El tiempo pasó
demasiado rápido.
Ha transcurrido medio siglo
desde mi niñez. Y ahora recuerdo el
comienzo de los años sesenta con un cierto dejo de inquietud en el alma. “Asesinaron a Kennedy”, titulaba el periódico
en el atardecer. La radio ya había anticipado
la noticia en el comedor de mi casa. Una radio a válvulas con un mantel sobre
su parte superior y arriba de ella cierto pequeño jarrón decorado de porcelana.
La vida en ese entonces era un
devenir. Un transcurrir de sucesos al que mirábamos asombrados desde nuestra
posición neutral.
La edad nos impedía tomar parte; no estábamos ni a
favor ni en contra de nadie.
A mí me gustaba mirarla desde la vereda de casa mientras bordaba telas
en el balcón. Era tan bella y tan deslumbrante que no me importaba nada. Ni siquiera que hubieran asesinado a Kennedy
en la ciudad de Dallas. Una cosa irrelevante y sin ninguna importancia.
Lo importante era ella, allí sentada en el balcón de
su casa.
Aunque claro, tenía catorce años y yo apenas doce, y
eso sí que tenía relevancia.
Muchas veces la miraba pasar rumbo al transporte
público. Era una especie de ángel surcando la calzada. Algo inexpresable, algo
que no se puede poner en palabras. Llevaba
uniforme de escuela religiosa. Se peinaba el pelo oscuro con rodete y cargaba
con una multitud de carpetas, acaso alguna de ellas por completo innecesaria.
Dejaba un surco de luz cuando pasaba por mi casa.
Aquellos fueron años inaugurales. Años donde comenzaron
a pasar cosas que jamás pasaron antes. Especialmente contigo. Con la falda
escocesa y tableada y hasta con esos lentes, que tan bien te quedaban.
Mis amigos, como es natural, se burlaban de mí.
Ellos andaban en azarosas expediciones buscando
aventuras en los suburbios del barrio. Cruzaban bañados y arroyos y atrapaban
gigantescos insectos en las curtiembres que estaban a un costado de aquel
Riachuelo contaminado.
Una vez uno de ellos me dijo de la manera sutil a la
que acostumbraba:
–Ni siquiera conoces su nombre. ¡Sos un tarado!
Y yo tuve que aceptar que era cierto. Que ni
siquiera sabía cómo se llamaba.
En aquel tiempo la TV en mi país se emitía en blanco
y negro.
Me gustaba mirar por las noches los programas de
noticias que nos enviaban imágenes de la ciudad de Washington. Todo era muy
ceremonioso e impregnado de duelo. Había sido asesinado un presidente
importante y la gente lloraba. Mirábamos la TV al cenar, un poco más tarde que
mi padre llegara del trabajo. Y él era muy estricto en este tema. Luego de la cena, cada uno a su cuarto a
estudiar o descansar para mañana.
Pero yo por
las noches soñaba con su paso leve sobre la acera de mi casa.
Lo cierto es que hubo un baile el día sábado en la
Asociación de Fomento del barrio. Y a mí me tocó concurrir con mi grupo de
amigos, bien vestido y bien acicalado.
Sonaban los temas de Neil Sedaka en el altoparlante.
Había bastante cerveza y también carne asada. Y el
humo de la parrilla, por momentos, invadía la pista de baile. Todo era
excesivamente argentino y más tarde comprendí, junto con el paso de los años,
que aquella era una realidad que a lo largo de mi vida nunca dejaría de acompañarme.
Luego pasó lo que tenía que pasar.
Ella bailó con un muchacho de unos quince años.
Había llegado a la reunión acompañada por su madre y
eligió una mesa retirada del centro de la pista. Sin embargo, innumerables
galanes se acercaron a invitarla. Y cuando bailó La Terza Luna, lo hizo
mejilla a mejilla con su acompañante, aunque de manera moderada, ya que todo
era moderado en ése entonces.
Y yo terminé por aceptar lo que pasaba.
Deambulé por el salón sin demasiada convicción y
debí sobrellevar la situación de una
manera estoica pero inquebrantable. Mis amigos me hicieron el aguante. Supongo
que les debo haber dado un poco de lástima. Alguno realizó algún comentario y la
gran mayoría prefirió callarse.
Aunque la verdad, es que aquella noche, en mi
pequeñez, me sentí grandioso.
Todavía era apenas un niño y ya me enfrentaba al
desengaño. Lo hacía con mucha dignidad, tal como debe hacerse en la vida. Y ahora que han pasado los años, aún me siento
orgulloso de la manera en que enfrenté el dolor en aquel baile.
Luego el tiempo comenzó a pasar porque eso es lo
único que hace.
Yo me enteré después que ella se llamaba Laila, y que su padre era un comerciante libanés que había
llegado al país cinco años atrás.
Laila acabó con su ciclo escolar y se mudó del
barrio y ya no volví a verla bordar en el balcón nunca más. Por mi radio a
válvulas, decorada en su parte superior con un jarrón de porcelana, comenzó a sonar muy seguido el grupo musical The Beatles y un nuevo
presidente llamado Lyndon Johnson reemplazó al que había sido asesinado.
A mí me tocaba
asomar mi cabeza a las cosas del mundo.
Estaba aprendiendo a vivir con algunas torpezas pero
también con mucha intensidad. Los tiempos estaban cambiando y yo era la parte
más joven del cambio. Y entonces sentí
un poco de vértigo en ese instante, cuando comprendí todas las cosas enormes que seguramente habrían
de pasarme.
Y entonces, con mi mejor sonrisa, solo en la oscuridad del cuarto, puse un
disco de Neil Sedaka y luego salí para encontrar a mis amigos en la calle. La
luna se estaba haciendo dueña del cielo de la ciudad de Buenos Aires. Yo la
miré con un dejo de ternura y le prometí
que de Laila jamás iba a olvidarme.
©2017
Emotivo, referencial y con la dosis exacta de nostalgia. Lo leí dos veces, y creo que voy a volver a leerlo porque me da mucho placer sobre todo ciertos juegos de palabras . Fantástico!
ResponderEliminarQue bueno Liliana. ¡GraCIAS!
EliminarUna historia fascinante acerca de esa edad maravillosa. Tiene mucha nostalgia y mucha poesía. Te felicito Nes.
ResponderEliminarTe agradezco el comentario Carlita. Un beso grande. Ya estamos en Septiembre. Pronto será primavera.
EliminarEste cuento pre-adolescente está cargado de una infinita ternura. Gracias Néstor, disfrute mucho su lectura.
ResponderEliminarNo suelo comentar estas cosas, aunque contigo haré una excepción. Es un cuento que tiene mucho de autobiográfico y la ternura, supongo, surgió sola. Un beso.
ResponderEliminarHola Néstor. Eso me pareció a mí, que era muy autorreferencial y que por eso la historia se desarrollaba con tanta fluidez, sin tropiezos ni esas cosas que se ven mucho cuando el que escribe "está inventando".
ResponderEliminarLas sensaciones están escritas como son: sencillas y profundas. No hay ansia de cargar las tintas. Es más bien mostrar la cosa y lo que tiene de común a todos nosotros ese sentimiento que se está contando.
Me gustó mucho porque me llegó mucho.
Un abrazo grande
Gracias Simón. Qué alegría tenerte por aquí. Me pone muy feliz tu visita y el comentario. Un abrazo.
EliminarHe sentido la misma tristeza que le pasó al niño en ese baile donde perdió su amor idealizado. Creo que es una tierna historia como ya te han escrito antes. Muy bueno Nestor. me gustó mucho.
ResponderEliminarGracias Estela. Que bueno que te haya gustado. Te mando un cariño grande y que llegue hasta adonde te encuentras.
ResponderEliminarNo es la edad lo que nos impedía tomar lado de las cosas, era otra época donde la media no envenenaba las neuronas como lo hace ahora. Amigo, tú has vivido con toda la intensidad deseada y tus escritos son pruebas de ello; éste no es la excepción. Brillante, sinceramente hermoso. Un abrazo, Néstor amigo, tan amado como admirado. SOFIAMA
ResponderEliminarGracias mi corazón por tantos elogios. Viniendo de una persona de tu nivel literario me colma de felicidad tu comentario. Otro abrazo.
ResponderEliminarUna historia que anda por la orilla de la inocencia, está muy bien escrita. Disfruté de leerla. ANDREA.
ResponderEliminarGracias Andrea, eres muy amable.
EliminarMe encantas
ResponderEliminarhay magia en tus palabras
no es fácil encontrar gente que sepa escribir como Vos
brindo con teé de tilo
Mañana llega el huracán y mi alma tiembla de miedo
Gracias por tus palabras. Aquí, bebiendo un café cortado en un bar de Caballito, lo único que se me ocurre decirte es "¡Cuidate!"
EliminarHola Néstor. Me gustó leerla
ResponderEliminarSobre todo porque recuerdo el hecho trágico del asesinato, en mi casa causó preocupación. Y porque comparto esos "amores desconocidos" como yo los llamo porque ya sea por falta de experiencia o timidez, no me animaba a dar el primer paso. Además la historia amena y bien narrada
Gracias Guille. La historia es muy autobiográfica. Y aproveché el asesinato de Kennedy para situarla en el tiempo más facilmente para el lector. Gracias por la visita. te mando un fuerte abrazo.
EliminarNo pude escapar de la nube de nostalgia que me invadió al leer tu relato. Pero no estaba contaminada con tristeza sino con esa sensación que tenemos cuando decimos que se nos hace un nudo en la garganta. Tiempos felices se me ocurre pensar, cuando todo lo que podía pasar en el mundo era fascinante, cuando los amigos eran la humanidad entera, cuando entregábamos todo por conquistar una chica de catorce, cuando todo era posible y no tenía límites.
ResponderEliminarUn abrazo, Néstor.
Ariel
Gracias Ariel. Nos une una cuestión generacional (amén de otras cosas), de allí tu empatía con la historia. Ciertamente no teníamos límites.
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