lunes, 20 de enero de 2025

Nosotros Cuatro


 

Nosotros Cuatro

 

 

Todo empezó en el mes de Junio, justo en el día de mi cumpleaños. Yo había bajado a los andenes del Subte de Buenos Aires con la intención de viajar hasta el centro de la ciudad.

En aquellos años la gente era más formal que ahora.

Muchos viajaban abrigados debido al invierno, las mujeres bien arropadas y ciertos hombres de edad con el sombrero puesto. En cambio yo era un hippie, algo así como un desclasado. Un mirado de reojo por la gente formal. Un pendejo adolescente, un don nadie. Una especie de lumpen, aunque en el fondo tal vez no lo era demasiado.

Recuerdo perfectamente aquel día. No sólo por ser el día de mi cumpleaños sino porque se rumoreaba que en los kioscos de los andenes se estaba vendiendo Cien Años de Soledad. La editorial Sudamericana de Argentina había sacado a la luz la primicia mundial.  Pero la verdad es que nadie en el mundo sabía nada de eso. Tan solo lo sabíamos acá. Y en el boca a boca furibundo de los lectores la ola de anhelos crecía y todos queríamos tener nuestro ejemplar.  Un pequeño carro de dos ruedas llegó en ese momento  con una caja de cartón y dentro de la caja la novela. Hubo varias personas que se acercaron al comercio y la exigieron a voz en cuello al vendedor que les entregara una.

 Buenos Aires era tan maravillosa en ese entonces que salí con el libro al nivel de la calle y casi lloré.  Había pasado varios meses recluido en una casa  en el campo con esa angustia tan particular de sentir que a uno algo le oprime el pecho y no sabe bien qué es.  Pues bien, a mí me había faltado Buenos Aires. Y allí estaba mi ciudad adorada, con sus fachadas europeas, con el riel de sus tranvías que ya no funcionaban y con la magia de lo inexpresable.

Yo siempre  comprendí  (aún desde joven) que la literatura se trataba solo de lo inexpresable. Y que nunca terminaríamos por escribir lo que en verdad sentimos en el alma. Tenía por entonces  el propósito certero del cuaderno y de la estilográfica, y también de  la Olivetti Lettera 22 que me había comprado con un dinero que me prestó mi padre.

Pensaba desde un primer momento en escribir historias del ayer que algún improbable lector acabaría por leer mañana. Al igual que ésta que ahora emprendo y que no sé si un día llegará a terminarse.

Si existe algún dios de la literatura ese es precisamente Jano. Su mirada bifronte lo dice todo.  Uno mira y es mirado desde todas partes.

A mí me estaba esperando emboscado en una esquina.

Yo era joven, apasionado y con muy poca noción de las cosas.

Ahora que el tiempo pasó, todavía no me explico como estoy vivo y porque no me mataron.  Era millonario en inconsciencia. Tenía los bolsillos llenos de intolerancia. Pero también rebosaba de una juventud inagotable. No sé si viene al caso pero todavía recuerdo aquellas tensiones interminables que solía tener por las mañanas. Ser joven es una profesión de fe. No se tiene ninguna escapatoria. Uno ama a la vida con furia pero nunca se imagina que la propia vida le está ocultando algo. Una cosa increíblemente grave y muy triste y que recién se lo dirá con el paso de  los años.

Algunos meses atrás había muerto Oliverio Girondo. Daniel tenía como una obsesión por él. Yo no tanto. Daniel me decía: “La literatura debe exaltarte. Y si no te exalta ¿Para qué sirve la literatura?” Era una posición de principios, algo de lo que era imposible hablar con él. Se lo aceptaba o se lo negaba. No había ningún término medio en ese tipo de frases. Y yo luego aprendí, aunque en realidad me lo enseñaron los años, que cuando uno adopta una posición de principios lo debe de hacer de viejo,  en los momentos que  el horizonte de la vida se ha convertido en tan estrecho que se está seguro de todo y que no se duda de nada. Hablar de blanco y negro siendo joven es un verdadero disparate. A mí no me gustaba mucho Oliverio Girondo. Daniel, al contrario, le llevaba cada tanto flores a su tumba de la Recoleta.

Marisa, en cambio, desconfiaba tanto de Daniel como de mi persona.  Llevaba el pelo hasta la altura de los hombros. Un pelo lacio y oscuro que le otorgaba un aura de maravilla.  Se peinaba generalmente con flequillo y tenía una nariz pequeña y respingada, de esas que a mí me han hecho cometer tantos errores en la  vida. Ella era artista plástica, pero es una forma de decir. Yo nunca supe en realidad lo que ella era. Supuestamente,  la novia de Daniel, aunque no sé si la palabra novia resulta la adecuada. Ello tenían sexo abiertamente y los “novios” de aquellos años también lo teníamos, solo que lo disimulábamos un poco.

Íbamos en general al Instituto Di Tella, que estaba en la calle Florida.  Casi siempre llegábamos los tres juntos. Así nos aparecíamos por todos lados.  Aquel lugar tan especial estaba en lo que entonces se llamaba “La Manzana Loca”.  Pero el centro neurálgico y donde nos gustaba estar era el Bar Moderno de la esquina de Paraguay y Maipú. Daniel se había teñido el pelo de rubio pero conservaba sus bigotes marrones, que era bastante excéntrico para esos años. Yo llevaba el pelo largo pero lo ocultaba debajo del cuello de la camisa y Marisa usaba siempre una especie de túnica o de vestido hindú que gustaba de comprarse  en la Galería Internacional del Once. Una vez fuimos a ver Libertad y Otras Intoxicaciones  al Di Tella y durante la función dos varones y dos mujeres se besaron en escena. La mujer con la mujer y el varón con el varón. Al salir, y mientras tomábamos un café en el Bar Moderno se nos ocurrió repetir la escena pero, claro, faltaba una mujer, éramos tres y no cuatro.

Ese día Marisa se ofreció a ser la novia de los dos pero a Daniel no le gustó demasiado la idea. A mí tampoco.  Lo cierto es que a partir de ese día la creencia de que yo debía de tener una novia fue rondando en la cabeza de los tres durante varias semanas. Hasta que finalmente conocí a Luciana.

Ella era la hija de un inmigrante italiano que había llegado al país unos diez años atrás, cuando promediaba la década del 50. 

Luciana siempre decía que su padre había sido “el último inmigrante”. Que luego de él ya no había arribado nadie más desde Italia. Lo decía con algo de sorna pero no por eso dejaba de ser cierto. Europa comenzaba a recuperarse de la guerra y Argentina, en ese tiempo, declinaba. El hombre tenía una fábrica de sandalias en el barrio de Pompeya y Luciana cada tanto le regalaba a Marisa un par de esas sandalias. Eran perfectas para sus vestidos hindúes. La primera vez que intimamos me dijo que me adoraba y que yo tenía el pelo tan largo como sus ilusiones. A mí me dieron ganas de morderla, con suavidad, pero bien fuerte y pasamos una noche de locos en la cama, que luego se extendió al resto del tiempo  y que casi dura una semana.

A partir de aquel día fuimos los cuatro juntos a todas partes. Pero Luciana no usaba vestidos hindúes. Luciana usaba unas minifaldas que conmocionaban al planeta tierra. A veces debía de ponerme fuerte ante cualquier agresión para poder defenderla de las provocaciones  de algunos desubicados.

Nos gustaba fumar porros juntos a los cuatro en la casa de Daniel, del barrio de Caballito. Estábamos allí escuchando a Bob Dylan como si estuviéramos alucinados. La yerba era de origen colombiano y Daniel la conseguía en el propio Bar Moderno. Se la compraba a uno de los mozos. Una vez Marisa dijo:

–Pues bien, ya están dadas las condiciones. Vamos a besarnos los cuatro.

Y si bien parecía algo medio insólito nos preparamos para hacerlo. Empezamos por lo fácil.  Daniel la besó a Marisa y Luciana se colgó de mi cuello y me dio un beso que me dejó sin aire. Hasta ahí todo estaba bien, pero luego Daniel fue decidido a besarla a Luciana y estuvo varios segundos apretando sus labios. Después yo me acerqué a Marisa, le besé la punta de su nariz respingada y ella me mordió los labios. No había manera de dar marcha atrás. Quemamos las últimas pitadas del porro, Marisa y Luciana se besaron con una facilidad asombrosa  y luego Daniel se acercó y me beso en los labios, algo ciertamente raro y que no entendí muy bien. Se puede decir que hasta ese momento era todo normal, tan solo que Marisa se arrimó a Daniel y a mí y luego comenzamos a besarnos los tres en un triple beso extraordinario.  Luciana se fue acongojada hasta el balcón y pareció estar llorando.

The times, they are a changing –cantaba Bob Dylan en el combinado.

Pero no eran aquellos tiempos precisamente fáciles.  No sé lo que pasó, no lo tengo demasiado claro. Pero a partir de aquel día Luciana comenzó a alejarse bastante de mí. Tuve que seguirla a todas partes. Ella en verdad me importaba. Era dulce, tierna y cambiante. Tenía un aire a Marianne Faithfull que a mí me importaba. Sin embargo, comenzó a dudar mucho después de aquel beso entre los cuatro. Se retraía. No me contestaba las llamadas y viajaba mucho a Villa Gesell, una localidad balnearia de la costa donde su padre estaba levantando un pequeño hotel para el turismo.

Y yo no tenía ninguna intención de dejarla.

Marisa se burlaba de mí cuando me encontraba melancólico y solo en algún rincón. “¿Qué le ves a esa mina?”, me decía. “Yo soy mucho más linda que ella”. Y en cierto modo tenía razón. “Vos nunca serás mía, Marisa”, le contestaba con desgano. “Nadie es de nadie”, me replicaba lapidaria. Pero lo suyo era un eufemismo. En su interior dudaba de que semejante frase fuera cierta. Yo hubiera aceptado de buen grado que ella fuera mía y quitársela a Daniel.  Sin embargo Marisa tenía otras ideas al respecto. Le alcanzaba con el equívoco y con la ambivalencia.

Argentina era un volcán, pero un volcán que no explotaba. Todo estaba latente, al igual que la inconsciencia de las cosas. En el Di Tella actuaba Nacha Guevara y pronto se vendría el Cordobazo.

Daniel me trajo en aquel tiempo un manuscrito de casi doscientas hojas escritas en un libro contable. Lo había robado en el trabajo y le sirvió para volcarse a su primer intento literario. Era una especie de libro de actas, supongo, originalmente, pero no tenía renglones. Eso obligó a Daniel a un enorme esfuerzo caligráfico para poder seguir la escritura en línea recta.  Lo que me asombró en un principio era que tenía muy pocas correcciones. O mi amigo era un genio o aquello era un desastre.

“Es la historia de un hombre que se convierte en larva”. Me dijo con inusitada seriedad. “Vive en el suburbio, en Lanús, y todo en su vida es oculto o  larvado, por eso se convierte en larva”. Yo le contesté que aquello me traía cierta reminiscencia de La Metamorfosis y de Kafka pero el descartó esa relación por completo.  Cuando le pedí que me lo deje para poder leerlo contestó:

–No te lo puedo dejar porque todavía no lo he terminado.

Luciana, mientras tanto, estaba en Gesell, en el hotel de su padre. Yo finalmente logré hablar con ella y terminó por invitarme al hotel.  Era carnaval y la Villa estaba repleta. Ella me consiguió lugar en una especie de bohardilla que había en el cuarto piso, lo que resultaba para mí por completo inaceptable. El hotel tenía tres pisos, por escalera. Y la bohardilla del cuarto era casi inaccesible, no tenía puertas y se debía entrar por una escalera vertical de madera. Su techo era prácticamente  el armazón de las tejas  del edificio y constaba de una pequeña cama, un ropero y una mesa de luz. Supuse que se estaba vengando de mí, por alguna razón que desconocía,  pero luego me di cuenta que su verdadero objetivo era tenerme allí para practicar sexo todas las noches. Residencia gratis en Gesell a cambio de un poco de locura sexual nocturna y desenfrenada. El trato no era del todo malo así que enseguida se disipó mi enojo.

Una madrugada salimos juntos de La Mosca Verde, atravesamos el Pinar y terminamos en la playa.

La luna del Atlántico le bañaba la mirada.

–Vos estás muy comprometido con ellos dos. –me dijo mientras encendía el ultimo porro que me quedaba en el bolsillo. –Solamente ves las cosas a través de un prisma. Y el prisma tiene nombre. Marisa y Daniel.

Yo preferí no contestarle nada.

No entendía demasiado bien lo que me estaba queriendo decir. O acaso no me convenía entenderlo. Nos metimos dentro de una carpa y luego de cada pitada le quitaba una prenda de la ropa.  Cuando estuvo casi desnuda le dije: “Hoy no vas a gemir, hoy vas a gritar como una loca”.  Y así estuvimos aquella madrugada en la carpa del balneario. La acariciaba desnuda sobre la arena porque de ese modo me parecía más sensual. La arena en su piel trastocaba mis sentidos. Tenía el propósito machista de dejarla muerta. De que recordara en el futuro que nadie le había hecho el amor como yo en aquella  noche.  Un propósito un poco absurdo ya que las mujeres nunca sueltan prenda de estas cosas.

Luego escapamos a tiempo de allí, pocos minutos antes de que pasara el guardián del lugar con una linterna en la mano.

En Buenos Aires, mientras tanto, lloviznaba.

Eso me dijo Daniel por teléfono cuando por fin logré comunicarme.  Aguardé más de una hora para hacerlo mientras esperaba en la larga fila de la cooperativa telefónica.

Después todo terminó. 

Marisa fue ingresada en una clínica para desintoxicarse y Luciana enviada por sus padres a Italia. Daniel cayó preso por vender droga y yo me quedé solo en la ciudad de Buenos Aires.

Nadie sabía bien lo que iba a pasar en el país. Las cosas se estaban poniendo cada vez más  violentas y como no tenía otra cosa que hacer me  la pasaba leyendo y releyendo el libro de García Márquez.

Finalmente comprendí lo que era aquello de “ser adulto” y supe de manera inevitable que mi vida en el futuro no sería otra cosa que una serie de interminables concesiones. 

Jano finalmente había dado conmigo.  

Los Beatles se habían separado y yo logré conseguir trabajo en un teatro.

Los años comenzaron luego a pasar y entonces me fui olvidando de a poco de nosotros cuatro.

 

 

                                                                                                              ©2024

sábado, 4 de enero de 2025

El Último Verano de Paula Rhys


 

El último verano de Paula Rhys

 

Es difícil de olvidar ese Diciembre del 2001.

Yo venía de cumplir cincuenta años y aquel número 5 delante de la cifra de mi edad no me causaba ninguna gracia. Sentía, equivocadamente, que ya comenzaba a ser un viejo y que la vida no sería otra cosa, en adelante, que un devenir de sucesos sin relevancia y sin pasión alguna.

El país se desmoronaba.

Había un saldo de  30 muertos y cinco presidentes en una semana y yo me preocupaba por mi edad. Supongo que había en ello algún acto reflejo de necesidad personal para que la situación no me causara, todavía, más dolor del  que podía soportar.  Por lo tanto solo, divorciado, con una pequeña renta y mis hijos en Europa decidí viajar e instalarme en el departamento que en aquel tiempo tenía en Valeria del Mar.

Detrás de mí, en Buenos Aires, quedaba el escándalo y el bochorno.

Fue así que salí de la Terminal de Retiro siendo presidente Rodríguez Saa y cuando llegue a mi destino ya no era presidente nadie. Al año 2001 le quedaban apenas un par de días y el futuro del país era muy incierto.

Aquella tarde me instalé en la pequeña vivienda con un enorme espacio vacío en el alma.  Había cumplido los consabidos cincuenta años y no sabía lo que iba a hacer con mi vida y ni tampoco lo que iba a suceder en el  país con la gente. Ser argentino siempre ha sido apasionante. Por eso guié mis pasos en dirección al bar de la calle Espora, me bebí un par de whiskys y saludé  gente amiga que hacía bastante tiempo que no veía.  También ventilé la casa, lavé algunos utensilios y conecté la TV por cable.

Al otro día era fin de año, así que me invitaron a una modesta reunión donde apenas se pudo brindar con una cierta timidez al llegar la medianoche.

Después comenzaron a llegar los turistas.

No fue el aluvión que siempre se espera para ese día pero lo cierto es que llegó bastante gente. Por suerte la ubicación de mi vivienda (casi en el límite con Cariló) me mantenía en general alejado de cualquier muchedumbre. Fue así que comencé una rutina que solo incluía la playa, la lectura, un poco de música y de TV y las tertulias y las bebidas del bar de la calle Espora.

Hasta que un inesperado mediodía me crucé con Paula Rhys.

La conocida estrella del cine y la televisión pasó caminando a mi lado, bellísima y lejana. La verdad es que me sorprendí por su presencia y la saludé con una cierta torpeza. Ella apenas me regaló una sonrisa. Pero… ¿Qué era lo que estaba haciendo allí una mujer tan famosa?

Los días siguientes confirmaron la rutina. Paula pasaba a eso de la diez de la mañana en dirección al norte y luego regresaba en horas del mediodía, caminando hacia el sur. Yo la miraba desde lejos, sentado en la reposera y leyendo a Milan Kundera.  Algunos amigos me habían recomendado en su momento La Insoportable levedad del Ser y recién ahora les hacía caso.

Estaba bien, estaba confortable allí.

Podría llegar a quedarme hasta que llegara el fin del mundo.

Aunque a mí lo que más me intrigaba no era el fin del mundo sino Paula Rhys. Ni bien llegaron los turistas ella comenzó a utilizar diferentes gorros, capuchones  y sombreros.  También usaba enormes anteojos para sol y hasta pañuelos que le cubrían buena parte del rostro.

Prácticamente no era reconocida por nadie.

Ella estaba, con toda seguridad, al borde de los cuarenta y era muy famosa en el país. La TV había recogido su imagen desde niña, en los programas infantiles y luego en las novelas románticas del horario principal. También había arrasado en la taquilla en el teatro de verano en Mar del Plata y en  varias películas del cine argentino de los últimos años.

Lo cierto es que Paula Rhys ignoraba olímpicamente a todo el mundo y solo trataba de que nadie la viera por ese lugar.

Aunque en mi caso personal solía hacer una excepción.

 Siempre me saludaba con una mirada cómplice y lejana cuando pasaba cerca de la reposera  en el borde del mar.  Supongo que aprobaba la discreción que tuve desde aquel día en que nos cruzamos por la playa desierta y casi la llevé por delante sin darme cuenta. Intuitiva como toda mujer Paula Rhys estaba en lo cierto. En ningún momento le comenté el asunto a nadie.

Hubo  algunas veces en las que intenté seguirla desde lejos para averiguar el lugar donde paraba. Algo descabellado, por cierto, y sin propósito alguno. Me intrigaba, sin embargo, su presencia en la playa. Ese afán de no ser reconocida y de pasar de incógnito ante la gente del lugar.  Ella vivía en los hechos en Cariló. Aunque siempre realizaba su caminata diaria en dirección al norte, a Valeria del Mar.

Para gente poco habituada como yo, el límite entre ambas localidades suele ser muy difuso.  Se supone que donde acaban las calles con nombres marinos termina Valeria del Mar y donde comienzan las calles con nombres  de árboles empieza Cariló.  Lo cierto es que un día la vi salir a Paula, de pura casualidad, de una casa frente al mar, cercana a la playa y a la calle Roble y eso despejó todas mis dudas. .

La propiedad era bastante singular, no tenía habitaciones en altos, solo una azotea y un pequeño jardín de un par de metros en el frente. La fachada era gris y la puerta de entrada muy simple. Desentonaba mucho con las mansiones que la rodeaban y parecía haber sido  construida de una manera precaria muchos años atrás. De todos modos regresé contento con mi descubrimiento.

Al otro día estaba nublado y casi sin gente en la playa.

Las olas eran bastante altas y el viento fuerte. Así que tomé la tabla de surf de mi hijo mayor y decidí probar suerte.  Él me había enseñado el take off, que es la primera maniobra que hacen los surfistas y en general aprobaba mi técnica.  Claro que eso había sucedido diez años atrás, cuando mi hijo era todavía un adolescente y yo tenía nada más que cuarenta años.

De todos modos lo intenté.

Remaba acostado sobre la tabla y en cuánto podía trataba de pararme sobre ella, listo para deslizarme sobre la ola que llegaba. Naturalmente, me costaba mucho erguirme y en general me caía bastante seguido al agua. Aunque al final, en el enésimo intento tuve suerte y permanecí parado sobre la tabla un tiempo largo.  La ola me fue llevando hacia la costa y eso me provocó una gran alegría.  Hasta que una segunda ola sobrepasó la que yo surfeaba, hizo que perdiera el equilibrio y me arrojó hacia adelante.  Luego colapsé por el costado y fui arrollado por al agua. Llegué al borde de la playa tambaleante y de la forma en que pude intenté levantarme hasta que la tabla, que andaba a la buena de dios, me pegó fuerte en la espalda. Entonces caí hacia adelante y fui rodando hasta quedar tirado en  la arena.

Paula Rhys pasaba en ese momento por el lugar y comenzó a matarse de la risa.

Me levanté como pude y fui en busca de la tabla antes de que se la llevara el mar.

–Eso te pasa por hacerte el pendejo. – me dijo por lo bajo.

Y luego siguió caminando sin parar de reírse.

Aquella vez pasé el resto del día en la cama.  Estaba molido por el esfuerzo y por los golpes recibidos en el mar.  Cuando me di una ducha noté en el espejo que se me había formado un gran moretón a la altura de la espalda.

Era casi un despojo humano.

Sin embargo estaba como sorprendido por esa especie de química cómplice que se había desarrollado entre Paula y yo a lo largo de los días. En especial por el tuteo y el uso de la palabra “pendejo” de parte de ella. Había sido tan solo un concierto de miradas a lo largo de la semana y ahora por fin intercambiábamos una frase. Aunque eso de “intercambio” era excesivo. En realidad había hablado ella sola. Yo no le pude contestar porque en el estado en que estaba no me salían las palabras. Finalmente me dormí a la noche mirando Los Sopranos.

Al día siguiente llovió casi todo el tiempo.

El mar es melancólico cuando llueve y a mí me gusta mucho mirarlo desde la ventana. Increíblemente, a eso de las diez de la mañana, Paula Rhys pasó caminando por el borde del agua. Llevaba una gorra de beisbol cubriéndole la cara y una campera impermeable. La vi perderse entre la humedad del aire en dirección al centro de Valeria del Mar y eso me dejo pasmado; no era precisamente un día para andar caminando por la playa. Un par de horas después regresó de la  caminata y atravesando los médanos buscó el camino hasta su casa. Algo inexplicable me atraía fuertemente a esa mujer.  

No solo su belleza sino también su comportamiento.   Esa conducta, tan aferrada a la rutina y la extraña y desafiante soledad de la que disfrutaba con impunidad y hasta con alevosía. Daba la impresión de andar tan solitaria como yo,  y a mí me pareció que esa era una oportunidad para conocerla de la manera más íntima que fuera posible.

“Voy a invitarla a salir –me dije- no tengo nada que perder”.

Y así anduve casi un día entero pensando en la forma más conveniente y efectiva de abordarla. Rumié los pensamientos más absurdos y elaboré los planes más minuciosos pero ninguno me convenció demasiado. Al final decidí hacerlo de la manera espontánea  y exactamente igual que en  mi juventud: tomar la determinación de improviso  y arrojar la moneda al aire sin importar lo que salga.

Toda la mañana anduve caminando de un lado al otro para tratar  “casualmente” de encontrarla pero no tuve resultado alguno. Aquello me molestó.  Día tras día me cruzaba con ella, sin quererlo, en la playa y ahora que deseaba hacerlo no la veía por ningún lado. Hasta que por fin la hallé cuando entraba a su casa.  Fui sin darle tiempo a nada y le dije:

– ¿Paula, te puedo invitar a salir?

Ella me miro algo extrañada y contestó:

–No, no podés, porque yo no salgo a ningún lado. A mí no me gusta salir. En todo caso, a mí lo que me gusta es entrar.

Aquella contestación me tomó muy desprevenido. Estuve varios segundos sin atinar a decir nada y por un momento me vi perdido por completo. Una luz inesperada, sin embargo,  me iluminó el cerebro en el último instante.

–En tal caso –agregué– Te invito a entrar a mi casa ¿Qué tal?

–Sí, podría ser. Pero mejor entrá vos a la mía. Te espero esta noche a las nueve, dale.

–Está bien ¿Y qué llevo?

–En El Buen Sabor hay cosas ricas. –dijo.

Luego se dio vuelta, se metió en la casa y me cerró la puerta prácticamente en la cara.

Aquello colmó mis expectativas por completo. Volví caminando a mi departamento bajo una fuerte sensación de irrealidad. Había conseguido una cita con la más bella, acaso, de las actrices argentinas y en su propia casa. Por momentos hasta pensé en pellizcarme el brazo para ver si en realidad todo aquello era cierto. Pasé por el bar de la calle Espora y me tomé un par de whiskys y al final dormí una larga siesta.

Deseaba estar en mi plenitud para la noche anhelada.

Luego pasé por El Buen Sabor, acicalado, con mi mejor ropa y mi mejor perfume. Compré mariscos, en general y me fui con el paquete hasta la casa de Paula.

Ella me franqueó la entrada y yo casi me desmayo. Estaba vestida con un pequeño short, bien corto, y en la parte superior el corpiño de una bikini de color rosa. Eso solo y nada más.

Aquella era una noche cálida en Valeria del Mar.

Dejamos los paquetes de comida en la mesada de la cocina y lo que primero noté era la increíble rusticidad de la vivienda. No concordaba en modo alguno con ella. Una mujer muy hermosa, fina y seguramente millonaria.

Luego Paula me invitó a sentarme en un enorme sillón y comenzamos a charlar. Habló de sus inicios, de la obstinación de su madre que la llevaba a los concursos y a los castings del tiempo de su niñez. Ella era una mujer puntillosa y obsesiva y  solo ambicionaba  que su hija “triunfara”. Y Paula, en cierto modo, se había dejado llevar.

Su padre, en cambio, era un albañil que nunca había logrado mejorar en su oficio. La casa dónde estábamos la había levantado prácticamente con sus propias manos. Un terreno comprado allá por los años setenta con poco dinero y mucho sudor y que dio como resultado esa casa donde ella y yo estábamos charlando ahora. Cuando le pregunté por sus padres me dijo que los dos habían muerto muy jóvenes. Esta respuesta dio paso a que supuestamente le preguntara por ella y su situación actual pero eso me pareció demasiado imprudente para un invitado que estaba allí hacía apenas media hora. Así que le dije, cambiando de conversación:

– ¿No tendrás algún buen vino para tomar?

Paula se levantó y trajo un torrontés helado de no sé que marca. Y sobre una mesa lateral comimos los mariscos que había comprado en El Buen Sabor. Ella apenas probó algunas rabas pero bebió bastante vino blanco.

Entonces aproveché para contarle algo de mí y de mi divorcio. Y de los hijos que tenía en Europa. Uno cercano al Opus Dei y seminarista en España y el otro ingeniero en Fráncfort, Alemania.

–Es rara la vida. –me dijo terminando su vaso.

Luego volvimos al sillón y con el control remoto en la mano me preguntó si deseaba ver algo. Le dije que me gustaban Los Sopranos y entonces ella comenzó a cambiar de canal. Mientras pasaba de canal en canal, en uno de ellos, pude ver su imagen actuando en un programa. Aquello me volvió a parecer irreal pero Paula no le dio la menor importancia y siguió cambiando de señal hasta llegar a la que daba la serie que a mí me gustaba. Luego se sentó a mi lado y dijo:

– ¿Te fumarías un porro conmigo?

Yo le contesté que sí, pero interiormente dudaba un poco. Siempre he sido un hombre del alcohol y a mí esas cosas no me gustaban mucho y casi nunca las había probado. Lo cierto es que Paula se apareció con un cigarro enorme, una especie de porro gigantesco y con lo que quedaba del torrontés servido en dos vasos.

Miramos juntos Los Sopranos.

Ella bebía un pequeño sorbo y luego le daba al cigarro una profunda pitada. Yo, naturalmente hacía lo mismo.  Y así durante un buen rato. Hasta que comencé a notar que Tony Soprano salía de la pantalla. Su imagen se volvía un poco gris y luego tornasolada.

Increíblemente era verdad. ¿Acaso no estaba sentado junto a una estrella? ¿Por qué Tony Soprano no podía salir de la pantalla? Paula se reía y aprobaba lo que yo pensaba. Y así le fui dando al cigarro una pitada tras otra hasta que una fuerte luz rodeó el televisor y entonces ya no recuerdo nada,

Desperté al otro día, acostado en el sillón y en posición dorsal porque de lo contrario no entraba en el asiento donde me hallaba. En un momento supuse, por el resplandor, que ya era de mañana y cuando vi el reloj pude confirmarlo. Eran las diez menos cuarto. Fui enseguida al baño como si fuera un zombie y puse la cabeza debajo del chorro de agua. Por momentos sentí que el cerebro me explotaba. Me peiné y me lavé la cara y luego fui en busca de café pero no lo hallé por ningún lado. Lo único que había era té verde y eso a mí no me gustaba. Así que le dejé a Paula mi número de celular en un papel de la cocina, anotado con marcador y con símbolos bien grandes. Luego fui al bar de la calle Espora, me bebí un café doble y finalmente regresé a mi casa a pegarme una ducha.

No entendía muy bien lo que pasaba.

Paula llamó, por suerte, al promediar la tarde. Estaba muy jovial y no paró de hacerme bromas.  Se burlaba de mi poco aguante y de lo que había pasado anoche. Me dijo que era un careta y un flojo para los porros.

–Eso no era un porro, mujer. –le contesté– Eso que me diste era un habano de marihuana.

Esa última frase la hizo reír sin parar y luego terminó la conversación sin que quedáramos en nada. Yo  aproveché para descansar durante la tarde. Volví al libro de Kundera y al reposo y aproveché para tratar de reponerme un poco.  Cuando oscureció y comencé a notar que las estrellas brillaban en el cielo del mar decidí ir hasta la casa de Paula, sin avisarle y sin llamarla. Compré un ramito de fresias en el centro y cuando llegué toqué en el rustico llamador de la entrada. Ella salió y me miró no demasiado asombrada.

–Anoche me faltó algo. –le dije.

– ¿Que te faltó?

– Me faltó enseñarte el moretón que me hice el otro día surfeando en la tabla.

–Hombres…-dijo moviendo de un lado a otro la cara.

Y después me franqueó la entrada.

Aquella vez  pasamos una velada fabulosa. Por un par de horas Paula dejó de ser una estrella de cine para convertirse simplemente en una mujer. Ni bien tuve su cuerpo desnudo junto al mío tan solo pensé lo que pienso siempre en ese trance. En darme absolutamente por entero y en hacerla sentir a ella lo más feliz que pueda serlo en ese instante.

Con la extenuación llegó la incredulidad y con la incredulidad volví a sentir que no era verdad lo que me estaba pasando.

Paula se puso un pequeño pijama porque ya comenzaba a refrescar y casi sin decir palabra me fui quedando dormido  junto a ella en su casa. Pasamos la noche abrazados y desayunamos juntos. Yo bebí el té verde que no me gustaba, y el jugo de pomelo y las galletitas con omega3 que guardaba en la alacena. Al parecer, así desayunaba una estrella de cine todas las mañanas.

Luego me despedí porque no deseaba interrumpir ni su rutina ni sus caminatas. Quedamos en hablarnos por la tarde. Ella me despidió con un beso y lo primero que hice fui ir hasta el bar de la calle Espora y  pedir un café con leche con medialunas.

Después regresé a mi casa.

Al rato mi hijo ingeniero, que vivía en Alemania me mandó un mensaje de texto. Quería saber como iban mis cosas en el país y en la playa. Le contesté con algunos monosílabos y con algunas frases cortas. Al final me preguntó “¿Conseguiste alguna novia?” y yo le contesté que sí, que estaba saliendo con una actriz de cine. Aquello seguramente lo intrigó y volvió a preguntar “¿Y con quien, se puede saber?”. “Con Paula Rhys”, le contesté. Y se ve que no me creyó porque volvió a enviar un último mensaje: “¡Que mentiroso que sos! ¡Qué tipo hijo de puta!”  y allí se rió y cortó el contacto.

A la tarde fui a visitarla porque sabía que a esa hora iba a encontrarla. Ya me conocía al detalle los horarios de sus caminatas. Estuvimos un rato hablando del clima hasta que le apoyé el dedo índice en los labios y le pedí que se callara.

–Tengo algo que decirte, te ruego me escuches con atención. Este par de semanas que llevo acá han sido de las más felices de mi vida. En especial luego de lo de anoche. En este momento debo ser el hombre más feliz del mundo. Quiero que sepas que sos absolutamente libre de todo, que no quiero interferir para nada ni en tu vida ni en tu carrera y que para mí todo lo que digas está bien. Y que haré absolutamente lo que quieras que haga. Soy el hombre más feliz del mundo ahora. Nadie puede ser más feliz que yo.

Y en ese momento, luego de mis palabras noté que a ella, mientras me escuchaba mirando hacia el mar,  se le resbalaba una lágrima.

–Por favor –me dijo– Dejame sola. Necesito quedarme sola.

Así que a mí no me quedó otra alternativa que hacerle caso. Me acerqué y la besé en la mejilla secando sus lágrimas y salí para caminar un rato por el centro de Cariló. Deseaba tomar aire. Todo lo que estaba sucediendo era demasiado vertiginoso para mí y por momentos hasta sentía que la situación me desbordaba.

Ya era un hombre grande y no quería cometer ningún desastre.

Al caer la noche fui hasta mi hogar pero Paula enseguida me llamó porque necesitaba verme. Creo que batí el record de trayecto entre ambas casas, pero cuando llegué sentí a mi corazón latiendo por completo desolado.

Paula se hallaba en el mismo lugar donde yo la había dejado pero sus ojos estaban enrojecidos por el llanto. Me acerqué, le mesé el pelo y la obligué a sentarse en el sillón.

–A ver. –le dije– Ya te dejé bien en claro que voy a hacer lo que vos me digas. Si vos querés que esto se termine acá, se termina y nada más. Si querés nos vemos el verano que viene. ¿Te acordás de EL Año que Viene a la Misma Hora? Bueno, nosotros hacemos lo mismo y listo.

Ella me miró desde el sillón y dijo:

-No sos el hombre más feliz del mundo, nunca lo fuiste ni tampoco lo serás. Tenés que saber que no hubo ni habrá “año que viene” para nosotros dos.

-No te entiendo… ¿Qué me querés decir?

–Sos una persona muy buena. Me tocaste el corazón. Pero yo nunca debí aceptar esta relación. Ha sido un grave error de mi parte. No habrá ni año, ni verano que viene, ni nada para mí. Tengo un aneurisma en el centro del cerebro, inaccesible a la operación, ni bien se rompa moriré. Puedo vivir dos horas, dos días, dos semanas o dos meses, nada más.

– ¿Me estás jodiendo no? Balbuceé.

Aunque íntimamente sabía que ella me estaba hablando en serio.

–He venido aquí a esperar la muerte haciendo lo que más me gusta hacer en el mundo que es caminar junto al mar. –agregó. Te he dado la primicia. No lo sabe nadie. Ni bien conocí  el resultado de los estudios hice un pacto de silencio con mi médico y él lo cumplirá.

Luego de escuchar aquella frase me senté en el mismo sillón donde la noche anterior mirábamos la tele y fumábamos el porro. Me tomé la cabeza y luego pasé mis dedos por los ojos, frotándolos un poco, cómo si me quisiera despertar. Al final me sobrepuse, me levanté y le dije:

–Sostengo mi oferta Paula. Haré absolutamente lo que me digas que haga. Pero no te mueras aquí, solitaria;  permite que te acompañe hasta que llegue el final.

–No sé lo que voy a hacer. –dijo con una voz entrecortada. –Voy a pensarlo bien. Si yo no te llamo, no vengas más.

Entonces me levanté y regresé a mi casa con la cabeza un poco encorvada sobre el pecho y una profunda tristeza y desconcierto en el alma. Siempre sostuve que los hombres no deben llorar. Al menos en público. Así que cuando llegué al departamento me puse a llorar un largo rato, aprovechando que no me veía nadie. Ni comí, ni bebí nada. Sólo me arroje sobre la cama pero casi no dormí en toda la noche..

Al día siguiente Paula me llamó.  Yo me di una ducha y me recompuse como pude porque no deseaba darle una mala impresión. Ni bien golpeé el llamador abrió la puerta y me dio un abrazo de esos tan largos que no parecen acabar nunca.

Bebimos juntos su ya famoso té verde y dejamos establecidas algunas cosas. Ella me dio la dirección de su tía y de su prima hermana y del escribano donde había dejado todos los papeles arreglados a favor de ellas, que eran los únicos parientes de sangre que tenía en el mundo. Paula llevaba dos divorcios en su haber y nunca había tenido hijos. También  me pasó los teléfonos de su medicina prepaga, incluido el de la ambulancia. Dejó las cosas formales en mis manos y pareció liberarse de todo.

A partir de aquel día ya no se ocultó más.

Siguió caminando de manera rigurosa por el borde del mar que era lo que ella más amaba en la vida, pero también dejó de esconderse o tapar y disimular su cara. Nos bañábamos juntos arremetiendo contra las olas y nos matábamos de la risa las veces en que yo intentaba enseñarle surf. También comenzamos a salir por las noches a comer en algún buen restaurant o a bailar en algún sitio de moda. Ya no le importaba que la reconocieran y había dejado esa cuestión de lado.

Así estuvimos juntos todo el mes de Enero. Y en todo ese tiempo casi no hicimos el amor. Siempre  la contenía a base de caricias y de gestos amables y ella le alcanzaba con eso.

El primero de Febrero a la noche tuvo un leve desmayo. Yo la lleve hasta su cama porque se mareaba un poco.

–No me siento bien -dijo. ¿Podrías prepararme un té?

Entonces fui a la cocina para prepararle su adorado té verde. Se lo traje lo más rápido que pude y cuando llegué la noté como desfallecida en la cama. Respiraba de una forma muy distinta a lo habitual y poco a poco fue hundiendo su cabeza en la almohada. Después dejó de respirar y enseguida murió.

Fue así que llamé a la ambulancia y me hice cargo de todos los recaudos del caso.

              Por su propia voluntad no hubo ni velorio ni entierro. Me entregaron las cenizas y las arrojé en el mar frente a su casa tal cual ella me había indicado. Después cerré mi departamento y le otorgué un poder a un administrador para que lo vendiera  porque me juré a mi mismo no volver nunca más por allí.

Finalmente regresé en el ómnibus a la Ciudad de Buenos Aires del mismo modo en que  había llegado a finales de Diciembre del año anterior, justo cuando acababa de cumplir cincuenta años y una fuerte crisis política se abatía sobre el país. Esta vez parecía estar todo mucho mejor  y había en el poder un nuevo presidente que se llamaba Eduardo Duhalde.

El país había superado su crisis y yo, al parecer,  la mía.

El transporte se dirigió entonces rumbo al norte y a la ciudad que tanto amaba.  Noté que no llevaba muchos pasajeros y que a mí me había tocado viajar sentado  y solo en la parte de atrás del autobús. 

Sin embargo no fue del todo así.

 Cuando me puse a mirar el asiento que estaba a mi costado pude verla  a Paula mesándose el pelo y haciendo la misma sonrisa cómplice de siempre. Aquella adorada visión de su imagen me hizo comprender que hasta el final de mi vida ella habría de estar presente en todos mis asuntos y en todos mis anhelos.

Así en mi mente como en mis sueños,

Así en la tierra como en el cielo.

 

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