estuve en el bar a
las diez de la mañana. En ese feriado no aparecen los diarios y por lo tanto yo
tampoco trabajaba. Carlos llegó un rato
después, estaba excitado y nervioso. Me contó todo su periplo desde la tarde
del día anterior. Dijo que salió de la oficina antes de lo habitual y junto con
su secretaria fue a pasar un par de horas de intimidad al hotel de Pampa y
Figueroa Alcorta. Después la dejó en la casa y de inmediato partió para el
hipódromo. Estuvo allí hasta bien entrada la noche y tan solo salió después que
terminó la última carrera. Luego fue a una discoteca de Retiro que regenteaba
un amigo suyo y se quedó hasta la madrugada. De allí se dirigió a una fiesta en
las afueras donde se mezclaba el whisky con la cocaína. Cuando ya no pudo
resistir emprendió el regreso pero ese torbellino le había costado diez mil
pesos.
–Lo peor –dijo– es que no sé que voy a decir
en mi casa.
Carlos era como un chico. Pensaba que podía
controlarlo todo y sin embargo, si se lo descubría en una situación
comprometida sus fuerzas flaqueaban.
Aquella mañana fui muy solidario con él. Lo
vi tan mal que me ofrecí a ir hasta su casa e inventar cualquier historia que
considerase necesaria pero Carlos rechazó con amabilidad el ofrecimiento.
–Ya veré lo que hago. –dijo.
Carlos estuvo luego un tiempo largo sin venir
al bar. Puedo dar fe cierta de esto porque no falté un solo día de los que él
no estuvo, aunque luego, extrañado por lo extenso de su ausencia, cada tanto
pasaba por la puerta de su casa para poder verlo. A veces miraba su automóvil
estacionado en la puerta de calle y otras veces notaba que su esposa salía de
la casa con el hijo en brazos pero a Carlos no pude encontrarlo.
Aquellos días, en general, eran de mucha
agitación para el grupo de fieles parroquianos del bar. El Rey del Bailongo,
por ejemplo, llegó una tarde con el dedo pulgar vendado con cinta aisladora. El
pobre se había seccionado una parte usando una cuchilla en la carnicería del
hermano.
– ¿Se lo injertaron? –pregunté con
ingenuidad.
–No. –dijo–
me lo injerté yo solo.
– ¿Pero no se le va a infectar?
–No creo, le estoy echando limón a la herida
y creo que se va a curar.
Gente como esa proliferaba en las reuniones
del bar El Encuentro y una de las razones por la que yo nunca faltaba era para
poder conocerlos a todos.
Carlos apareció el 25 de Mayo, es decir el
feriado siguiente. Yo ese día trabajaba pero igual estuve en El Encuentro. No parecía encontrarse mal, al contrario, se
lo veía alegre y jovial aunque de inmediato comprendí que no tenía demasiadas
ganas de hablar de su ausencia. La concurrencia, en general, también le ahorró las explicaciones del caso
y el pareció feliz de volver a la rutina de la charla y las copas.
Semanas después llegó al boliche y tuvo un
comportamiento extraño. Noté que al tratar de hablar tenía dificultades con la
dicción de las palabras. El rey del bailongo se lo llevó aparte y estuvo
tratando de hablarle pero Carlos le contestaba en todo momento con incoherencias.
Un rato después se acercó a mi lado y dijo por lo bajo.
–Me estafaron hermano. Perdí todo lo que
tengo.
Yo no creí demasiado en la veracidad de sus
palabras y en cambio preferí ocuparme del estado lamentable en que se
encontraba.
– ¿Qué te pasó? –le dije.
–Perdí todo –contestó
–No me refiero a eso, hablo de tu estado.
–Tomé un antidepresivo –dijo– debe ser por
eso que se me traba la lengua. Lo mezclé con alcohol.
Carlos tenía un socio en el que delegaba el
manejo financiero de la agencia de seguros mientras él se ocupaba de lo
comercial y de las entrevistas con funcionarios del área. Al parecer, el socio
había estado enviando pequeñas remesas a cuentas numeradas de la Isla Caimán
sin que Carlos lo notara. Al cabo de dos meses los envíos alcanzaron los quinientos
mil dólares, entonces el socio desapareció y Carlos se quedó sin nada.
–Lo peor es que tengo la casa hipotecada. No
me importa empezar de nuevo desde cero pero perder la casa va a ser demasiado.
Lamenté en ese momento no haber creído en sus
palabras y hasta me asaltó la desesperación por lo que le estaba pasando,
aunque en realidad, el desastre que cada uno de nosotros hiciera con su vida
personal no resultaba incumbencia de nadie. Esto es un código, una ley no
escrita de quienes se reúnen a beber en los bares. Yo la quebranté, sin
embargo, porque el afecto que sentía por Carlos superaba cualquier prejuicio.
Una semana entera estuvo luego sin venir.
Abrigué en ese lapso la insensata esperanza
de ver sus problemas superados pero cuando volvió estaba peor que antes. Insistía
en combinar el alcohol con los estimulantes. Y ni siquiera reparaba en el daño
que le infligía a un organismo debilitado como el suyo. Conversamos poco porque
Carlos apenas podía hilvanar palabras. Me mostró el interior del maletín donde
llevaba dos armas y un pasaje a las Islas Caimán.
–Voy a matarlo. –dijo– Dalo por seguro.
No quise contrariarlo porque me pareció que
Carlos no estaba en condiciones de ser contrariado por nadie. Estaba decidido a
todo, aunque su decisión, naturalmente, era tan solo la decisión de un hombre
extraviado.
Al día siguiente salí de la redacción y no
pude resistir el deseo de pasar por su oficina a buscarlo. Cuando llegué,
Carlos ya no estaba y hasta me pareció que no quedaban empleados. Solo se
hallaba su secretaria, con los ojos irritados por el llanto. Regresé después al
Bajo Flores, pasé por El Encuentro y Carlos tampoco estaba. Entonces decidí ir
hasta su casa y llamar a la puerta con cualquier excusa. Llegué, toqué el
timbre y abrió la puerta un hombre anciano. Tenía inocultables arrugas y el
pelo entrecano.
– ¿Está Carlos? –pregunté.
El hombre me miró con una cierta
indiferencia pero tuve la impresión que se alegró por mi visita.
–Sí. –contestó– Pase.
Entré y tomé asiento en un amplio
sillón de la sala de estar.
Luego de un rato Carlos bajó.
Sus pasos eran vacilantes y estuvo a punto de caer por la escalera. Me atendió
con mucha solicitud. Estaba algo mareado y en apariencia controlaba la
situación. Enseguida sirvió café e intercambiamos
frases de circunstancias.
Yo fui directo al grano.
–Carlos. – dije– Quiero ayudarte.
El se levantó, caminó hasta un hogar simulado
que daba calefacción a la vivienda y apoyado allí contestó:
–Nadie puede ayudarme. Todo es un desastre.
Ayer mi mujer me abandonó y se llevó a los chicos.
– ¿Y el asunto de las Islas Caimán? –dije.
–Ya no me interesa. –contestó– Cancelé el
pasaje.
–Alguna solución tiene que haber –insistí-
Todo se soluciona.
Carlos sonrió con tristeza, me miró y dijo:
–Te agradezco mucho. No te hagas problemas.
Entonces el hombre viejo que había atendido
mi llamado apareció de una manera sorpresiva detrás de la sala. Estaba armado
con una escopeta. Los ojos se le habían vuelto pequeños y además le brillaban.
–Hay una solución. –dijo- Que muera esta
inmundicia.
Fue tanta la zozobra que me tocó vivir que en
un primer momento no tuve respuestas.
Carlos, sin embargo, reaccionó:
– ¡Cállese la boca viejo idiota!
– ¿Pero, qué está pasando? –dije yo.
–El infeliz de mi suegro. Un idiota al que mantuve
siempre. Un viejo inútil, un don nadie.
–Por favor, tranquilícense los dos. –dije.
-Es una suerte que haya venido señor–dijo el
suegro dirigiéndose a mí.– es una suerte poder contarle a alguien las cosas que
ha hecho este canalla.
– ¡Cállese la boca! –insistió Carlos– ¡Baje
el arma!
–Y ahora –dijo– ni siquiera tiene plata.
–Por favor…–dije yo.
Pero en ese momento el hombre disparó.
El primer tiro pegó en el pecho de Carlos y
el impacto lo arrojó por el aire. Decenas de perdigones le destrozaron el corazón
y murió de forma instantánea. El
segundo, que ya no era necesario, pegó en la pared.
La angustia y el estupor me invadieron por
completo. Fui rápidamente donde Carlos estaba y lo tomé en mis brazos. Su
sangre manchó mi camisa blanca.
– ¡Qué hizo inconsciente! – Le grité al
suegro con todas mis fuerzas.
El hombre apoyó la escopeta en la mesa y
luego se sentó en el mismo sillón donde yo me había sentado. Tenía una mirada
extraña y parecía estar aliviado.
– ¿Se da cuenta de lo que hizo? –volví a
gritar.
–Sí, me doy cuenta. –dijo– ¿Y quiere que le
diga una cosa? Aún cuando no estuviera la casa de mi hija hipotecada y aún
cuando este infame no estuviera quebrado, yo igual lo hubiera matado.
No supe qué contestar. Me levanté como pude y
apoyé suavemente la cabeza de Carlos en la alfombra. Después llamé por teléfono
al 101 y esperé junto al viejo que la policía llegara.
Veinticuatro horas estuve detenido.
Declaré ante el juez la mañana siguiente y
luego me soltaron. Enseguida fui a la redacción a escribir una nota sobre lo
que había pasado. Al jefe le gustó y entonces, como me vio cansado, me dio
permiso para retirarme.
Volví al bar El Encuentro como siempre, como
todas las tardes. Allí la gente hablaba de lo que había pasado. Algunos se
mostraban indiscretos y otros más cautos. Yo bebí algunas copas en silencio y
después conversé con El Rey del Bailongo durante un largo rato. Más tarde,
cuando se hizo la noche, nos juntamos entre todos y después brindamos por la
memoria de Carlos.
©1996