La última vez que estuve con Eduardo en mi país
fue el día martes 25 de Septiembre del año 73. Fue cuando estábamos jugando
juntos al billar en una de las mesas del salón posterior del viejo bar del
barrio de Parque Chacabuco. Un bar antiguo y algo abandonado que estaba en la
esquina de Saraza y Centenera y que por entonces todavía tenía un insólito
palenque en la vereda.
Allí nos gustaba a veces
juntarnos a beber algunas copas y a jugar al tute y al billar.
Aquella vez veníamos de una
noche de juerga y estábamos cansados pero con buen ánimo. Esa mañana jugamos dos partidas, Eduardo ganó
la primera y yo la segunda. Y entonces debimos jugar una tercera con las pocas
fuerzas que nos quedaban. Carambola a carambola jugamos la raya entera y cuando
apenas quedaba solamente un punto para dilucidar quien sería el ganador sucedió
lo imprevisto: desde la precaria pantalla del televisor del bar (a válvulas y
en blanco y negro), el Canal Once (que se autodenominaba "El Canal de las
Noticias") emitió la información del asesinato del Secretario General de la CGT José Ignacio Rucci.
Y entonces Eduardo se paralizó
al escucharlo.
Apoyó el taco en la pared de una
manera automática, se sentó en una de las sillas y hundió la cabeza entre sus
manos. El era un acreditado militante de aquello que por entonces se llamaba La Tendencia y yo
simplemente un gran amigo suyo pero
ajeno por completo a su extravagante pasión política.
-"Esto es una
barbaridad." -me dijo-. "Son unos verdaderos necios. Con estas cosas
no se jode." Luego se retiró a lavarse la cara en la canilla lateral de la
mesada, se acomodó un poco el pelo mojado, se puso su chaqueta de cuero marrón
y se fue después de darme un gran abrazo.
No sé si necesito agregar que
dejé de verlo durante muchísimos años. Estuve algún tiempo preguntando por él dentro
de su esfera política pero siempre recibía la misma respuesta: “Eduardo se fue
de viaje”.
Mi amigo desapareció de mi vida
y de todos mis asuntos y yo comencé de a poco a dejar de pensar en él y a
intentar seguir viviendo como cualquier persona de este mundo.
Eduardo (según me enteré después), salvó su
preciosa vida al abandonar el país en el
invierno del 77. Vivió cuatro años como un mendigo en París, conoció una chica
sueca mientras viajaba en el Metro, se enamoró de su acento, de su pelo rubio y
de su cuerpo ondulante y terminó casado y viviendo en Estocolmo durante casi
veinte años. Luego se alejó de ella y entonces regresó al país a mediados del
2007 con la clara intención de instalarse de nuevo en la patria.
Y yo, tal cual se habrán
imaginado, seguí viviendo en Argentina.
Me casé, tuve una hija y pasé
por todas las cosas que le tocó pasar a mi querida y loca generación. Atravesé
el Rodrigazo, la Guerra
de Malvinas, La
Hiperinflación, el Menemismo, La Ley de Convertibilidad, el
Corralito y la renuncia del presidente De la Rúa.
No sé cual de los dos vivió una
vida mas agitada que el otro.
Y antes de anoche, por la
gestión de un par de amigos en común, nos volvimos a encontrar en el mismo café
del Parque Chacabuco.
Allí estuvimos casi tres horas
charlando.
Eduardo me contó tantas cosas
que si quisiera consignarlas no llegarían a caber en estas breves líneas que
están empezando a terminarse. Y yo también le conté, naturalmente, muchas de
las historias que me habían sucedido en los últimos años. Y luego, como se
imaginarán, nos fuimos a la mesa a terminar el juego que habíamos comenzado a
jugar treinta y cuatro años atrás, aunque eso sí, les ruego que me permitan mantener
en secreto el resultado.
Aquella partida de billar interrumpida
representó en su momento, tanto para él como para mí, una especie de resumen de
nuestra propia vida.
En el rodar de la bola sobre el paño verde y en
el destino loco y azaroso de la
carambola se manifestaba en cierto modo un poco de su tiempo y otro poco del
mío.
Habían pasado treinta y cuatro años,
es verdad, pero cuando empuñé el taco para jugar la última bola me pareció que todo no había sido otra cosa
que un sueño, que los años que habían transcurrido eran ilusorios y que tanto
Eduardo como yo nunca nos habíamos ido a ningún lado.
Luego, con toda decisión, le
apunté a la bola roja y el destino comenzó a hacerle marcar su inevitable
recorrido por el paño.
Pero no me pregunten quien ganó.
Es un secreto y jamás se lo
diremos a nadie.
©2016