Pablo
no ha pasado una buena noche.
Ayer estuvo en la casa casi todo el día; en realidad, desde la
temprana tarde.
Se dedicó en especial a pintar sus acuarelas
y a beber el vino barato que tanto le gustaba. Sus pocos amigos de los últimos
años siempre se burlaron de él y de la costumbre de comprar ese torrontés
envasado en cajas de cartón. Lo cierto es que se bebió una caja y la mitad de
la otra, y eso lo pudo comprobar al
abrir la puerta de la heladera. No recordaba exactamente la cantidad que había
bebido así que levantó el tetra-brick
para tantear lo que quedaba. “Un litro y medio de vino –pensó– tampoco es
demasiado”. En realidad Pablo intentaba
negar su acentuado alcoholismo y para eso usaba con escalas mentales, el humor,
las excusas o los refranes. Recordó
aquel cartel del despacho de bebidas de Boedo: “El vino no emborracha, sino que
entona” y en la cara se le dibujó una leve sonrisa.
Ya no existen despachos de bebida en la
ciudad y Pablo lo sabe.
Ya no existen hombres bebiendo o invitando
copas un sábado al mediodía en los mostradores. Todo eso es ahora una parte del
pasado.
Acaso igual que él, que acaba de cumplir
sesenta y seis años.
En ese momento se siente algo mareado, camina
hasta el baño, abre la canilla de agua fría de la ducha y mete su cabeza abajo,
luego se seca el pelo y se mira en el espejo. El cristal bruñido le devuelve la
imagen de un tipo canoso y ciertamente delgado. Entonces decide tomar su
ansiolítico de todas las mañana para tranquilizarse un poco.
La
vida lo ha dejado solo hace muchos años.
Sus padres y su hermano mayor ya han muerto y
su esposa, con la que no tuvo hijos, vive en un alejado lugar de Australia.
Para Pablo es igual que si viviera en Marte. La ha borrado de su vida por
completo y solo recuerda a Magda.
Desde que se jubiló dispone de su pensión y
ha montado un pequeño taller en la casa. Pinta y pinta sin cesar a Magdalena y no hace
en su vida ninguna otra cosa. Ella fue su verdadero amor veinte años atrás y en
un instante crucial lo abandonó por otro hombre. Pablo terminó por aceptarlo pensando
que acaso Magda tendría sus
razones.
Pero sin embargo no encontró nunca la forma de atenuar el dolor.
Una noche de alcohol se prometió a sí mismo
que jamás habría de olvidarla y eso es
lo que estaba haciendo precisamente ahora.
Aunque siempre la pintaba de espaldas.
Magda con sus hombros desnudos bajo un sol
implacable, Magda de noche en el azul del mar argentino, Magda con el cabello
rubio y largo, Magda de novia con un velo de tul bordado. Magda, siempre Magda.
Luego solía vender las acuarelas en las
ferias de arte y por alguna razón inexplicable la gente se las compraba. Pablo superponía en capas transparentes la
blancura del papel y la piel de quien fuera su amada. Lograba notables efectos
de luz y colores inesperados. Tonos profundos para una acuarela a las que a
veces modificaba con esponjas y trapos.
Recatado, volvía la mayor parte del tiempo a
su casa. Tenía una visión escéptica de las cosas como para pensar en algo
diferente a esta rutina que de todos modos lo amparaba. Se sentía instalado
felizmente allí y ninguna otra cosa le importaba. Al regresar, seguramente, no
faltaría la caja de vino torrontés en la heladera y las acuarelas de Magda.
Con eso le alcanzaba.
Hasta que un día, una tarde opaca e indescriptible
de otoño lo llamaron por teléfono.
Atendió y era Magda.
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