miércoles, 28 de diciembre de 2016

La Partida de Billar

            La última vez que estuve con Eduardo en mi país fue el día martes 25 de Septiembre del año 73. Fue cuando estábamos jugando juntos al billar en una de las mesas del salón posterior del viejo bar del barrio de Parque Chacabuco. Un bar antiguo y algo abandonado que estaba en la esquina de Saraza y Centenera y que por entonces todavía tenía un insólito palenque en la vereda.
                Allí nos gustaba a veces juntarnos a beber algunas copas y a jugar al tute y al billar.
                Aquella vez veníamos de una noche de juerga y estábamos cansados pero con buen ánimo. Esa mañana jugamos dos partidas, Eduardo ganó la primera y yo la segunda. Y entonces debimos jugar una tercera con las pocas fuerzas que nos quedaban. Carambola a carambola jugamos la raya entera y cuando apenas quedaba solamente un punto para dilucidar quien sería el ganador sucedió lo imprevisto: desde la precaria pantalla del televisor del bar (a válvulas y en blanco y negro), el Canal Once (que se autodenominaba "El Canal de las Noticias") emitió la información del asesinato del Secretario General de la CGT José Ignacio Rucci.
                Y entonces Eduardo se paralizó al escucharlo.
                Apoyó el taco en la pared de una manera automática, se sentó en una de las sillas y hundió la cabeza entre sus manos. El era un acreditado militante de aquello que por entonces se llamaba La Tendencia y yo simplemente un gran amigo suyo pero  ajeno por completo a su extravagante pasión política.
                -"Esto es una barbaridad." -me dijo-. "Son unos verdaderos necios. Con estas cosas no se jode." Luego se retiró a lavarse la cara en la canilla lateral de la mesada, se acomodó un poco el pelo mojado, se puso su chaqueta de cuero marrón y se fue después de darme un gran abrazo.
                No sé si necesito agregar que dejé de verlo durante muchísimos años. Estuve algún tiempo preguntando por él dentro de su esfera política pero siempre recibía la misma respuesta: “Eduardo se fue de viaje”.
                Mi amigo desapareció de mi vida y de todos mis asuntos y yo comencé de a poco a dejar de pensar en él y a intentar seguir viviendo como cualquier persona de este mundo.
Eduardo (según me enteré después), salvó su preciosa  vida al abandonar el país en el invierno del 77. Vivió cuatro años como un mendigo en París, conoció una chica sueca mientras viajaba en el Metro, se enamoró de su acento, de su pelo rubio y de su cuerpo ondulante y terminó casado y viviendo en Estocolmo durante casi veinte años. Luego se alejó de ella y entonces regresó al país a mediados del 2007 con la clara intención de instalarse de nuevo en la patria.
                Y yo, tal cual se habrán imaginado, seguí viviendo en Argentina.
                Me casé, tuve una hija y pasé por todas las cosas que le tocó pasar a mi querida y loca generación. Atravesé el Rodrigazo, la Guerra de Malvinas, La Hiperinflación, el Menemismo, La Ley de Convertibilidad, el Corralito y la renuncia del presidente De la Rúa.
                No sé cual de los dos vivió una vida mas agitada que el otro.
                Y antes de anoche, por la gestión de un par de amigos en común, nos volvimos a encontrar en el mismo café del Parque Chacabuco.
                Allí estuvimos casi tres horas charlando.
                Eduardo me contó tantas cosas que si quisiera consignarlas no llegarían a caber en estas breves líneas que están empezando a terminarse. Y yo también le conté, naturalmente, muchas de las historias que me habían sucedido en los últimos años. Y luego, como se imaginarán, nos fuimos a la mesa a terminar el juego que habíamos comenzado a jugar treinta y cuatro años atrás, aunque eso sí, les ruego que me permitan mantener en secreto el resultado.
           Aquella partida de billar interrumpida representó en su momento, tanto para él como para mí, una especie de resumen de nuestra propia vida.
En el rodar de la bola sobre el paño verde y en el destino loco y  azaroso de la carambola se manifestaba en cierto modo un poco de su tiempo y otro poco del mío.
                Habían pasado treinta y cuatro años, es verdad, pero cuando empuñé el taco para jugar la última bola me pareció que todo no había sido otra cosa que un sueño, que los años que habían transcurrido eran ilusorios y que tanto Eduardo como yo nunca nos habíamos ido a ningún lado.
                Luego, con toda decisión, le apunté a la bola roja y el destino comenzó a hacerle marcar su inevitable recorrido por el paño.
                Pero no me pregunten quien ganó.
                Es un secreto y jamás se lo diremos a nadie.


©2016

jueves, 15 de diciembre de 2016

Mar Azul


“Oh melancolía, señora del tiempo,
beso que retorna como el mar”.
SILVIO RODRIGUEZ


                Hoy he llegado a Mar Azul.
                Hace ya cuatro días que está lloviendo. La invernal humedad de Junio convierte el parabrisas de mi automóvil en un charco de vidrio. El punto de saturación ha sido colmado. Hay un rocío sereno en el aire y un poco de agua que no parece lluvia sino escarcha. La proximidad del mar castiga mi respiración y en el medio de todo ese paisaje vuelan algunas gaviotas. La Posada del Faro será mi refugio. Detengo mi automóvil y me bajo.
                No sé bien que he venido a hacer aquí. Tengo un propósito definido pero también tengo un mar de dudas. Siento como si el tiempo se derrumbara sobre mis intenciones.
                Miro el frente y no dejo de asombrarme: está igual que hace treinta años. Cada cobertura, cada cerramiento, cada piedra caliza y cada losa parecen estar en el mismo lugar en que los ha guardado mi memoria. No tengo ninguna excepción que hacer y la visión de esa imagen es un fuerte motivo para evocarla.
                A lo lejos está el faro y detrás del faro está ella.
                Mar Azul crece a cinco kilómetros del faro. Aunque la melancolía se encuentra solo a cinco centímetros de mi alma. Mar Azul  es una localidad costera cercana a la soledad de mucha gente. Es algo así como una alteración, un extravío o un engaño.  Mar Azul no debería estar allí.
Pienso que nadie debería vivir en un lugar como ése.
En la posada me dan un cuarto confortable y con calefacción. Luego anochece  y bebo una copa en la barra del bar. Por el ventanal distingo la poderosa luz del faro y siento una extraña sensación de felicidad. “Busco el local de Eva”, le digo al mozo y el tipo me mira como si no entendiera nada. “El museo de caracoles –insisto– el que está detrás del faro”, pero tampoco obtengo respuesta.
Al parecer el hombre es nuevo allí.
Luego converso con su jefe y me dice que el local está  a cinco cuadras del faro pero que cierran en invierno. “Hace poco han puesto luz eléctrica pero están aislados y sin comunicación. Es deliberado –agrega– esa gente está un poco loca”.
Una sonrisa se dibuja en mi interior y pido otra copa. Los recuerdos del pasado entrelazan en mi mente todo un tejido de brumas. Cuando era joven y navegaba en un barco de carga le traía a Eva caracoles de todo el mundo. Era tiempos de proyectos de vida natural y comunitaria que yo luego abandoné por la seguridad y el dinero.
–Mañana temprano iré hasta el local. –le dije.
–Ni se le ocurra. –contestó– Con un automóvil como el suyo jamás podrá llegar.
Esta vez le llevaba a Eva un caracol muy extraño que había encontrado navegando en Malasia. Era una especie de salvoconducto. La aprobación y el permiso para presentarme frente a ella luego de tantos años.
Así que al día siguiente a la mañana preparé mi automóvil y le puse cadenas a las ruedas porque nevaba.  Nevaba sobre la arena y nevaba sobre el mar. A lo lejos el faro parecía el boceto de una tela borrosa de Renoir. 
–Es una locura– volvió a repetirme el jefe.
–Tengo que ir, necesito llegar a ése lugar.
– ¿Pero qué es lo que lo motiva a hacer algo así?
–La melancolía –dije con algo de desgano.
Y luego, poco a poco, comencé a acelerar.


©2016

jueves, 8 de diciembre de 2016

La Rosa de la Muerte




Hay algo en esta historia que no debería ser contado.
            El murmullo del tiempo revierte la certeza de las cuestiones humanas. Existen apariciones, tenues luces fugaces que luego se vuelven tan oscuras como el agua de un río contaminado. Callar es sabio cuando el dolor es grande e impreciso. Exponer el corazón a veces lastima el alma.
Raquel era mi amor y mi aliento de vida. Era mi duda más turbia y más velada. Era mi compañera de trabajo en el periódico y yo le llevaba treinta años. Tres décadas de tiempo agobiante y casi siempre sin sentido a la que el destino le regalaba ahora una mujer veinteañera  joven y delgada.
Al principio a mí me costó mucho descifrarla.
No entendía demasiado bien su atracción por mi persona. Era caprichosa y juvenil  y muy bromista. A veces se ocultaba detrás de la puerta y me asustaba. Y yo la reprendía y le decía que no se le daban esos sustos  a un hombre de más de cincuenta años.  Era inquieta, dulce, acaso no demasiado bella  y también algo alocada. Ciertamente me costó mucho llegar a comprenderla y desentrañarla. Una noche, en mi casa, destapando una botella de vino le pregunté: “¿Porqué yo?”  Y ella me miró y me dijo:
“Por tu pelo largo y lleno de canas, por tus dientes, por tu vestir atildado, por el miedo que se nota en el fondo de tus ojos, porque no te alcanza ningún resentimiento, porque escribes malditamente bien y porque a veces percibo el recuerdo de mi padre cuando me alcanza tu mirada”.
Yo era entonces el periodista de un diario centenario y ella la redactora de la edición online del suplemento femenino que salía por Internet. Conocía todo acerca del mundo digital y se burlaba mucho de mi viejo celular del cuaternario. Raquel solía usar unas camisas y unas blusas floreadas que le otorgaban un aire hippie bastante extraño.
En ese tiempo charlaba mucho de esta sorpresa que me había dado la vida con un viejo amigo, con Big Other, un compañero de redacción que estaba sufriendo cierta  enfermedad degenerativa que le impedía el movimiento. Durante años fuimos compinches  de correrías y cuando se manifestó su malestar  y cayó en silla de ruedas yo le comencé a decir “Big Other”. En realidad me burlaba de su fanatismo por Lacan. Siempre hablábamos del “Gran Otro” y de lo solos que estamos los seres humanos en el mundo.  Le había dado mi palabra (Y la había sostenido ante mí mismo) que el día que me pidiera ayuda para suicidarse iba a hacerlo sin ninguna duda. Eso solidificó la relación que nos unía y yo pasaba más tiempo con él que con cualquier otra persona.
Cuando me enteré de los rumores de la muerte de Raquel se lo conté enseguida.
– ¿A qué te estás refiriendo al hablar de rumores?  –Dijo- ¿Murió o no murió?
–Dicen que murió de un ataque al corazón pero yo no lo creo. Raquel está viva, lo sé muy bien. Ella tenía un plan. Deseaba que todos la dieran por muerta y comenzar una nueva vida con otra identidad en otra parte. Me aclaró en su momento que yo no estaba incluido en ese plan y le dije que a mí no me importaba nada.
–Es muy raro lo que me estás diciendo –dijo sorbiendo un poco de café. – Habría que indagarlo.
Y allí comenzamos a averiguar todo desde su potente computadora. Raquel vivía sola en un departamento de Buenos Aires. Sus padres estaban en el exterior. Ingresó en la guardia del Hospital Ramos Mejía y en el libro constaba su entrada. Y su salida como occisa. Y el certificado médico y el entierro y el número de su tumba en la Chacarita.
–No queda lugar a ninguna duda, -dijo Big Other- Raquel murió.
Y yo le contesté golpeando la pared con mi puño derecho.
– ¿Raquel no murió, entendiste hijo de puta?
Por eso he gustado de afirmar que hay historias que no deben ser contadas.
Y allí anduve yo aquella lúgubre semana, deambulando por la morgue, hablando con sus pocas amistades, verificando certificados y tratando de confirmar si era Raquel  la que se encontraba en la sepultura. Finalmente volví a verlo a Big Other con algo de vergüenza y un dolor intenso en el alma.
Me preguntó qué es lo que pensaba hacer y yo no supe responderle nada.
Simplemente pensaba en Raquel  y anhelaba que en el momento final de la muerte ella no hubiera  tenido miedo ni se hubiera sentido sola. La imaginaba ahora sentada en una estrella, con una camisa floreada y oculta detrás de una puerta para aparecer de improviso y asustarme. 
–No lo sé Big –dije– no tengo la menor idea de lo que voy a hacer con mi vida de ahora en adelante.
Al día siguiente fui a visitarla.
Llevaba una flor, cierta rosa de junco largo que arranqué del jardín de una casa de mi barrio. Las espinas me dañaron y varias gotas de sangre mancharon el tallo. Era la flor de lo inesperado.  La que representaba tanto la belleza como mi corazón dañado.
Y en ese momento las tenues luces fugaces del tiempo se volvieron oscuras. Igual que cuando escapa la tarde y parece que el sol se derrumba. Entonces tomé la rosa de la muerte entre mis manos y lentamente, y a modo de homenaje, la dejé sobre su tumba.



©2016

miércoles, 23 de noviembre de 2016

El Puente de la avenida Juan B. Justo


            Cae la noche en la ciudad de Buenos Aires.
            Y yo aquí sentado y apoyado en la baranda del puente de la avenida Juan B. Justo.
He dejado el auto abajo, en Godoy Cruz porque deseaba subir un poco. No hay senda peatonal en el puente así que estoy bastante en riesgo. Elegí la baranda del lado sur por una mera cuestión práctica. Lo único que yo deseaba era subir al puente y mirar hacia el este. Y realmente estoy deslumbrado por la multitud de luces de los automóviles que vienen desde allí. Y también por las luces rojas traseras de los que buscan Libertador y el Bajo.
Todavía hay algo de sol a mis espaldas.
 Un atardecer rosado distante y bello. “Rosa a la sera, buen tiempo se espera”, solía decir mi abuelo recordando a su padre italiano.
Yo te extraño mucho Ana Laura.
Abajo en Godoy Cruz pasé por la puerta, de casualidad, del hotel que abrigaba nuestras tardes de amor. Me detuve a pocos metros de la entrada y un alud de recuerdos se derrumbó sobre mí. Por eso dejé el auto estacionado allí y me vine a subir al puente. Caminé por la cuesta sin sentido y ahora me senté en la baranda.
Aquel hotel de lujo fue el que te prometí luego de nuestro primer encuentro. Uno de los más maravillosos de mi vida, en la trastienda de cierto local comercial y haciendo el amor de pie.  Sentí que eras una diosa por tu entrega. Sentí realmente eso. Y entonces cumplí mi promesa de llevarte al lugar más lujoso que encontrara.
El hotel estaba allí, bastante cerca, en Godoy Cruz. Tenía un spa, y el jacuzzi y las columnas romanas. Tenía elegancia, distinción, buen gusto, aire acondicionado, luces tenues y una pantalla con videos eróticos. Eras mi diosa, esa es la verdad.
Y no me hagas repetirlo en voz alta porque seguramente quedaría disfónico.
Hace poco te encontré por Internet. Una cuestión de rutina, nada más, ya que jamás volveré a llamarte.
Y dejame hacerte una confesión Ana Laura.
Permite que te haga llegar mis miedos.
En aquel tiempo éramos muy jóvenes los dos para evaluar estas cosas. (Tú más joven que yo, claro). Pero te diré que siempre me sentí desamparado. Siempre fui detrás de la poesía y de la libertad y del amor correspondido y febril de los encuentros apasionados.  Siempre me sentí quebrado por el dolor de estar vivo. Siempre tú y otras mujeres fueron el amor y fueron la musa de aquello que amaba.
Tengo por el universo femenino admiración y respeto.
Nunca busqué una posesión machista.
Simplemente traté de colmarlas de amor aunque no sé si siempre pude lograrlo.
Y hoy, bueno, ya ves. Acabo de subir a pie el puente de la avenida Juan B Justo. La radio ha dicho que en un par de años lo demolerán. Que la avenida Córdoba cruzará a desnivel y que el tren irá por arriba. Así que me quedaré sin este puente que amo tanto.
Ahora los autos cada vez pasan más cerca y algunos conductores me miran asombrados.
Cae la noche en la ciudad de Buenos Aires.
La noche de mi pasado.


©2016