viernes, 12 de mayo de 2017

Desamor


La historia que sigue es real. Ni siquiera los nombres han sido cambiados. Sucedió hace algunos años en el Bajo Flores, en los tiempos en que todavía circulaba el tranvía.

Raúl Negrete tenía por entonces 25 años. Era un joven apuesto y muy atildado, acostumbrado a la pulcritud y al peinado a la gomina. Trabajaba de conductor de la línea 76, que circulaba por entonces a lo largo de la calle Varela y cuya terminal estaba en Retiro.

Raúl amaba tanto su trabajo como a la ciudad donde vivía.

Muchas veces solía abstraerse, casi embriagado por el monótono sonido del metal y de las ruedas y contemplaba absorto las fachadas de arquitectura italiana y francesa que jalonaban el recorrido del tranvía. Otras veces se ocupaba de cuestiones de carácter más mundano y entonces solía escrutar en ambas veredas a las innumerables y hermosas mujeres que circulaban por la ciudad durante el día. Raúl era un hombre que tenía mucho éxito. Su figura esbelta y atildada al mando del transporte resultaba irresistible a las miradas femeninas.

Estaba casado desde muy jovencito con la menor de las cinco hijas mujeres de un matrimonio de inmigrantes sicilianos. La joven se llamaba Lucía y era de la misma edad de Raúl. Una mujer de carácter muy introvertido que trabajaba de costurera en la fábrica textil más grande del barrio. Lucía no había logrado darle hijos a Raúl y – como era habitual en ese entonces – todos consideraron que la causa de la imposibilidad residía en ella. La chica era retraída y de algunas costumbres un tanto exóticas. Tenía, por ejemplo, de mascota, una iguana. Un animal de unos 60 centímetros de largo que le regaló su hermana mayor cuando fue a visitarla a Santiago del Estero.

Raúl detestaba a la iguana porque le producía repugnancia pero sus protestas no llegaban ni siquiera a inmutar a Lucía.

Ambos vivían en una casa de la calle Castañón que se hallaba al costado de una fábrica abandonada. La casa había sido pensada en un principio para que vivieran los cuidadores del predio pero la rápida quiebra de la empresa anuló ese propósito. Raúl había logrado alquilarla gracias a las influencias de un amigo de su padre que trabajaba en Tribunales. Fijó allí su domicilio al casarse con Lucía cuando ambos ni siquiera habían cumplido veinte años. Luego, el paso del tiempo y también una gran cantidad de controvertidas presentaciones judiciales hizo que no tuviera a nadie a quien pagarle el alquiler. Ejerció entonces de hecho la ocupación y el dominio de la propiedad a lo largo de esos primeros años del matrimonio cuando intentó, sin éxito, tener un hijo con Lucía.

Vivían distanciados a más de doscientos metros del vecino más cercano y todo el lateral de la vivienda daba la espalda al larguísimo y lúgubre paredón trasero del Hospital Piñero.

Sus primeros años de casado habían sido tan feliz como los de cualquier pareja pero la falta de la llegada de un hijo y las continuas infidelidades de Raúl fueron enturbiando la relación hasta hacerla sombría. Pronto dejaron de hacer el amor y al final casi ni se dirigían la palabra.

Lucía se refugiaba mucho en las tareas de la fábrica donde su rendimiento era superior al de cualquier compañera de trabajo. De regreso a la casa preparaba sencillas comidas que a veces Raúl ni siquiera probaba. En otros momentos escuchaba la radio o hablaba un largo rato con la iguana mientras la acariciaba y la tocaba incitándola a jugar con ella. Después se daba una ducha y casi siempre se acostaba temprano.

En la primavera del 44 Raúl notó que algunos cambios extraños se habían comenzado a producir en la casa y sin embargo no les dio ninguna importancia. Estaba por entonces como hipnotizado por la relación que mantenía con una rica mujer del Barrio Norte. Con ella frecuentaba los salones elegantes del centro donde se bailaba tango y se bebía champagne. Un mundo de alhajas y de automóviles nuevos al que había accedido por la ventana pero de la mano de una amante generosa y ardiente.

Lucía había hecho cambiar el cabezal de bronce de la cama por otro de hierro forjado, mucho más grueso y más pesado que luego hizo empotrar directamente en la pared. También ordenó cerrar con ladrillos una claraboya del dormitorio y luego compró una cama de una plaza que instaló en la misma habitación donde estaba la iguana.

Raúl, por esos días había renunciado a su trabajo en el tranvía. Solo se mantenía por el dinero que le daban sus amantes y si bien solía dormir muchas veces fuera de su casa en general optaba por regresar a la vivienda, cuya dirección – por otra parte– mantenía oculta a sus amigos de juergas ya que a Raúl le avergonzaba vivir  allí.

En el verano murió su padre y Raúl se sintió mas solo que nunca pero por alguna razón que no tenía muy clara, siguió viviendo con su mujer. Tal vez era el peso de la presión social, que desaprobaba el divorcio o tal vez el miedo de volcarse para siempre a un ambiente en el cual no dejaba de ser un extraño.

Una mañana de otoño se despertó con un intenso dolor de cabeza. Miraba el techo y le daba la impresión que giraba lentamente en derredor suyo. Se sentía obnubilado y no comprendía muy bien lo que pasaba ya que la noche anterior había bebido apenas lo necesario. Intentó entonces mesar sus cabellos y frotarse los ojos como hacía siempre al despertarse pero una pesadez en las muñecas le venció los brazos. Con asombro y espanto comprobó que dos gruesos grilletes rodeaban sus manos y la desesperación lo hizo entonces levantarse de un salto. Estaba encadenado al cabezal que Lucía había hecho empotrar en la pared por dos cadenas de unos cuatro metros de largo.

– ¡Lucía! – Gritó – ¡Qué significa esto!

Y un hondo silencio respondió a sus palabras.

Raúl entonces gritó varias veces sin que nadie respondiera al llamado de su voz angustiada.

Desesperado por la situación, tiró varias veces de las cadenas que lo aprisionaban, se arrojó contra la pared y saltó sobre la cama. Media hora estuvo así, yendo de un lado al otro como un autómata hasta que al fin se tiró extenuado sobre el piso mientras lloraba de furia e impotencia por todo lo que le pasaba.

Dominado por el descontrol, Raúl estuvo otro largo rato tratando de aquietar los latidos del corazón y la confusión de su cabeza hasta que al fin consiguió tranquilizarse un poco.

– Tengo que pensar con claridad. – se dijo a sí mismo en voz alta y casi deletreando las palabras.

– Esto que pasa es muy raro! –repitió luego mientras que notaba que, contra su voluntad, se le iban cayendo algunas lágrimas

Raúl entonces sintió la misma necesidad de orinar de todas las mañanas y al ir a hacerlo comprobó que la longitud de las cadenas que lo aprisionaban eran del largo necesario como para que pudiera transitar tan solo entre el baño y la cama, ya que a partir de allí, la fuerza del metal le impedía llegar a cualquier otro lugar de la casa.

Al atardecer llego Lucía.

Cuando Raúl notó que su esposa estaba en la casa la llamó dando fuertes gritos. Ella, sin embargo, parecía no escucharlo y llevaba adelante la rutina de siempre, utilizando ahora la ducha de un pequeño sanitario que había en el frente de la casa y al que había agregado un calefón a querosene para entibiar el agua. Mas tarde preparó comida haciendo caso omiso de los gritos de Raúl y le alcanzó parte de lo preparado con el palo de una escoba para así poder permanecer lejos del alcance de su marido. Cuando Raúl vio la bandeja se enfureció todavía más y la pateó con tanta fuerza que la comida voló por el aire y la jarra de vidrio del agua estalló en mil pedazos.

– Voy a gritar yegua puta –dijo Raúl – Voy a gritar tan fuerte que no vas a poder dormir. Voy a gritar – agregó – y algún vecino va a escucharme. Entonces vas a ir presa por loca y por desalmada. Voy a gritar toda la noche. ¡Te lo aviso!

Lucía lo miró con indiferencia y hasta pareció (pero no lo hizo) que iba a esbozar una sonrisa. Luego se retiró y cerró la puerta del pasillo que la aislaba de Raúl. Una vez en su habitación, la joven mujer se dedicó durante un par de horas a escuchar los radioteatros que tanto le gustaban. Tenía el volumen de la radio algo elevado por sobre su nivel habitual y así evitaba escuchar los gritos del hombre al que mantenía prisionero pero en ningún momento pareció molestarse.

Cerca de las diez de la noche se fue a acostar.

Lucía llevaba puesto en la oportunidad los auriculares de insonorización que utilizan quienes trabajan en la fábrica junto a máquinas muy ruidosas. También había encendido los motores del viejo grupo electrógeno para que taparan por la noche los gritos y alaridos de Raúl aunque esto último, en realidad, no era muy necesario ya que el vecino más cercano se hallaba a mucha distancia.

Después Lucía se durmió.

Raúl, por su parte gritó todo lo que pudo y hasta que se lo permitieron sus cuerdas vocales y a medianoche, conmocionado y exhausto, también se quedó dormido.

Al día siguiente la rutina se repitió tal como si fuera un calco de la anterior. Se repitieron los gritos de Raúl, las amenazas y el rechazo de la comida. También se repitió el silencio de Lucía.

Una semana duró todo eso.

Al octavo día Raúl apenas podía levantarse de la cama. Su cuerpo estaba tan débil que la única fuerza de la que disponía la utilizaba para ir hasta el baño y beber del agua corriente. De tanto gritar le habían salido nódulos en las cuerdas vocales y por eso había perdido el habla. Raúl bebía porque el agua fría calmaba la inflamación de su garganta y es probable que eso lo haya salvado de morir deshidratado.

La imposibilidad de gritar por su vida, tal como lo había hecho durante esa primera semana, le obligó a cambiar de actitud ante el encierro. Trató entonces de controlar la impotente furia que lo dominaba y comenzó a aceptar la comida, la muda de ropa y las sábanas que Lucía desde lejos le alcanzaba.

Luego de un mes en esas condiciones Raúl sintió que parte de sus fuerzas regresaban. También noto que había recuperado el habla aunque de todos modos prefirió no volver a gritar ya que lo consideraba un intento desesperado e infructuoso. Decidió entonces comenzar un trabajo de seducción sobre Lucía para conseguir que ella lo liberase. Le habló con voz dulce , la instó a que recapacitara y le rogó que terminara con aquella situación pero lo único que consiguió fue más silencio.

Todo aquel verano estuvo Raúl intentando convencer a su esposa con ruegos y palabras. Hubo veces que imploraba como si fuera una letanía y ella, no obstante, lo ignoraba.

Sin radio, sin periódicos, sin calendario y sin contacto con el mundo Raúl comenzó lentamente a perder los vínculos con la realidad. A veces hacía ejercicios físicos y flexiones. Otras se dedicaban a raspar los grilletes contra la pared para intentar (sin éxito) desgastarlos. Y a menudo dormía en un sueño leve, una especie de sopor que mezclaba realidad y fantasía, un estado de conciencia intermedio entre el sueño y la vigilia que le ayudaba a superar el dolor del cautiverio.

La llegada de las fiestas de Navidad y Año Nuevo lo sumió en una nueva depresión. Percibió los festejos a la medianoche cuando escuchó a la distancia las explosiones de los fuegos de artificio ya que Raúl, en realidad, no sabía muy bien en que día estaba viviendo. Luego se recuperó otra vez y estuvo todo el verano del 45 haciendo ejercicios en el dormitorio.

Lucía por su parte seguía su rutina invariable. Incluso rechazó el beneficio de tomarse vacaciones. Vivía recluida en su mundo interior y nada sabía de las nuevas conquistas laborales que alentaba por entonces un coronel que estaba a cargo de la Secretaría de Trabajo.

Cuando llegó el otoño Raúl no se reconocía a si mismo en el espejo. Tenía la barba tupida y el pelo largo y había adelgazado casi diez kilogramos. Justamente él, que siempre había llevado el cabello corto , acicalado y prolijo y daba ahora la impresión de ser un pordiosero.

Una tarde Lucía le acercó una tijera junto con la comida y la toalla. Era bastante filosa y Raúl fantaseó durante el resto del día con la idea del suicidio. Pensaba en la sangre tibia recorriendo sus brazos y saliendo de las muñecas a borbotones y se ilusionaba con el sueño dulce y definitivo que lo esperaba.

Sin embargo lo único que hizo fue cortarse las uñas de las manos y en especial las de los pies, que estaban largas hasta el exceso. También la utilizó para cortarse a si mismo el pelo y la barba lo mejor que pudo.

Ese otoño comenzó a hacer ejercicios de gimnasia mental y memoria. Con el tiempo consiguió fijar en su mente una lista de hasta cuatrocientos objetos, estableciendo una relación entre cada uno de ellos y la serie de los números naturales. No hizo la lista mas extensa porque no quiso ya que podría haber llegado a quinientos e incluso a mil. Jugaba con números y letras y armaba grandes crucigramas mentales. Una tarde intentó recordar cada día de su vida retrocediendo en el tiempo desde la noche en que Lucía lo encadenó. Esa tarea mental le llevó varios días pero debido a su perseverancia Raúl pudo llegar con sus recuerdos hasta casi un mes atrás del día de la desgracia.

En el invierno se sentía un pichoncito de algo extraño y hasta por momentos no sabía muy bien quien era. Lucía le había alcanzado algunas frazadas pero el sentía frío, mucho frío. Se acurrucaba en un ángulo de la habitación y allí se quedaba sentado durante varias horas, cubierto por las mantas.

Una mañana se miró en el espejo del baño y notó – con el poco asombro que le quedaba – que su pelo se había vuelto totalmente blanco de un día para el otro.

Nunca supo cuanto duró el invierno del 45, ni siquiera lo que ocurrió en el país o en la guerra en Europa. Nunca llegó a saber lo que sucedía a apenas ciento cincuenta metros de donde se hallaba. Todo transcurrió para él como en una nebulosa. Una especie de nube vital en la que dormía y respiraba y que lo envolvía a cada instante de su cautiverio.

Tanto es así que tardó más de 24 horas en percatarse que Lucía le había dejado la llave de los grilletes en la bandeja de la comida.

Cuando Raúl vio la llave la tomó en sus manos y empezó a juguetear con ella acercándola y alejándola de los ojos. Estuvo así largos minutos mientras trataba de lograr algún tipo de equilibrio entre su mente y la emoción que lo embargaba. Muy despacio abrió esas cadenas que habían aprisionado su cuerpo y su alma y lo primero que vio fue la callosidad de sus muñecas y la delgadez increíble del dorso de sus manos.

Después se levantó y caminó muy despacio por la casa.

En la habitación de Lucía ya casi no quedaba nada.

Era más que evidente que ella se había ido para siempre llevándose sus pertenencias y también a la iguana.

Raúl no lo sabía pero había estado exactamente un año preso, Un año detenido y engrillado en el propio dormitorio de su casa. Ese era el castigo que Lucía había considerado justo y adecuado para su conducta. Lo había preparado con minuciosidad desde el momento en que empezó a recibir un trato denigrante de parte de su esposo.

–Tanto desamor – pensó – merece un castigo.

Y como Lucía sabía que ni la sociedad, ni la policía, ni los códigos, ni los jueces ni nadie castigaría a Raúl , entonces decidió hacerlo ella y a su propio modo.

Un mes tardó Raúl en recuperarse.

Durante ese mes se dio cuenta de lo solo que estaba.

Nadie había ido a tocar el timbre ni a preguntar por él en todo ese año y aunque sus amigos de juergas tenían el descargo de la ignorancia de su domicilio, igualmente no estaba seguro de haber podido contar con ellos para nada.

Delgado y canoso pero siempre atildado, Raúl se presentó ante la Corporación de Transporte y solicitó ser reintegrado a su puesto.

Pronto volvió a circular por Buenos Aires al comando del tranvía mientras hacía grandes esfuerzos para olvidar la pesadilla que había sufrido el último año.

De Lucía nadie supo nada más.

El edificio, por otra parte, fue tirado abajo y en su lugar se levantaron viviendas populares pero todavía hay quienes aseguran que por el sendero que reemplaza a la vieja calle Castañón se escuchan por las noches los pavorosos gritos de un hombre cautivo y desesperado.


©2002

16 comentarios:

  1. Uyyyy... Néstor. La historia es escalofriante, me causó angustia, mucha angustia. La narrativa, de una calidad extraordinaria. La verdad es que quedé consternada. Un abrazo full, amado amigo. Te requiero. SOFIAMA

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    1. No sé que decirte Sofy. Seguramente es un texto fuerte. Sucede que quienes escribimos a veces no nos damos cuenta de su alcance. Otro abrazo (de oso).

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  2. Siento una gran agitación después de leer esto. Por momentos casi tiemblo. Lo leí como si estuviera viendo una película. Muy bueno Nes.

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    1. Gracias Carlita. Tiene mucho realismo, eso es cierto, entonces te resulto muy visual. Beso.

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  3. Extraordinario, Néstor. Es la segunda vez que leo este impactante cuento. Lo recuerdo con bastante precisión, no sé si le has hecho algún retoque pero si ha sido así, ha sido pequeño, porque en su momento me causó la misma impresión. Es extraño, pero la lectura no ha sido igual, he descubierto más cosas, es como entrar a la misma habitación después de un tiempo y reparar en detalles no advertidos, metafóricamente hablando: las grietas en el lomo de un libro, el dibujo rebuscado de una alfombra, unos caireles que le faltan a la araña, un fuerte aroma a tabaco que antes no percibí. Pero no solo en lo que se refiere a lo explícito, sino también en las reglas básicas de la composición literaria, porque hasta ahí llego (a lo básico quiero decir), que descubro a lo largo del desarrollo. Néstor, estos cuentos merecen una pertenencia, en mi humilde opinión. Yo quisiera (este es un acto de egoísmo, lo sé) tenerlo como objeto entre mis manos, tocar páginas de papel impreso, abrigadas con la cubierta adecuada, para que la biblioteca lo atesore, y poder releer esas páginas de vez en cuando, subrayando con la pupila las frases más interesantes de esas construcciones que siempre merecen un nuevo repaso, capas de una cebolla que uno va descubriendo en cada re-lectura.
    Es un placer que vuelvas a mostrar estos textos, que no deben quedar en el olvido, tantas veces como sea necesario. Un abrazo grandote.
    Ariel

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    1. Tal vez lo haya puesto en su momento en algún sitio literario y luego lo haya quitado. De allí tu lectura anterior. He tomado la costumbre de no dejar demasiado mis textos en esas páginas de internet. Hay demasiada bajeza humana. Aquí en el blog los dejaré todos, para siempre. Y te ruego me aceptes la limitación humana de la palabra "siempre". Esta historia se aparte de mi linea habitual.Como habrás visto, narro en tercera, lo que no es habitual en mi. Me alegra mucho que te haya gustado.Originalmente, al volver a la literatura hace unos veinte años, estos cuentos estaban destinados a un libro cuyo título, tentativo, era "Historias del Bajo Flores". Acaso un día le dé una edición de autor y te dedique uno. Son de unas 3000 palabras. Son cuentos de verdad. Estas historias de internet de ahora de, digamos, 800 palabras, facilitan al lector que navega en la web pero son poco factibles en un libro de papel. Te mando un fuerte abrazo. Pronto nos espera un Chandon!

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  4. Eytán Lasca-Szalit12 de mayo de 2017, 14:21

    Muy buen relato. Tiene textura el drama que sucede tras las paredes de esa casa del Bajo Flores.

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    1. Eytán, gracias por visitar el blog. Te mando un fuerte abrazo.

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  5. Tremendo. Es hora de editar una recopilación de cuentos. La humildad te lo agradecerá. Lo digo en serio.

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  6. Lili, me alegra que te haya gustado el relato pero creo que te ha jugado una mala pasasa el predictivo del teclado. No sé si la humildad o la humanidad me lo va a agradecer. :) :) :). De todos modos sos una exagerada! Te mando un beso.

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  7. Néstor, siempre algo nuevo. Historia atrayente y cautivante. Me gusta la época y la ambientación. Pensar que ocurren estas cosas en la realidad. Me gustó como está narrada esta historia. Me mantuvo enganchado desde un principio hasta el final.

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  8. Gracias Guille. La historia es totalmente ficticia. Es decir, acaso sea ficticia. Salió de mi cabeza, es cierto, pero ¿Habrá sucedido alguna vez en la realidad? Te agradezco mucho tus comentariosy tus visitas.

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  9. Gracias Gregoria. Bienvenida al blog. A la brevedad me daré una vuelta por el tuyo-

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  10. Esta historia me ha llegado profundamente Néstor. He sentido en mi corazón su violencia y por momentos tuve mucha angustia porque no sabía el desenlace. Esto tiene un alto nivel y me parece que es de lo mejor que te he leido. Un beso. ANDREA.

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  11. Realmente te estoy muy agradecido Andrea. Tanto por la visita como por el comentario. Cuando me pongo a escribir lo primero que pienso es en conmover al lector, sacudirlo con la lectura, sea de satisfacción o cualquier otra emoción. Me alegra haberlo logrado con vos.

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