lunes, 22 de mayo de 2017

Carlos



            No sé si alcanza con decir que soy periodista. Escribo en la sección policial del diario Crónica y acabo de presenciar un asesinato.
Fui testigo de un crimen y por eso no sé si alcanza para presentarme de ese modo.
Vivo en el Bajo Flores, no tengo hijos y hace siete años que estoy divorciado. ¿Mi edad? Cumplí los cuarenta y me siento algo viejo. Estoy desubicado respecto de la edad.  Sé que no soy joven y que hace bastante que he perdido las costumbres y los hábitos de la juventud pero sin embargo no me considero un viejo.
A lo largo de mi vida he sido un hombre que ha hecho un culto de la amistad y que se ha entregado a ella por completo. Siempre me fascinó la posibilidad de querer a un hombre, de abrazarlo y de darle afecto.  Me gustaba el rito del vino compartido en el mostrador de un bar.  Me gustaban las polémicas sobre la vida y la muerte y las confidencias acerca del amor y las mujeres. Carlos siempre decía que los homosexuales  en su afán de llevarlo todo al plano sexual terminan desquiciando ese afecto. Carlos tenía razón, casi siempre la tenía.
Nos conocimos un tiempo después de mi separación. Solíamos beber juntos durante la tarde en el bar El Encuentro, de Varela y Avenida del Trabajo. Yo regresaba de la redacción y me quedaba allí varias horas. No tenía ninguna intención de volver al pequeño departamento que entonces alquilaba. No sin antes que el alcohol hiciera su definitivo efecto. Trataba de olvidar la desdichada vida que llevaba y aquellos encuentros me ayudaban a hacerlo. Hablábamos de tango (a Carlos le gustaba mucho) y también algo de política. El tomaba ginebra y yo vino blanco. Varias horas estábamos juntos en el bar pero Carlos se retiraba siempre antes que yo. Tenía una familia y debía respetar ciertos horarios. Él llevaba una doble vida en más de un sentido. Muchas veces se jactaba de sus romances furtivos y de la cantidad de alcohol que bebía. La droga también ocupaba un lugar importante en sus intereses cotidianos.  Cada tanto utilizaba cocaína pero de eso, lógicamente, no hablaba. Siempre creía que se podía hacer de todo y luego regresar a casa a disfrutar del calor del hogar.
–Es una cuestión de coherencia. –decía– Solo se necesita un poco de sentido común, otro poco de tiempo y, por supuesto, bastante dinero; pero se puede, yo te digo que se puede.
Carlos tenía por entonces una gran oficina en un edificio de Rivadavia y Maipú. A veces yo salía de la redacción y pasaba a buscarlo. Regresábamos juntos en el utilitario que usaba para moverse por la ciudad pero aquel automóvil –si bien era nuevo– no se compadecía con sus altos ingresos ya que perfectamente podía comprarse uno mejor.
–Cuando se empieza a ganar dinero –decía– conviene pasar lo mas desapercibido posible.
Carlos estaba en el negocio de la intermediación de seguros y ganaba suculentas comisiones a expensas del estado. Yo había entablado con él una amistad que incluía la confidencia y la actitud solidaria. 
Todo, sin embargo, y en especial acordarme de él, no logra hacerme olvidar que vengo de presenciar un asesinato.
Mi viejo –lo recuerdo bien– decía que cosas como esas no ocurren en el barrio.
–El barrio es el lugar de la vida mansa– susurró una tarde cuando yo era pequeño y eso a mí me quedó grabado para siempre. Pero mi viejo lo dijo hace mucho tiempo y si hoy estuviera vivo tal vez no lo hubiera dicho.
Carlos tenía una respuesta para todo.
Yo envidiaba su capacidad para resolver problemas y su desenvoltura. El decía que admiraba mi desapego para con las cosas. No comprendía que nada me durara mas de un año o de seis meses.  Se solazaba con mis anécdotas, con las radiograbadoras que no funcionaban y yo tiraba a la basura o cosas por el estilo. Estábamos muy bien juntos. Nos sentíamos complementarios el uno del otro.
Con nosotros a veces bebía un hombre que decía llamarse El Rey del Bailongo. Era un tipo viejo, delgado y sumamente atildado.  Su pelo, de tanto teñir las canas, había tomado un color indeterminado.  Una mezcla de marrón, ceniza y dorado que sin embargo no le sentaba mal. Era una especie de dandy de barrio avejentado y capcioso que cada tanto soltaba algunas frases mordaces con respecto a la moda y a la juventud.  Junto a ese hombre Carlos se volcó a uno de los pocos vicios que le faltaban: las carreras de caballos. Los dos iban los viernes al Hipódromo Argentino y algunos días de semana a la agencia hípica del centro de Flores.
–Adrenalina pura. –decía– esa es la sensación, adrenalina pura.
Se refería al placer que experimentaba durante los últimos doscientos metros de cada carrera.
–Lógicamente –insistía– cuánto más dinero se apuesta la emoción es mas grande.
Yo en esta materia no lo acompañaba. En primer lugar porque no me bastaba con el magro salario mensual que ganaba en el diario y además porque una clase de emoción como la que Carlos citaba no era suficiente para mí como para cometer imprudencia alguna.
Un sábado primero de Mayo estuve en el bar a las diez de la mañana. En ese feriado no aparecen los diarios y por lo tanto yo tampoco trabajaba.  Carlos llegó un rato después, estaba excitado y nervioso. Me contó todo su periplo desde la tarde del día anterior. Dijo que salió de la oficina antes de lo habitual y junto con su secretaria fue a pasar un par de horas de intimidad al hotel de Pampa y Figueroa Alcorta. Después la dejó en la casa y de inmediato partió para el hipódromo. Estuvo allí hasta bien entrada la noche y tan solo salió después que terminó la última carrera. Luego fue a una discoteca de Retiro que regenteaba un amigo suyo y se quedó hasta la madrugada. De allí se dirigió a una fiesta en las afueras donde se mezclaba el whisky con la cocaína. Cuando ya no pudo resistir emprendió el regreso pero ese torbellino le había costado diez mil pesos.
–Lo peor –dijo– es que no sé que voy a decir en mi casa.
Carlos era como un chico. Pensaba que podía controlarlo todo y sin embargo, si se lo descubría en una situación comprometida sus fuerzas flaqueaban.
Aquella mañana fui muy solidario con él. Lo vi tan mal que me ofrecí a ir hasta su casa e inventar cualquier historia que considerase necesaria pero Carlos rechazó con amabilidad el ofrecimiento.
–Ya veré lo que hago. –dijo.
Carlos estuvo luego un tiempo largo sin venir al bar. Puedo dar fe cierta de esto porque no falté un solo día de los que él no estuvo, aunque luego, extrañado por lo extenso de su ausencia, cada tanto pasaba por la puerta de su casa para poder verlo. A veces miraba su automóvil estacionado en la puerta de calle y otras veces notaba que su esposa salía de la casa con el hijo en brazos pero a Carlos no pude encontrarlo.
Aquellos días, en general, eran de mucha agitación para el grupo de fieles parroquianos del bar. El Rey del Bailongo, por ejemplo, llegó una tarde con el dedo pulgar vendado con cinta aisladora. El pobre se había seccionado una parte usando una cuchilla en la carnicería del hermano.
– ¿Se lo injertaron? –pregunté con ingenuidad.
–No. –dijo–  me lo injerté yo solo.
– ¿Pero no se le va a infectar?
–No creo, le estoy echando limón a la herida y creo que se va a curar.
Gente como esa proliferaba en las reuniones del bar El Encuentro y una de las razones por la que yo nunca faltaba era para poder conocerlos a todos.
Carlos apareció el 25 de Mayo, es decir el feriado siguiente. Yo ese día trabajaba pero igual estuve en El Encuentro.  No parecía encontrarse mal, al contrario, se lo veía alegre y jovial aunque de inmediato comprendí que no tenía demasiadas ganas de hablar de su ausencia. La concurrencia, en general,  también le ahorró las explicaciones del caso y el pareció feliz de volver a la rutina de la charla y las copas.
Semanas después llegó al boliche y tuvo un comportamiento extraño. Noté que al tratar de hablar tenía dificultades con la dicción de las palabras. El rey del bailongo se lo llevó aparte y estuvo tratando de hablarle pero Carlos le contestaba en todo momento con incoherencias. Un rato después se acercó a mi lado y dijo por lo bajo.
–Me estafaron hermano. Perdí todo lo que tengo.
Yo no creí demasiado en la veracidad de sus palabras y en cambio preferí ocuparme del estado lamentable en que se encontraba.
– ¿Qué te pasó? –le dije.
–Perdí todo –contestó
–No me refiero a eso, hablo de tu estado.
–Tomé un antidepresivo –dijo– debe ser por eso que se me traba la lengua. Lo mezclé con alcohol.
Carlos tenía un socio en el que delegaba el manejo financiero de la agencia de seguros mientras él se ocupaba de lo comercial y de las entrevistas con funcionarios del área. Al parecer, el socio había estado enviando pequeñas remesas a cuentas numeradas de la Isla Caimán sin que Carlos lo notara. Al cabo de dos meses los envíos alcanzaron los quinientos mil dólares, entonces el socio desapareció y Carlos se quedó sin nada.
–Lo peor es que tengo la casa hipotecada. No me importa empezar de nuevo desde cero pero perder la casa va a ser demasiado.
Lamenté en ese momento no haber creído en sus palabras y hasta me asaltó la desesperación por lo que le estaba pasando, aunque en realidad, el desastre que cada uno de nosotros hiciera con su vida personal no resultaba incumbencia de nadie. Esto es un código, una ley no escrita de quienes se reúnen a beber en los bares. Yo la quebranté, sin embargo, porque el afecto que sentía por Carlos superaba cualquier prejuicio.
Una semana entera estuvo luego sin venir.
Abrigué en ese lapso la insensata esperanza de ver sus problemas superados pero cuando volvió estaba peor que antes. Insistía en combinar el alcohol con los estimulantes. Y ni siquiera reparaba en el daño que le infligía a un organismo debilitado como el suyo. Conversamos poco porque Carlos apenas podía hilvanar palabras. Me mostró el interior del maletín donde llevaba dos armas y un pasaje a las Islas Caimán.
–Voy a matarlo. –dijo– Dalo por seguro.
No quise contrariarlo porque me pareció que Carlos no estaba en condiciones de ser contrariado por nadie. Estaba decidido a todo, aunque su decisión, naturalmente, era tan solo la decisión de un hombre extraviado.
Al día siguiente salí de la redacción y no pude resistir el deseo de pasar por su oficina a buscarlo. Cuando llegué, Carlos ya no estaba y hasta me pareció que no quedaban empleados. Solo se hallaba su secretaria, con los ojos irritados por el llanto. Regresé después al Bajo Flores, pasé por El Encuentro y Carlos tampoco estaba. Entonces decidí ir hasta su casa y llamar a la puerta con cualquier excusa. Llegué, toqué el timbre y abrió la puerta un hombre anciano. Tenía inocultables arrugas y el pelo entrecano.
               – ¿Está Carlos? –pregunté.
                El hombre me miró con una cierta indiferencia pero tuve la impresión que se alegró por mi visita.
                –Sí. –contestó– Pase.
                Entré y tomé asiento en un amplio sillón de la sala de estar.
                Luego de un rato Carlos bajó. Sus pasos eran vacilantes y estuvo a punto de caer por la escalera. Me atendió con mucha solicitud. Estaba algo mareado y en apariencia controlaba la situación.  Enseguida sirvió café e intercambiamos frases de circunstancias.
                Yo fui directo al grano.
–Carlos. – dije– Quiero ayudarte.
El se levantó, caminó hasta un hogar simulado que daba calefacción a la vivienda y apoyado allí contestó:
–Nadie puede ayudarme. Todo es un desastre. Ayer mi mujer me abandonó y se llevó a los chicos.
– ¿Y el asunto de las Islas Caimán? –dije.
–Ya no me interesa. –contestó– Cancelé el pasaje.
–Alguna solución tiene que haber –insistí- Todo se soluciona.
Carlos sonrió con tristeza, me miró y dijo:
–Te agradezco mucho. No te hagas problemas.
Entonces el hombre viejo que había atendido mi llamado apareció de una manera sorpresiva detrás de la sala. Estaba armado con una escopeta. Los ojos se le habían vuelto pequeños y además le brillaban.
–Hay una solución. –dijo- Que muera esta inmundicia.
Fue tanta la zozobra que me tocó vivir que en un primer momento no tuve respuestas.
Carlos, sin embargo, reaccionó:
– ¡Cállese la boca viejo idiota!
– ¿Pero, qué está pasando? –dije yo.
–El infeliz de mi suegro. Un idiota al que mantuve siempre. Un viejo inútil, un don nadie.
–Por favor, tranquilícense los dos. –dije.
-Es una suerte que haya venido señor–dijo el suegro dirigiéndose a mí.– es una suerte poder contarle a alguien las cosas que ha hecho este canalla.
– ¡Cállese la boca! –insistió Carlos– ¡Baje el arma!
–Y ahora –dijo– ni siquiera tiene plata.
–Por favor…–dije yo.
Pero en ese momento el hombre disparó.
El primer tiro pegó en el pecho de Carlos y el impacto lo arrojó por el aire. Decenas de perdigones le destrozaron el corazón y murió de forma instantánea.  El segundo, que ya no era necesario, pegó en la pared.
La angustia y el estupor me invadieron por completo. Fui rápidamente donde Carlos estaba y lo tomé en mis brazos. Su sangre manchó mi camisa blanca.
– ¡Qué hizo inconsciente! – Le grité al suegro con todas mis fuerzas.
El hombre apoyó la escopeta en la mesa y luego se sentó en el mismo sillón donde yo me había sentado. Tenía una mirada extraña y parecía estar aliviado.
– ¿Se da cuenta de lo que hizo? –volví a gritar.
–Sí, me doy cuenta. –dijo– ¿Y quiere que le diga una cosa? Aún cuando no estuviera la casa de mi hija hipotecada y aún cuando este infame no estuviera quebrado, yo igual lo hubiera matado.
No supe qué contestar. Me levanté como pude y apoyé suavemente la cabeza de Carlos en la alfombra. Después llamé por teléfono al 101 y esperé junto al viejo que la policía llegara.
Veinticuatro horas estuve detenido.
Declaré ante el juez la mañana siguiente y luego me soltaron. Enseguida fui a la redacción a escribir una nota sobre lo que había pasado. Al jefe le gustó y entonces, como me vio cansado, me dio permiso para retirarme.
Volví al bar El Encuentro como siempre, como todas las tardes. Allí la gente hablaba de lo que había pasado. Algunos se mostraban indiscretos y otros más cautos. Yo bebí algunas copas en silencio y después conversé con El Rey del Bailongo durante un largo rato. Más tarde, cuando se hizo la noche, nos juntamos entre todos y después brindamos por la memoria de Carlos.



©1996

14 comentarios:

  1. Es una historia tan vívida que convence. Tienes la gran habilidad de entretejer tramas y personajes sacados de bares, de estaciones de policía, de cualquier parte; y uno, como lector, pues se cree todo lo que cuentas. Cuando los eventos de un cuento se dan por cierto, estamos frente a un escritor innato. ¿Sabes? Hasta logré ver el dedo injertado, jajaja. ¡Excelente, Néstor! Una narrativa diáfana y amena. Full abrazo, SOFIAMA.

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    1. Gracias Sofi. La parte del dedo injertado y del jugo de limón desinfectando heridas la tomé de la realidad. De algo que en verdad pasó, pero no se lo cuentes a nadie. Me alegra que te haya gustado la historia. Un beso.

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  2. Eytán Lasca-Szalit22 de mayo de 2017, 14:42

    Se ve que todo, desde los personajes hasta ciertos pequeños grandes detalles, remiten a situaciones reales y está muy bien narrado. Felicitaciones, Néstor.

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    1. Gracias Eytán por visitar el blog. Tu opinión es muy importante para mi. Un abrazo.

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  3. Muy bueno Néstor!!! Me encantó!

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    1. Gracias Marta. Me pone muy feliz verte acá en el blog. Anrazo.

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  4. Esta vez me quedé sin aliento Nes. La historia de ese hombre parece una tragedia griega. Yo prefiero tus historias de amor, te lo digo, pero esta también está muy buena.Un beso.

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  5. Sucede que sos una romántica. :) :) Pero es verdad lo que has comentado. La vida del protagonista es una verdadera tragedia. Otro beso.

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  6. Realmmente Néstor, esto es lo mejor que te he leído. La historia tiene de todo pero en especial un realismo extraordinario. He vivido la tragedia de ese hombre de juergas como si estuviera viendo las imágenes. En general eso siempre me sucede contigo cuando te leo y aquí mas que nunca. ANDREA

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    1. Gracias Andrea. Me siento muy honrado por tu comentario. Te mando un beso transatlántico.

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  7. Brillante Néstor. Me refiero a la historia y a la forma de contarla. Uno encuentra la verosimilitud de la historia a partir de ese bar, El Encuentro, por la gente tan particular que se convoca, por los códigos, como decís. A mí me pareció el núcleo, el centro a dónde convergen o de dónde divergen las diferentes vértebras del relato. La escena del asesinato es magnífica, con unos diálogos perfectos.
    Pero lo que más me gusta son las reflexiones acerca de la vida que ponés, como al pasar, entre el follaje de los párrafos, porque ahí se me disparan las reflexiones, que no logran que me despegue de la historia, y además, lo que para mí es muy valioso, me quedan flotando en la cabeza, como boyas que no se hunden, para revisar con más detalle cuando termine la lectura. Te cuento lo que me pasa cuando te leo porque me parece que es algo valioso para decir, por lo menos para mi, y, tal vez, a vos te pueda servir de algo, no lo sé, a veces un lector puede decir una cosa novedosa, un punto de vista más. Cuando narrás, la textura de tu prosa parece sencilla, pero hay una complejidad adentro que es muy rica, como una madeja de lana de colores que nos dejás para que la desenrollemos con cuidado, tal vez, una vez desenvuelta se puede transformar en un espejo en el que nos podemos ver nuestra propia cara.
    Es un texto magnífico, Néstor, y si me permitís una opinión, me parece, que con sus dos mil quinientas palabras aproximadamente, está en la gama de la extensión adecuada que merecen tus cuentos, para la imaginaria antología que me gustaría, algún día, tener en la mano.
    Un abrazo.
    Ariel

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    1. Te agradezco mucho Ariel. Cuando uno se pone a escribir muchas veces no tiene las cosas demasiado claras. Creo que prima la necesidad de expresarse sobre otras consideraciones. Las ganas de decir algo, de contar cosas. Así ha sido, por lo menos en mi caso. Luego se comienza a darle lugar a la estética y al propósito literario. Y en tal caso, te diré que tu comentario colma cualquiera de mis expectativas de escritor. Siempre quise contar una historia y que el lector la viva con intensidad y trascendiendo las palabras. Y también como al pasar, reflexionar un poco acerca de las cuestiones de esta vida tan extraña. Me alegra de un modo extraordinario haberlo podido lograr. Por lo menos para vos, pibe de Palermo. Demasiado lector para este escriba.Ya hemos hablado en privado de estas cosas pero he querido hacerlo público. Te reitero: me ha puesto muy feliz este comentario. Te mando un fuerte y otoñal abrazo.

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  8. Néstor, como nos tenés acostumbrados, para mí un buen relato, siempre evocando un poco el Buenos Aires de antaño, a mí particularmente me tre algún recuerdo la esquina esa de Varela y Eva Perón, y el bar. Además este cuento me hace acordar en algo a La Boca del Lobo

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    1. Gracias Guille. El cuento es del año 96. Ciertamente ya es "antaño" en el día de hoy. Me pone muy feliz que te haya remitido a la novela. Y en cuánto al bar, ya no existe. Un abrazo.

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