viernes, 16 de agosto de 2024

Un Largo Viaje

 La muerte me pasará a buscar en un remise
que no he solicitado.

Vendrá manejando una chica de barrio
de esas que tanto me han gustado.

Seguramente la esperaré en la calle,
parado en la vereda y observando el tránsito

Y no quisiera complicar su tarea.

Porque seguro que ella vendrá
Entre la marea de vecinos que pasan,
De repartidores y niños que salen de la escuela.

Luego se  detendrá junto al cordón, para que suba
Y nos iremos juntos, en un viaje muy largo.



@2024

lunes, 10 de abril de 2023

En el año 2003


 

Aquella vez, en una de las mesas alejadas del Petit Colón, ella me dijo que nunca imaginó que su corazón podría latir tan fuerte por alguien que no fuera su marido.

Era el año bisagra del 2003 y aún era presidente Eduardo Duhalde. Yo no quise darle intensidad dramática a lo que sucedía pero a mí, la verdad, me pasaba lo mismo. Su nombre era Adriana y hoy, que comienza a aproximarse, de a poco, mi vejez, muchas veces me pongo a pensar en ella.

            Lo nuestro incluyó de todo un poco. Fue una mezcla de inconsciencia y de suerte, de lapsos breves y situaciones increíbles y precisas que con el tiempo se fueron dando a nuestro favor y ayudaron a que todo pasara sin dolor y sin escándalo.

            Yo andaba en los cincuenta años y ella era un poco menor. Los dos casados y sin ningún conflicto aparente con nuestra pareja. Si me lo preguntan ahora diría que no sé bien lo que pasó. Teníamos trabajos diferentes  pero dentro de un mismo edificio. Ella era asistente del gerente general de una empresa que no voy a nombrar y yo secretario adjunto en una oficina del Poder Judicial.

            Ambos teníamos un buen pasar y buenos ingresos.

            Nos conocimos un día en que compartimos una mesa en Edelweiss que era el lugar donde íbamos a almorzar. Ya no quedaba lugar libre y decidimos convenir en sentarnos juntos en una pequeña mesa.de la parte de atrás. Ella realmente tenía una conversación encantadora y una fuerte cultura general. Resultó un momento agradable y al final elegimos diferentes  postres, yo, panqueque con dulce de leche y ella budín de pan.

Lo recuerdo como si fuera ahora, aunque es algo en verdad singular.

Me refiero al recuerdo y al uso que los humanos solemos hacer de él. Es como un juego dentro de la mente que privilegia algunos hechos, en este caso los postres y cubre de niebla todo lo demás.

Adriana era una mujer deslumbrante, aún para mí, un tipo supuestamente “bien casado” para la mirada de la sociedad.

Ella había nacido en Bahía Blanca y algunos avatares la hicieron recalar en Buenos Aires. Aunque en realidad era originaria de Monte Hermoso, lugar donde pasó su niñez. Nunca llegué a establecer  una relación geográfica entre ambos lugares, aunque sabía que estaban cerca el uno del otro.

Algo sucedió, sin embargo, en aquel tiempo; bastante bien específico y bien concreto: yo sentí que al haberla conocido, y de una manera inesperada, algo había cambiado en mi interior para siempre.

Fue así que al día siguiente de aquel encuentro, aún cuando había mesas libres, y de manera un tanto virtual, volvimos a almorzar juntos en Edelweiss. Y así también los días siguientes. Una motivación intensa nos llevaba a estar juntos y compartir esas charlas del mediodía. Algo tácito y sobreentendido que no queríamos (ni podíamos) evitar. Tal es así que luego de una semana, y para disipar sospechas de compañeros de trabajo que comían en otras mesas, decidimos cambiar de lugar y encontrarnos en el Café Paulín, a unas seis cuadras de allí. Un lugar distinto, sin mesas y con una barra espectacular que a veces impedía nuestros intercambios de miradas ya que almorzábamos sentados de costado uno con el otro.

Eso trajo, de todos modos, también una cierta intimidad y a veces ella solía apoyar su cabeza en mi hombro.

Fueron, para los dos, tiempos inaugurales que no pudimos evitar.

Un buen día terminamos juntos en un hotel de la avenida Independencia. Fuimos en su auto y planeamos las cosas con todo detalle, manejamos el tiempo casi al minuto y entonces salimos airosos. Éramos bien conscientes de lo que estaba pasando. Y aunque nos dominaba la pasión ella y yo sabíamos que no podíamos cometer el más mínimo error. Todos los convencionalismos del mundo nos cercaban. Y también la ética o la moral, por supuesto.

Después de aquel mediodía en el hotel tuvimos una larga conversación.

Fuimos a tomar café a un bar cercano y estuvimos bastante tiempo allí. A los dos nos costaba elaborar lo sucedido y ponerlo en palabras. Yo sentí que estaba loco por ella pero en ningún momento se lo dije. Pensaba en mi mujer, en mis dos hijos en la facultad y en mi matrimonio, pero no estaba al tanto de lo que pensaba Adriana.

Sabíamos del riesgo que corríamos, eso es cierto. Aunque la verdad fue que no pudimos resistir la atracción del uno por el otro. Y pronto elaboramos un plan de circunstancias y horarios que permitiera encontrarnos una vez por semana. Algo planeado y casi perfecto pero que debía cumplirse al pie de la letra.

Fue fascinante de verdad.

Para mí es difícil poder olvidar aquel primer semestre del 2003 y siempre voy a recordarlo.

Entre ella y yo sucedía algo casi perfecto. Estábamos transgrediendo muchas cosas y a ninguno de los dos nos importaba. Tanto su vida “oficial” como la mía seguían exactamente igual pero en nuestros encuentros el mundo estallaba.

Hubo alguna vez que intenté decirle cosas románticas, algún te amo, o cosas por el estilo, ya que sentía que algo se derrumbaba en mi interior al estar con ella.

Sin embargo me pareció mejor no decirle nada. En ese tiempo me cuestionaba a mí mismo porque no estaba seguro si era un tipo sensato o un cobarde.

Una tarde de Junio me comentó que su esposo había enfermado gravemente y que iba a resultar difícil vernos. Pocos días después el hombre falleció.

Yo sentí una gran empatía con su dolor y mucha angustia al no poder comunicarme con Adriana. Teníamos limitaciones recíprocas en nuestros teléfonos y en los celulares y entonces estuve casi una semana sin verla.

Todo se fue haciendo de gran ansiedad para mí hasta que un mediodía volví a encontrarla en Edelweiss como la primera vez. La vi llegar entre la gente y casi me puse a temblar un poco. Me acerqué le di un beso y también mi pésame. Ella me sonrió y fue a sentarse a una mesa con dos compañeras de trabajo.

En ese momento decidí dejar que el tiempo pase, porque me parecía que era lo mejor. No sabía bien qué decisión tomar. Al verla y notar el dolor que se traslucía en su mirada se me rompía el corazón pero no sabía, de todos modos, qué cosas decirle al hablar con ella ni de qué manera abordarla.

Adriana también mantenía conmigo una cierta distancia. Era amable en el encuentro pero nada más y lo que yo en realidad deseaba era tener una reunión y poder charlar acerca de las cosas que pasaron, y expresarle mis sentimientos y también escucharla.

Una tarde me crucé con ella caminando por la calle en las cercanías del trabajo. La sorpresa impidió mi reacción pero Adriana me abrazó muy fuerte durante un largo rato. Fuimos a charlar a la mesa de un bar cercano.

Ella estaba devastada. La muerte de su esposo la había sumido en una profunda depresión, pero no exactamente clínica sino “humana”, cómo me dijo mientras charlábamos. En su interior sentía una oscura culpa por la infidelidad que había cometido y también dolor por la muerte del esposo y padre de su hija.

Yo traté de escucharla el mayor tiempo posible porque no sabía en verdad que decirle. Tenía dentro de mí dos hombres. Uno me aconsejaba que dijera cuánto  la amaba y otro que mantuviera la boca cerrada.

Finalmente me dijo que se volvía a su Monte Hermoso natal. Su herencia y los bienes del matrimonio facilitaban la decisión. Ella era libre y la hija estudiaba en Europa. Y aunque no estaba segura de lo que iba a emprender, pensaba que alguna actividad que la hiciera feliz iba a encontrar allá. Decía que se sentía incapaz de seguir viviendo en la gran ciudad.

Yo lo acepté con naturalidad, aunque ella, claramente, no necesitaba que yo le aceptara nada. Así que luego de la charla la acompañé hasta la puerta de su empresa y allí le pregunté:

- ¿Seguro que no vas a volver a Buenos Aires?

- No lo sé –respondió- acaso en Noviembre, cuando florece el jacarandá.

Después entró caminando al edificio y ya no volví a verla nunca más.

Todo esto sucedió en el año 2003 cuando  la conocí aquel mediodía en Edelweiss y todavía era presidente Eduardo Duhalde.

            Los años pasaron luego como suelen pasar. La vida mostró el desfile impúdico de triunfos, fracasos, dolores y placeres para tipos que tienen mi edad. Y la impiedad de las cosas hizo, mientras tanto, un callado anuncio del cercano final.

            Yo hice lo que pude y fui manejando las imágenes del de una manera un tanto eficaz. Los recuerdos se hicieron amigables y de algún modo logré encontrar en mi vida la paz.

            Pero  a Adriana nunca la pude olvidar.

 

 

                                                                                                                  ©2023

 

martes, 21 de marzo de 2023

Aurelio Muñoz Rojas

            


              Ayer caminaba por las calles del barrio donde vivo.
              No sé cómo serán las cosas en otros lugares del mundo dónde se habla castellano, pero en mi caso personal  la palabra “barrio” está fuertemente relacionada con la ciudad de Buenos Aires. Supongo que todo ser humano lleva asociada a su vida individual algún grupo de ocho o diez palabras que lo definen e identifican.
              Barrio es como decir al mismo tiempo Universo y hogar.
El todo existencial y a la vez la cocina, el techo y la cama y las calles donde transcurre nuestra vida. Yo he pasado casi toda mi existencia en Buenos Aires, salvó algún breve lapso en el exterior. Y siempre utilizo como concepto autobiográfico el tiempo que he vivido en cada barrio.
              Hoy debo aceptar que hace poco que ha comenzado mi vejez.
              No tengo una cifra definida pero junto con el año 2020 sufrí un par de cirugías importantes y allí cambió todo.
              Había transcurrido la última década  y estuve activo en lo social, en lo laboral y en lo sexual durante todo ese tiempo.
              La verdad, no me esperaba lo que pasó.
              Algo absurdo, si se quiere, porque a medida que se cumplen años lo lógico es esperar este tipo de cosas. Y sin embargo yo no me lo esperaba. Supongo que debe ser la negación existencial que tenemos los humanos acerca de la muerte. O quizás haya sido algo que nubló mi mente. Nunca pensé en venirme viejo y esa precisa instancia hoy me provoca una sonrisa.
              Estoy bien, no encaro ninguna decrepitud, camino sin problemas, me arreglo y vivo  solo, pero bueno, tengo mucha menos energía y memoria que antes.
              Llevo escritas a lo largo de mi vida un par de novelas, y un libro de cuentos y relatos cortos y  mucha poesía. Nada de eso ha sido editado y perfectamente puede decirse que no me conoce nadie. He pensado mucho en eso. Llegar a viejo sin ser un poco reconocido o admirado me ha causado por momento cierta melancolía y decepción, pero he pensado, de todos modos, que seguramente eso le pasó  a mucha gente antes que a mí.                           Además, ante el abismo final de la muerte y de la nada todo el resto de las cosas parecen poco importantes.
              En esta vejez del tiempo digital, mi otro yo cada tanto me pide (me exige) que vuelva a escribir. Pero sucede que para eso uno debe tener cierta ingenua expectativa interior. Y también aguardar que lo lean, al menos por internet, algunos lectores.
               Recuerdo cuando me sentaba frente a la PC, con el vaso de whisky a mi lado y escuchando la música que salía del equipo de audio.
               Era ingenuo es cierto, pero era feliz.
               Esto que están leyendo hoy, sin embargo, es diferente. Estoy recostado en un sillón, dictando por voz, a una aplicación de última generación que traslada mis palabras a texto y las corrige. De ese modo escribo ahora.
             Soy humano, soy cambio. Y no estoy descubriendo nada. Muchas veces me miro con una cierta gravedad en el espejo. Noto mis arrugas en la cara y mis brazos flácidos y me desaliento mucho pero en general  siempre trato de superarlo.
             Por algún motivo he comenzado estas líneas diciendo que ayer caminaba por las calles de mi barrio. Y es porque algo me pasó ayer a la tarde.
             Desandaba durante ése tiempo la vereda angosta del Parque Alberdi, sin rumbo fijo y sin propósito alguno cuando sucedió algo muy extraño.
             Hay como un vértigo allí en la avenida Directorio.
            Una pequeña  y aislada barranca que circunda el sendero  y enfrente,  de la otra vereda,  un extenso muro desnudo que lo hace sentir a uno muy aislado mientras camina.   
            Iba en ese momento algo desatento y sin propósito fijo.
            Seguramente habría de terminar en algún café del centro del barrio pero en ese momento mi intención era tan solo caminar y lograr una cierta dinámica aceptable para mi edad. Tenía una aplicación en el celular que simplificaba los cálculos y la distancia caminada.
             La tarde de verano se extendía, mientras tanto, a lo largo del paisaje.
             Al llegar a la esquina de la fuente decidí, no sé bien porqué, tomar uno de los senderos que se adentraban en el parque.
             Eso era algo que nunca hacía. Y que mucha gente tampoco hace. Es un trayecto que en realidad no lleva a ningún lado y que luego debe desandarse. Está jalonado de unos bancos de cemento tan modernos como ásperos y duros  y en los cuales nunca se suele ver sentado a nadie.
             Ayer, sin embargo, vi una persona arrellanada en uno de los bancos. Estaba como extendido y un tanto de costado. Era un hombre de pelo muy largo, cayendo a ambos lados de su cara, completamente canoso. El pelo de un hombre viejo pero con la cara un tanto más joven que el resto de su cuerpo.
             Mientras me acercaba caminando noté que se inclinaba cada vez un poco más y eso me pareció algo extraño y me preocupó un poco. Cuando pasé a su lado le pregunté si necesitaba ayuda.  El hombre me miró fijamente durante unos segundos y luego dijo con voz algo grave: "No necesito ayuda, pero puedo ayudarte a ti".
            Aquella respuesta me sorprendió mucho. El tono de voz  tenía, además, un cierto acento extranjero y por momentos no supe qué responder.
          -Me pareció que se sentía mal- dije.
          -Solo necesito conversar con alguien.-contestó mientras se enderezaba.
          Y así fue que ayer conocí a Aurelio Muñoz Rojas, un científico y biólogo colombiano.
          El encuentro fue lo bastante asombroso como para que yo aceptara tomar con él un café en el bar más cercano. Ése encuentro era de lo más increíble que me había sucedido en muchos años.
          Mientras bebíamos me dijo:
         -No puedo creer que en una ciudad tan hermosa se beba un café tan malo.
         Y yo no me opuse a su afirmación. Después de todo, el hombre procedía de un país cuyo café tiene fama en todo el mundo. Pero bueno, esto sucedió ayer a la tarde. Estuvimos conversando casi dos horas y sucedieron cosas que se me hacen difíciles de contar.
         Tengo que admitir que no he dormido en toda la noche.
         Aurelio Muñoz Rojas ha sido un gran investigador. Hijo único de una familia muy solvente en lo económico eligió esa carrera el siglo pasado.
         En este sentido me cuesta  mucho utilizar parámetros de tiempo respecto a su persona y ayer, cuando terminamos de conversar, regresé a mi casa en un estado, casi, de shock.  
         Me contó que era investigador, con una fuerte tendencia vocacional en ese oficio. Llevaba el título de doctor en biología por sus estudios en Bogotá, en la Universidad Nacional de Colombia. Fue hijo único y sus padres millonarios siempre lo alentaron. Tampoco tuvo hijos y estuvo casado  unos pocos años. Él en realidad solamente deseaba estar en el laboratorio, investigar y descubrir sustancias que beneficien a la humanidad.
          Y así fueron pasando los años.
         Tiempo atrás abandonó su país y se dedicó a buscar en un par de ciudades donde poder llevar adelante sus planes de siempre y terminó en Buenos Aires. Tenía fuertes rentas en  su  país de origen y aquí encontró el lugar y las posibilidades técnicas de investigar. Compró una casa en Flores y armó un laboratorio de avanzada.
         Todo eso me fue contando mientras bebíamos café. No me explicó, siendo de Flores, que era lo que estaba haciendo en Mataderos y yo tampoco pude explicar la razón por la cual desvié mi caminata en la dirección de aquel sendero.
         Me habló mucho de la sintaxipina, nombre de una sustancia química que bautizó de ese modo, tomando de la palabra “sintaxis” la forma  de combinarse y de ordenarse las cinco proteínas de la fórmula por él descubierta.

         Finalmente me dijo que aquella sustancia rejuvenecía.
         La estaba probando en su propio organismo con diferentes resultados. Notaba, por ejemplo, importantes  cambios en su cara y en sus manos pero no en el resto del cuerpo. Me comentó que iba graduando la dosis tratando de no poner en riesgo su vida pero le costaba mucho avanzar.
         -Necesito otra persona con la que experimentar. –dijo.
         En ese momento no supe qué contestarle. Claramente era yo el destinatario de la propuesta pero también me pareció que la charla había llegado demasiado lejos.
         No conozco demasiado acerca de los protocolos que rigen en estos casos, ni de las normas y principios científicos para experimentar con humanos. Realmente no tengo la menor noción acerca de lo que regula todo eso.
         Aurelio Muñoz Rojas, sin embargo, había sido claro y explicito. Y en mi caso llegar a probar una sustancia que me volviera joven, o acaso un poco menos viejo, resultaba muy tentador.
        -¿Puedo llegar a ser yo esa persona? –dije.
        -Sí, claro. –contestó- usted decide.
       Y  luego me pasó su tarjeta con el número de teléfono.
        Finalmente le pedí que me dejara pensarlo y que esperara hasta mañana  para tener más claras las cosas y poder darle una respuesta. Luego nos despedimos con un apretón de manos. Yo regresé caminado y el colombiano tomó un taxi que pasaba por la avenida
         Ahora “mañana” es hoy, mientras escribo estas líneas. He pensado mucho en todo lo que pasó ayer. Y también estuve evaluando riesgos, costos y beneficios. Era en cierto modo insólito lo que había sucedido pero en las grandes ciudades cada tanto pueden  pasar este tipo de cosas.
         Pensé mucho en qué determinación tomar y hasta lo que sucedía dentro mío era para mí una verdadera incógnita. Así que dudé bastante en llegar a una conclusión satisfactoria. Me miraba en el espejo del baño y me abrumaban las arrugas de la cara y mis brazos flácidos, como siempre.
       “Es la vida” –pensé- mientras me hablaba a mí mismo en el espejo. Y por un instante recordé los hermosos recuerdos del ayer y de aquel pasado que voló entre amores y destellos sin que casi me diera cuenta.  “Es la vida” -volví a pensar- y sentí que las cosas debían de ser de ése modo.
        Entonces tomé la tarjeta del biólogo colombiano, la fui rompiendo en pedazos y la arrojé en el cesto de papeles de mi escritorio


                                                                                                        ©2023


miércoles, 30 de junio de 2021

Septiembre del 2020

 Siempre tuve desconfianza del año 2020. En general he sido un hombre de arraigadas costumbres que tuvo que cambiar, contra su voluntad, no sólo de centuria sino también de milenio. Esa reiteración de los dígitos y ese número dos repetido, no me gustaban en absoluto.

Y así fueron las cosas.

Tuve que ser operado de una resección intestinal al comenzar el año y luego llegó la pandemia, la cuarentena, las restricciones y el confinamiento.

Los meses transcurrieron como microsegundos y hasta la vida diaria me resultó indescifrable. A veces percibía  que el tiempo pasaba rápido y lento a la vez. A veces  escuchaba noticias abrumadoras. Y a veces notaba cierta frialdad en mi propio destino. Simplemente era un sujeto de riesgo que podía morir si se contagiaba.

Nada más y nada menos que eso.

Durante aquel  tiempo escuché mucha música pero escribí menos de lo que pensaba. Ella estaba en París y casi no respondía mis mensajes.  Y yo insistía por Internet. “Nadia, tienes que cuidarte”. 

A veces sonaba ridículo y algo paternal pero a mí me parecía necesario. Ella recién había cumplido los cuarenta y yo le llevaba unos diecinueve años. Algo que nunca llegué a saber si era justo o era demasiado.

De todos modos  las noticias que venían de Europa eran muy desoladoras. Me había tocado leer en su momento y de un modo superficial, acerca de las pestes anteriores,  pero nunca imaginé que a mí me tocaría vivir una.

Nadia fue contratada para trabajar en el bufete de abogados de la localidad de Pontoise, cercana a París. Había estudiado francés en la Alianza Francesa y hablaba el idioma a la perfección. Eso le permitió escapar del país y de mí, pero no de la pandemia. Recuerdo que cuando me dijo que viajaba, le contesté que la palabra bufete me parecía ciertamente ordinaria y que era preferible “estudio” de abogados.

Ella se ofendió por mi desinterés y yo, simplemente, dejé que se vaya.

Todo eso sucedió en el 2019, antes de la peste, pero ahora las cosas habían cambiado. Realmente la extrañaba mucho, en especial por las noches, cuando más pensaba en ella. Estaba enfermo, operado, encerrado, bajo la amenaza de un virus mortal y cercano a cumplir 60 años. Me parecía que era demasiado.

Por suerte el gobierno levantó después de varios meses algunas restricciones y yo pude volver, en Septiembre, a las mesas del Florida Garden. Aún no estaba obligado el uso de barbijo pero la gente se mantenía a distancia y miraba con desconfianza a cualquiera que se acercara. Me hizo bien tomar aquel querido picaporte de cobre y entrar al lugar y ver el famoso lema: “la identidad de una esquina”. 

Muchos episodios de mi vida tuvieron lugar allí en Paraguay y Florida.

Luego subí por la imponente escalera central de vidrio y me senté en una de las mesas de arriba. Pedí un café cortado y escribí para ella en el celular un mensaje muy conceptuoso. También tomé fotos del lugar donde me hallaba y se las envié pero no obtuve respuesta.

Supongo que Nadia recibió el mensaje, acaso, a las diez de la noche, ya que París tiene con Buenos Aires diferencia horaria.

La tarde de Septiembre, por otra parte, se hallaba tibia y acogedora. Entonces me largué a caminar hacia el sur por una ciudad tan desolada como jamás lo hubiera imaginado. La noté yerma y desamparada, con menos gente que la habitual en las calles. La percibí saqueada y devastada como en una guerra contra un virus invisible y sin armas. Y pensé que estaba perdiendo a Buenos Aires como antes había perdido a Nadia.

Así fui deambulando en dirección al sur, camino a casa. La incertidumbre colmaba mis emociones al ver de ese modo a la ciudad amada. Todo parecía derrumbarse y sin embargo una voz interior me ordenaba resistir a cualquier precio.

Hasta que sonó el celular y me detuve a escuchar el mensaje.

Era Nadia.

Estuvo cálida y afectuosa pero también distante. Fue gentil y educada y se preocupó por mí, me dijo que se hallaba bien y que suponía que ya estaba adaptada. Cerró mandándome un beso y al final susurró  “Ya no creo en el amor romántico, lo sabes”.

Realmente me hizo bien aquel mensaje.

Sumergido en mi mismo pude ver a lo lejos una luz, acaso imaginaria y luego desanduve las últimas cuadras hasta llegar a mi casa.

Era Septiembre del 2020.

La primavera recién comenzaba.

 

 ©2021