Ayer caminaba por las calles del barrio donde vivo.
No sé cómo serán las cosas en otros lugares del mundo dónde se habla castellano, pero en mi caso personal la palabra “barrio” está fuertemente relacionada con la ciudad de Buenos Aires. Supongo que todo ser humano lleva asociada a su vida individual algún grupo de ocho o diez palabras que lo definen e identifican.
Barrio es como decir al mismo tiempo Universo y hogar.
El todo existencial y a la vez la cocina, el techo y la cama y las calles donde transcurre nuestra vida. Yo he pasado casi toda mi existencia en Buenos Aires, salvó algún breve lapso en el exterior. Y siempre utilizo como concepto autobiográfico el tiempo que he vivido en cada barrio.
Hoy debo aceptar que hace poco que ha comenzado mi vejez.
No tengo una cifra definida pero junto con el año 2020 sufrí un par de cirugías importantes y allí cambió todo.
Había transcurrido la última década y estuve activo en lo social, en lo laboral y en lo sexual durante todo ese tiempo.
La verdad, no me esperaba lo que pasó.
Algo absurdo, si se quiere, porque a medida que se cumplen años lo lógico es esperar este tipo de cosas. Y sin embargo yo no me lo esperaba. Supongo que debe ser la negación existencial que tenemos los humanos acerca de la muerte. O quizás haya sido algo que nubló mi mente. Nunca pensé en venirme viejo y esa precisa instancia hoy me provoca una sonrisa.
Estoy bien, no encaro ninguna decrepitud, camino sin problemas, me arreglo y vivo solo, pero bueno, tengo mucha menos energía y memoria que antes.
Llevo escritas a lo largo de mi vida un par de novelas, y un libro de cuentos y relatos cortos y mucha poesía. Nada de eso ha sido editado y perfectamente puede decirse que no me conoce nadie. He pensado mucho en eso. Llegar a viejo sin ser un poco reconocido o admirado me ha causado por momento cierta melancolía y decepción, pero he pensado, de todos modos, que seguramente eso le pasó a mucha gente antes que a mí. Además, ante el abismo final de la muerte y de la nada todo el resto de las cosas parecen poco importantes.
En esta vejez del tiempo digital, mi otro yo cada tanto me pide (me exige) que vuelva a escribir. Pero sucede que para eso uno debe tener cierta ingenua expectativa interior. Y también aguardar que lo lean, al menos por internet, algunos lectores.
Recuerdo cuando me sentaba frente a la PC, con el vaso de whisky a mi lado y escuchando la música que salía del equipo de audio.
Era ingenuo es cierto, pero era feliz.
Esto que están leyendo hoy, sin embargo, es diferente. Estoy recostado en un sillón, dictando por voz, a una aplicación de última generación que traslada mis palabras a texto y las corrige. De ese modo escribo ahora.
Soy humano, soy cambio. Y no estoy descubriendo nada. Muchas veces me miro con una cierta gravedad en el espejo. Noto mis arrugas en la cara y mis brazos flácidos y me desaliento mucho pero en general siempre trato de superarlo.
Por algún motivo he comenzado estas líneas diciendo que ayer caminaba por las calles de mi barrio. Y es porque algo me pasó ayer a la tarde.
Desandaba durante ése tiempo la vereda angosta del Parque Alberdi, sin rumbo fijo y sin propósito alguno cuando sucedió algo muy extraño.
Hay como un vértigo allí en la avenida Directorio.
Una pequeña y aislada barranca que circunda el sendero y enfrente, de la otra vereda, un extenso muro desnudo que lo hace sentir a uno muy aislado mientras camina.
Iba en ese momento algo desatento y sin propósito fijo.
Seguramente habría de terminar en algún café del centro del barrio pero en ese momento mi intención era tan solo caminar y lograr una cierta dinámica aceptable para mi edad. Tenía una aplicación en el celular que simplificaba los cálculos y la distancia caminada.
La tarde de verano se extendía, mientras tanto, a lo largo del paisaje.
Al llegar a la esquina de la fuente decidí, no sé bien porqué, tomar uno de los senderos que se adentraban en el parque.
Eso era algo que nunca hacía. Y que mucha gente tampoco hace. Es un trayecto que en realidad no lleva a ningún lado y que luego debe desandarse. Está jalonado de unos bancos de cemento tan modernos como ásperos y duros y en los cuales nunca se suele ver sentado a nadie.
Ayer, sin embargo, vi una persona arrellanada en uno de los bancos. Estaba como extendido y un tanto de costado. Era un hombre de pelo muy largo, cayendo a ambos lados de su cara, completamente canoso. El pelo de un hombre viejo pero con la cara un tanto más joven que el resto de su cuerpo.
Mientras me acercaba caminando noté que se inclinaba cada vez un poco más y eso me pareció algo extraño y me preocupó un poco. Cuando pasé a su lado le pregunté si necesitaba ayuda. El hombre me miró fijamente durante unos segundos y luego dijo con voz algo grave: "No necesito ayuda, pero puedo ayudarte a ti".
Aquella respuesta me sorprendió mucho. El tono de voz tenía, además, un cierto acento extranjero y por momentos no supe qué responder.
-Me pareció que se sentía mal- dije.
-Solo necesito conversar con alguien.-contestó mientras se enderezaba.
Y así fue que ayer conocí a Aurelio Muñoz Rojas, un científico y biólogo colombiano.
El encuentro fue lo bastante asombroso como para que yo aceptara tomar con él un café en el bar más cercano. Ése encuentro era de lo más increíble que me había sucedido en muchos años.
Mientras bebíamos me dijo:
-No puedo creer que en una ciudad tan hermosa se beba un café tan malo.
Y yo no me opuse a su afirmación. Después de todo, el hombre procedía de un país cuyo café tiene fama en todo el mundo. Pero bueno, esto sucedió ayer a la tarde. Estuvimos conversando casi dos horas y sucedieron cosas que se me hacen difíciles de contar.
Tengo que admitir que no he dormido en toda la noche.
Aurelio Muñoz Rojas ha sido un gran investigador. Hijo único de una familia muy solvente en lo económico eligió esa carrera el siglo pasado.
En este sentido me cuesta mucho utilizar parámetros de tiempo respecto a su persona y ayer, cuando terminamos de conversar, regresé a mi casa en un estado, casi, de shock.
Me contó que era investigador, con una fuerte tendencia vocacional en ese oficio. Llevaba el título de doctor en biología por sus estudios en Bogotá, en la Universidad Nacional de Colombia. Fue hijo único y sus padres millonarios siempre lo alentaron. Tampoco tuvo hijos y estuvo casado unos pocos años. Él en realidad solamente deseaba estar en el laboratorio, investigar y descubrir sustancias que beneficien a la humanidad.
Y así fueron pasando los años.
Tiempo atrás abandonó su país y se dedicó a buscar en un par de ciudades donde poder llevar adelante sus planes de siempre y terminó en Buenos Aires. Tenía fuertes rentas en su país de origen y aquí encontró el lugar y las posibilidades técnicas de investigar. Compró una casa en Flores y armó un laboratorio de avanzada.
Todo eso me fue contando mientras bebíamos café. No me explicó, siendo de Flores, que era lo que estaba haciendo en Mataderos y yo tampoco pude explicar la razón por la cual desvié mi caminata en la dirección de aquel sendero.
Me habló mucho de la sintaxipina, nombre de una sustancia química que bautizó de ese modo, tomando de la palabra “sintaxis” la forma de combinarse y de ordenarse las cinco proteínas de la fórmula por él descubierta.
Finalmente me dijo que aquella sustancia rejuvenecía.
La estaba probando en su propio organismo con diferentes resultados. Notaba, por ejemplo, importantes cambios en su cara y en sus manos pero no en el resto del cuerpo. Me comentó que iba graduando la dosis tratando de no poner en riesgo su vida pero le costaba mucho avanzar.
-Necesito otra persona con la que experimentar. –dijo.
En ese momento no supe qué contestarle. Claramente era yo el destinatario de la propuesta pero también me pareció que la charla había llegado demasiado lejos.
No conozco demasiado acerca de los protocolos que rigen en estos casos, ni de las normas y principios científicos para experimentar con humanos. Realmente no tengo la menor noción acerca de lo que regula todo eso.
Aurelio Muñoz Rojas, sin embargo, había sido claro y explicito. Y en mi caso llegar a probar una sustancia que me volviera joven, o acaso un poco menos viejo, resultaba muy tentador.
-¿Puedo llegar a ser yo esa persona? –dije.
-Sí, claro. –contestó- usted decide.
Y luego me pasó su tarjeta con el número de teléfono.
Finalmente le pedí que me dejara pensarlo y que esperara hasta mañana para tener más claras las cosas y poder darle una respuesta. Luego nos despedimos con un apretón de manos. Yo regresé caminado y el colombiano tomó un taxi que pasaba por la avenida
Ahora “mañana” es hoy, mientras escribo estas líneas. He pensado mucho en todo lo que pasó ayer. Y también estuve evaluando riesgos, costos y beneficios. Era en cierto modo insólito lo que había sucedido pero en las grandes ciudades cada tanto pueden pasar este tipo de cosas.
Pensé mucho en qué determinación tomar y hasta lo que sucedía dentro mío era para mí una verdadera incógnita. Así que dudé bastante en llegar a una conclusión satisfactoria. Me miraba en el espejo del baño y me abrumaban las arrugas de la cara y mis brazos flácidos, como siempre.
“Es la vida” –pensé- mientras me hablaba a mí mismo en el espejo. Y por un instante recordé los hermosos recuerdos del ayer y de aquel pasado que voló entre amores y destellos sin que casi me diera cuenta. “Es la vida” -volví a pensar- y sentí que las cosas debían de ser de ése modo.
Entonces tomé la tarjeta del biólogo colombiano, la fui rompiendo en pedazos y la arrojé en el cesto de papeles de mi escritorio
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